Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Hatch se dijo para sí que ésa había sido siempre la población de Stormhaven.
—Los jóvenes se marchan cuando terminan el instituto —continuó Bud—. No quieren quedarse en una ciudad tan pequeña. Se marchan a las grandes ciudades, a Bangor, a Augusta. Hubo un chico que se fue a Boston. En los últimos tres años se han marchado cinco jóvenes. Si no fuera por los veraneantes, o por el campamento nudista de Pine Neck, no tendría ni para comer.
Hatch hizo un gesto de comprensión. Era obvio que Bud había prosperado, pero habría sido descortés discutir con él en su propia tienda. El campamento nudista al que se refería era una colonia de artistas, situada en una antigua finca en un bosque de pinos, a unos veinte kilómetros de la costa. Hatch recordaba que hacía treinta años un pescador de langostas que recorría sus trampas había visto un bañista desnudo en la playa. Las pequeñas ciudades de la costa de Maine tenían muy buena memoria.
—¿Y cómo está tu madre?
—Falleció de cáncer en 1985.
—Cuánto lo siento —dijo, y Hatch se dio cuenta de que era sincero—. Era una buena mujer y educó muy bien a sus… a su hijo.
Después de un breve silencio, Bud se columpió en la silla y acabó de un sorbo su cerveza.
—¿Ya has visto a Claire? —le preguntó luego a Hatch, fingiendo indiferencia.
—¿Aún vive en la ciudad? —respondió Hatch con el mismo tono despreocupado.
—Sí. Aunque ha habido algunos cambios en su vida. ¿Y tú? ¿Tienes familia?
—Por el momento sigo soltero —contestó Hatch con una sonrisa; después dejó en el suelo la botella vacía y se puso de pie. Ya era hora de marchar—. Ha sido un placer hablar contigo, Bud. Bueno, ahora iré a prepararme la cena.
Bud también se puso de pie y lo despidió con una palmadita en la espalda. Hatch ya tenía la mano en la puerta cuando Bud carraspeó.
—Espera, Malin, tengo que decirte algo.
Hatch se quedó inmóvil. Se había librado con demasiada facilidad, y ahora esperó con temor la próxima pregunta.
—Ten cuidado con esos palos de regaliz —le dijo Bud con voz solemne—. Ya sabes que la dentadura hay que cuidarla.
Hatch salió a la cubierta del
Plain Jane
, se estiró y echó una mirada al puerto con ojos adormilados. La ciudad de Stormhaven estaba silenciosa y aletargada bajo la pesada luz de la tarde de julio, y Hatch se sintió agradecido por aquel silencio. La noche antes había acompañado el bistec con más Beefeater de lo debido, y esta mañana se había levantado con resaca, la primera en casi diez años.
Hoy era el primer día de muchas cosas. Era el primer día que pasaba en un barco desde su viaje por el Amazonas. Había olvidado la tranquilidad que reina en un barco, sin más compañía que el suave balanceo de las olas. Era también el primer día en mucho tiempo en que no tenía infinitas cosas que hacer. El laboratorio estaba cerrado durante todo el mes de agosto y había enviado a Bruce, su asistente, a poner por escrito los resultados iniciales de la investigación bajo la supervisión de un colega. Había cerrado su casa en la ciudad de Cambridge, y había avisado a la asistenta que regresaría en septiembre. Y su Jaguar estaba aparcado, tan discretamente como era posible, en el solar vacío que había detrás de la vieja ferretería Coast to Coast.
Ayer, antes de marcharse del hotel de Southport, había recibido una nota de Neidelman. Era muy breve, una sola frase, y le pedía que se encontraran hoy, al atardecer, junto a la isla Ragged. Eso le dejaba a Hatch todo el día libre. Al principio había temido que esto significara todo un día a solas con sus recuerdos. Había pensado en sacar el caballete y las acuarelas con las que se entretenía los fines de semana y hacer un esbozo de la costa. Pero el cuadro quedó en una mera intención. Aquí, en el barco, se sentía en paz. Había regresado a su antiguo hogar, en Stormhaven. Incluso había estado muy cerca de la isla Ragged. Había mirado de nuevo el rostro de la bestia y había sobrevivido.
Miró la hora. Ya casi eran las siete y media. Ya era tiempo de ponerse en marcha.
Puso en marcha el motor y oyó con satisfacción su ronroneo obediente. La profunda vibración, el ruido del tubo de escape, eran para él como un canto de sirena que venía del pasado, a la vez dulce y doloroso. Con el barco ya en marcha, puso rumbo a la isla Ragged.
El día era soleado, y cuando el barco surcaba las aguas, Hatch veía extenderse delante de él su sombra. El océano estaba desierto, con la sola excepción del solitario barco de un pescador de langostas que estaba recogiendo sus langosteras cerca de la costa de la isla Hermit. Durante el día, Hatch había subido varias veces a cubierta para mirar el horizonte, con la esperanza de ver alguna actividad en la dirección de la isla Ragged. Pero no había visto nada más que el mar y el cielo, y no estaba seguro de si se sentía decepcionado, o aliviado.
Fuera del puerto, el aire se hacía más fresco. Pero en lugar de aminorar la marcha y coger su cazadora, Hatch aceleró de cara al viento, abriendo de vez en cuando la boca para sentir el sabor del agua salada que le salpicaba. Estar allí era como una limpieza a fondo; Hatch sentía que quizá el viento y el agua removerían las telarañas y la suciedad acumuladas en un cuarto de siglo.
De repente, hacia el este, apareció en el horizonte una sombra oscura. Hatch moderó la marcha y sintió que la antigua agitación volvía a hacer presa en él. Hoy la niebla que envolvía la isla era menos espesa, pero los contornos aún se veían borrosos, fantasmagóricos, y las viejas torres de perforación y cabrestantes parecían los minaretes en ruinas de una ciudad extranjera. Hatch viró a babor, preparándose para circunnavegar la isla.
Luego, en el lado septentrional de la isla, Hatch advirtió un barco desconocido, anclado a un cuarto de milla de la costa. Cuando estuvo más cerca, vio que era un antiguo barco bomba, equipado para extinguir incendios y construido con finas maderas de color marrón oscuro, posiblemente caoba o teca. En la popa llevaba pintado el nombre,
Griffin
, con severas letras doradas, y más abajo, con letras más pequeñas
: Mystic, Connecticut
.
Hatch consideró la posibilidad de situarse borda con borda, pero decidió no hacerlo, y paró el motor del
Plain Jane
cuando estaba a unos noventa metros. El barco parecía vacío. Nadie salió a cubierta para recibirlo. Por un momento se preguntó si pertenecería a un turista, o a un buscador de trofeos, pero ya casi era el atardecer, y era demasiada coincidencia.
Observó el barco con detenimiento. Si era de Neidelman, se trataba de una elección poco habitual, pero razonable. Lo que le faltaba en velocidad lo ganaba en estabilidad. Hatch estaba seguro de que podría navegar incluso en las aguas más revueltas y, como tenía motores en proa y en popa, sería muy fácil de gobernar. Habían quitado los carteles de las mangueras y los monitores y quedaba mucho más espacio en la cubierta. Habían conservado los pescantes, la torre y los faros y habían adosado una grúa controlada por ordenador a la popa. Los ojos de Hatch se dirigieron a la espaciosa timonera y al puente superior. Arriba, como es habitual, se apiñaban las antenas electrónicas, el lorán y el radar, junto con otros artefactos no estrictamente náuticos, como una antena parabólica, otro radar para el espacio aéreo y una antena VHF.
Un equipo impresionante, pensó Hatch, y su mano se dirigió al panel de instrumentos para hacer sonar la sirena de su barco.
Pero tuvo un instante de duda. Más allá del silencioso barco, más allá incluso de la isla rodeada por la niebla, se oía un sonido vibrante y profundo, de un tono tan sordo que casi estaba fuera del espectro de sonidos que puede captar el oído humano.
Hatch retiró la mano del panel y escuchó con atención. Un minuto después, se dio cuenta de que se trataba del motor de un barco, aún distante pero que se acercaba a toda prisa. Oteó el horizonte hasta que descubrió al sur una pequeña mancha gris. Un instante después vio un destello producido por el sol poniente al reflejarse sobre algún objeto metálico en la todavía lejana embarcación.
Es probable que sea uno de los barcos de Thalassa que viene desde Portland, pensó.
Y entonces vio que la mancha gris se separaba lentamente en dos, luego en tres, y después en seis embarcaciones distintas. Contempló incrédulo cómo una verdadera flota invasora se aproximaba a la pequeña isla. Una gran barcaza navegaba echando abundante vapor, la parte inferior de un color rojo oscuro. En su estela navegaba un remolcador que arrastraba una grúa flotante de cien toneladas. Les seguían un par de motoras, de formas aerodinámicas y llenas de aparatos electrónicos. Detrás venía un buque de abastecimiento. En el mástil llevaba una pequeña bandera blanca y roja. Hatch observó que el dibujo de la bandera era igual al del logotipo que había visto en la cubierta del portafolios de Neidelman pocos días antes.
Por último, venía un gran barco, de líneas elegantes y fantásticamente equipado. En la proa se leía su nombre,
Cerberus
, en letras azules. Hatch contempló con admiración la reluciente estructura, el arpón en la cubierta de proa, las portillas con cristales oscuros. Como mínimo tiene quince mil toneladas, pensó.
Los barcos avanzaron en una especie de ballet silencioso hasta quedar junto al
Griffin
. Los más grandes se detuvieron del otro lado del barco bomba, en tanto que los más pequeños lo hicieron junto al
Plain Jane
. Se oyó un tintinear de cadenas cuando echaban el ancla. Cuando Hatch miró hacia las motoras que tenía a los costados de su barco, se dio cuenta de que los ocupantes de las motoras también lo estaban mirando. Unos pocos le sonrieron y le saludaron con la mano. El joven vio que en el barco más próximo un hombre de pelo gris y rostro blanco y regordete lo miraba con interés. Encima de la chaqueta de su traje llevaba un chaleco salvavidas de color naranja. A su lado se hallaba un hombre joven, de pelo largo y engominado y barba de chivo, bermudas y camisa floreada. Estaba comiendo algo que sacaba de una bolsita blanca de papel, y le devolvió la mirada a Hatch con insolente indiferencia.
Se apagó el último de los motores y se hizo un extraño silencio, casi espectral. Hatch observó que las miradas de los ocupantes de todos los barcos se dirigían hacia la cubierta del barco bomba que estaba en el centro.
Pasaron unos minutos inacabables. Por fin, se abrió una puerta a uno de los lados de la timonera y apareció el capitán Neidelman. Caminó en silencio hasta la borda y se quedó mirando la flotilla que le rodeaba. El sol poniente iluminaba su rostro con un resplandor rojizo y ponía reflejos dorados en su pelo rubio. Hatch pensó que era asombroso cómo se destacaba su delgada silueta sobre el agua y el círculo de barcos. Mientras Neidelman esperaba a que hicieran silencio, otro hombre, pequeño y fibroso, salió por la misma puerta que había utilizado el capitán y se apostó a sus espaldas, los brazos cruzados y esforzándose por no llamar la atención.
Neidelman permaneció en silencio un instante. Cuando por fin comenzó a hablar, lo hizo en voz baja, casi reverente, pero que se oía muy bien.
—Vivimos en una era en la que lo desconocido se ha hecho conocido y se han desvelado casi todos los misterios de la tierra. Hemos llegado al polo Norte, escalado el Everest, llegado a la Luna. Hemos descubierto los secretos del átomo y cartografiado los abismos de los océanos. Aquellos que se propusieron resolver estos misterios a menudo arriesgaron su vida, dilapidaron su fortuna y se arriesgaron a perder todo lo que amaban. Para desvelar los grandes enigmas hay que pagar un precio muy alto; a veces, el más alto de todos.
Neidelman hizo un gesto señalando la isla.
—Allí, a menos de cien metros, hay uno de los grandes misterios de Estados Unidos, posiblemente el más grande. Parece un pozo de lo más común, excavado en una pequeña isla rocosa. Y sin embargo, este Pozo de Agua ha devorado a todos los que intentaron descubrir su secreto. Se han gastado millones de dólares, los hombres han arruinado sus vidas y algunos incluso han muerto en el intento. Entre nosotros hay algunos que han sentido en carne propia el filo de los dientes del Pozo de Agua.
Neidelman recorrió con la vista a los allí reunidos, y sus ojos se encontraron con los de Hatch.
—Los orígenes, la historia de otros enigmas del pasado —continuó—, como los monolitos de Sacsahuamán, las estatuas de la isla de Pascua, los dólmenes de Gran Bretaña, se hunden en la noche de los tiempos. No sucede lo mismo con el Pozo de Agua. Conocemos su localización, su propósito, incluso su historia. Se exhibe ante nosotros como un oráculo cínico, y nos desafía.
Hizo una pausa y prosiguió.
—En 1696, Edward Ockham era el pirata más temido que surcaba los mares. Los barcos de su flota corsaria navegaban tan cargados con su inmenso botín, que una tormenta, incluso un encuentro poco afortunado con un navío de guerra podría asestar a su flota un golpe mortal. Había tardado demasiado en esconder sus tesoros, y ahora estaba desesperado. Un encuentro fortuito con un célebre arquitecto de la época le brindó la solución a su problema.
Neidelman se apoyó en la borda, el pelo agitado por el viento.
—Ockham hizo prisionero a ese arquitecto y le encargó que proyectara un pozo para esconder su tesoro. Un pozo tan inexpugnable que ni los buscadores de tesoros mejor equipados podrían vencerlo. Todo salió de acuerdo con lo planeado. Se construyó el pozo y el corsario depositó en él su tesoro. Y entonces, cuando se hallaba en otra de sus incursiones de saqueo y muerte, le llegó su hora. Red Ned Ockham murió. Desde ese día, el tesoro ha permanecido en el fondo del Pozo de Agua, esperando el momento en que la tecnología y el empeño de los hombres lo trajeran de nuevo al mundo.
Neidelman respiró hondo.
—A pesar de la magnitud de este tesoro, todos los intentos para arrancar algo de valor de las profundidades del pozo han fracasado. ¡Todos, menos éste! —exclamó, y alzó el brazo para mostrar lo que tenía en la mano.
La luz del sol poniente lo iluminaba de tal manera que daba la impresión de que sus dedos ardían. Se oyó un murmullo de admiración y sorpresa. Hatch se inclinó sobre la borda para poder ver mejor. Dios mío, pensó, debe de ser el oro que sacaron las perforadoras de Gold Seekers hace más de cien años.
Neidelman, inmóvil, sostuvo en alto la viruta de oro por unos instantes que parecieron muy largos. Después volvió a hablar.