Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
—¿Tinta invisible? Me parece que usted ha leído demasiadas historias de piratas.
—Las tintas invisibles eran muy comunes en los siglos XVII y XVIII —le respondió Neidelman muy seguro de sí mismo—. George Washington usaba una para sus mensajes secretos. Los colonos decían que estaban escritos con «tinta blanca».
Hatch hubiera querido responderle con otro de sus sarcasmos, pero no consiguió articular una respuesta. A su pesar, comenzaba a creer la historia de Neidelman. Era demasiado inverosímil para ser mentira.
—Nuestro laboratorio consiguió recuperar el resto de la escritura utilizando un enjuague químico. El resultado final fue un documento de unos diez mil caracteres escrito a mano por Macallan en los márgenes de su libro. Estaba escrito en código, pero un especialista de Thalassa descifró con bastante facilidad la primera mitad. Y cuando lo leímos, nos dimos cuenta de que sir William Macallan era un arquitecto mucho más fascinante de lo que todos habían pensado hasta entonces.
—Siento decírselo, pero toda la historia suena absurda —dijo Hatch.
—No, doctor Hatch, no es absurda. Macallan proyectó el Pozo de Agua. Las notas en código eran el diario secreto que escribió en su último viaje. —Hizo una pausa para darle una calada a la pipa—. Vea usted, Macallan era escocés, y católico. Después de la victoria de Guillermo III en la batalla de Boyne, Macallan, disgustado, se marchó a España. La corona española le encargó una catedral, la más grande del Nuevo Mundo. En 1696 se embarcó en Cádiz rumbo a México en un bergantín escoltado por un barco de guerra. Los dos barcos desaparecieron y nunca se supo nada más de Macallan. Se dio por sentado que habían naufragado. Pero su diario nos cuenta lo que realmente sucedió. Los barcos fueron atacados por Edward Ockham. El capitán español fue torturado para que revelara su verdadera misión. Después Ockham los mató a todos, dejando vivo solamente a Macallan. El arquitecto fue encadenado y conducido ante Ockham. El pirata le puso un sable en la garganta y le dijo, y aquí cito fielmente el diario: «Que Dios construya él mismo su maldita iglesia, pues yo os haré otro encargo.»
Hatch comenzaba a sentir un extraño entusiasmo.
El capitán se apoyó en la borda.
—Red Ned quería que Macallan construyera un pozo para guardar su inmenso tesoro —continuó el capitán—. Un pozo inexpugnable, del cual sólo él, Ockham, tendría el secreto. Recorrieron la costa de Maine, eligieron la isla Ragged, y el pozo fue construido y el tesoro enterrado. Pero muy poco tiempo después, Ockham y toda su tripulación perecieron. Y Macallan, claro está, había sido asesinado tan pronto como concluyó la construcción del pozo. Y todos ellos se llevaron a la tumba el secreto del Pozo de Agua.
Neidelman hizo una pausa, y sus ojos parecían casi blancos debido a la luz que se reflejaba en el agua.
—Claro está que esto no es del todo cierto, porque el secreto no murió con Macallan.
—Explíquese, por favor.
—Hacia la mitad de su diario, aproximadamente, cambió de código. Creemos que lo hizo expresamente para poder anotar la clave secreta del Pozo de Agua. Claro que ningún código del siglo XVII puede competir con un ordenador de nuestra época, y nuestros especialistas lo descifrarán en cualquier momento.
—¿Y cuánto se supone que hay allí abajo? —consiguió preguntar Hatch.
—Buena pregunta. Conocemos la capacidad de carga de los navíos de Ockham; sabemos que iban con la carga completa, y tenemos manifiestos de muchos de los barcos que atacaron. ¿Sabía usted que fue el único pirata que osó atacar, y con éxito, a los barcos de la flota española que traían cargamentos de plata?
—No, no lo sabía —murmuró Hatch.
—Si tenemos en cuenta todos estos factores, las estimaciones más cautelosas sitúan el valor actual del tesoro entre mil ochocientos y dos mil millones de dólares —dijo Neidelman, sonriendo apenas.
Se hizo un largo silencio, roto solamente por el ronronear del motor, los monótonos chillidos de las gaviotas y el ruido del agua. Hatch se esforzó en comprender la enormidad de la suma.
—Y eso, sin contar el valor de la espada de San Miguel, el trofeo más valioso de Ockham —añadió el capitán bajando la voz.
Por un instante, el encanto se rompió.
—Vamos, capitán, no me diga que cree en esas leyendas —rió Hatch.
—No creía hasta que leí el diario de Macallan, doctor Hatch. La espada está allí, Macallan vio cuando la enterraban con el tesoro.
Hatch miraba sin ver, y su mente estaba confusa.
Esto es increíble, es casi impensable…
Alzó la vista y sintió que se le contraían los músculos del estómago. Todas las preguntas que le daban vueltas en la cabeza quedaron olvidadas en un instante. A lo lejos podía ver ya el largo, espeso banco de niebla que ocultaba la isla Ragged, la misma niebla de hacía veinticinco años.
Neidelman, a su lado, le había dicho algo. Se volvió, respirando agitadamente, e hizo un esfuerzo para tranquilizarse. El corazón le palpitaba.
—¿Perdón?
—Le decía que ya sé que a usted le interesa muy poco el dinero. Pero quiero que sepa que en el trato que le propongo usted recibirá la mitad del tesoro. Yo, a cambio de hacerme cargo de todos los gastos, me quedaré con la espada de San Miguel. Su parte será, poco más o menos, de mil millones de dólares.
—Tiene razón; el dinero no me importa —respondió Hatch.
Tras unos minutos de silencio, Neidelman cogió sus prismáticos y enfocó la isla.
—¿Por qué está rodeada de niebla?
—Hay una buena razón —dijo Hatch, agradecido de que hubiera cambiado de tema—. La isla tiene una fuerte corriente de resaca que desvía la fría corriente del Labrador hacia la más caliente de Cape Cod, y donde las aguas se mezclan, siempre se produce un gran remolino de niebla. En ocasiones la isla está rodeada solamente por un fino anillo de niebla, pero otras veces una bruma espesa la cubre totalmente.
—Un pirata no podría desear nada mejor —murmuró Neidelman.
Ya no falta mucho, se dijo Hatch.
Trató de no pensar, de prestar atención solamente al ruido del agua contra el casco, el olor a salitre del aire, el frío del bronce del timón en sus manos. Miró a hurtadillas a Neidelman, y vio que se le movía un músculo en la mandíbula. El capitán también estaba muy emocionado.
El banco de niebla estaba cada vez más cerca. Hatch luchaba contra sí mismo, e hizo un esfuerzo para mantener el barco rumbo a los fantasmales jirones de bruma, tan extraños en un horizonte por lo demás despejado. Aminoró la velocidad cuando el barco hundió la proa en las tinieblas. De repente, se encontraron en medio de la pegajosa humedad. Malin sentía las gotas de agua que comenzaban a condensarse sobre sus nudillos y en la nuca.
Hizo un esfuerzo para ver a través de la niebla. Un contorno oscuro apareció a lo lejos y luego volvió a desaparecer. Hatch aminoró aún más la marcha. Podía oír, en el relativo silencio, el ruido de las rompientes y la campanilla de las boyas de la isla Ragged, que avisaban a los marineros para que se mantuvieran lejos de los peligrosos arrecifes. Desvió el rumbo más hacia el norte, para conducir el barco hacia el extremo septentrional de la isla. Y de repente, una vieja y herrumbrada torre de perforación se alzó entre la niebla, a unos doscientos metros a babor.
Neidelman se llevó de inmediato los prismáticos a los ojos, pero el barco ya se había hundido en otra zona de niebla y la isla volvió a quedar oculta. Se había levantado un viento helado y comenzó a lloviznar.
—¿No podemos acercarnos un poco más? —murmuró Neidelman.
Hatch dirigió el barco hacia los arrecifes. Cuando entraron al socaire de la isla, el oleaje y el viento se calmaron. Y luego salieron del círculo de niebla y la isla apareció ante ellos.
Hatch conducía el barco en dirección paralela a los arrecifes. Neidelman, en la popa, no se quitaba los prismáticos de los ojos, la pipa apretada entre los dientes. Hatch puso el motor en punto muerto y dejó el barco a la deriva. Y entonces él también se volvió para enfrentarse con la isla.
El oscuro, terrible contorno de la isla, tan persistente en sus memorias y sus pesadillas, estaba ahora ante él en la realidad. Era poco más que una negra silueta dibujada contra el gris del cielo y el mar. Tenía la forma de una extraña mesa inclinada, que se elevaba desde sotavento hasta alcanzar los abruptos riscos de la costa opuesta, interrumpida en el centro por un montículo de tierra. Las olas rompían contra los peñascos y hervían sobre los bajos rebordes rocosos que circundaban la isla, dejando una capa de espuma semejante a la estela de un barco. Era un lugar aún más inhóspito de lo que él recordaba; barrido por el viento, desierto, de un kilómetro y medio de largo por setecientos metros de ancho. Un solitario abeto crecía en la playa de guijarros del lado septentrional de la isla, un rayo había caído sobre él en una ya lejana tormenta, y sus ramas retorcidas se recortaban contra el cielo como las manos de una bruja.
Los restos de grandes máquinas infernales yacían desperdigados entre la maleza: antiguos compresores a vapor, cabrestantes, cadenas, calderas… A un lado del viejo abeto se alzaban varios cobertizos ruinosos y sin techo. Hatch podía ver, al final de la playa, las formas redondeadas como lomos de ballena de los peñascos que había escalado con Johnny hacía veinticinco años. Junto a las rocas más cercanas se encontraban los restos de varios grandes barcos, zarandeados por innumerables tormentas, los cascos medio deshechos y las maderas dispersas en la playa. Había letreros, clavados por encima de la marca de las aguas, cada treinta metros, que advertían:
¡CUIDADO! ZONA MUY PELIGROSA, NO DESEMBARCAR.
—¡Por fin! —exclamó Neidelman cuando recuperó el habla.
El barco continuaba a la deriva. Neidelman bajó los prismáticos y se dirigió a Hatch.
—¿Doctor?
Hatch se aferraba al timón para sostenerse, y navegaba entre sus recuerdos. El horror lo invadió, y se sintió físicamente mareado cuando la llovizna salpicó los cristales de la cabina de mando y se oyó el melancólico sonido de la campanilla de la boya. Pero mezclado con el horror había otra cosa, un sentimiento nuevo: Hatch finalmente había comprendido que allí abajo había un gran tesoro y que su abuelo no había sido un completo idiota que había destruido a tres generaciones de su familia a cambio de nada. Y un instante después, ya estaba seguro de la decisión que debía tomar, de la respuesta que le debía a su abuelo, a su padre y a su hermano.
—¿Doctor Hatch? —insistió Neidelman, la cara brillante por la humedad.
Hatch respiró hondo varias veces y se obligó a aflojar las manos que aferraban el timón.
—¿Quiere que demos la vuelta a la isla? —preguntó luego, y consiguió que su voz sonara normal.
Neidelman continuó mirándolo fijamente un instante, y luego asintió con la cabeza y volvió a mirar con los prismáticos.
Hatch puso el motor en marcha; después condujo el barco a muy poca velocidad, no más de tres millas por hora, cuidándose de no mirar los peñascos como lomos de ballena, y las otras horribles señales que ya había visto hacía veinticinco años.
—Es un lugar muy inhóspito —dijo Neidelman—, mucho más de lo que yo había imaginado.
—No hay un puerto natural —replicó Hatch—. La isla está rodeada de arrecifes, y hay una resaca muy fuerte. La isla está ya en mar abierto, y en otoño es azotada por las nordestadas. Se hicieron tantas perforaciones que gran parte del terreno está anegada y se producen socavones. Y lo que es aún peor, algunas de las compañías trajeron explosivos; bajo la superficie hay cargas de dinamita que no han estallado y Dios sabe qué más.
—¿Qué es aquello? —preguntó Neidelman, y señaló una gran estructura metálica que se alzaba por encima de las rocas cubiertas de algas.
—Es una gabarra; está allí desde la época de mi abuelo. Antes estaba anclada lejos de la playa, con una grúa flotante. Pero una tempestad del nordeste la arrojó contra las rocas. Y cuando el mar terminó de azotarla, ya no había nada que valiera la pena rescatar. Ése fue el final de los trabajos de mi abuelo.
—¿Su abuelo dejó algún registro de sus actividades?
—Mi padre los destruyó —respondió Hatch, y tragó saliva—. Mi abuelo llevó a su familia a la ruina a causa de esta isla, y mi padre la odiaba, y odiaba todo lo relacionado con ella. Y eso incluso antes del accidente.
Hatch se quedó callado, agarrado al timón, mirando fijo al frente.
—Lo siento —dijo Neidelman, y su expresión se hizo más tierna—. Estoy tan absorto en esta empresa que en ocasiones me olvido de su tragedia. Perdóneme si he hecho alguna pregunta impertinente.
—No se preocupe. —Continuó mirando al frente.
Neidelman se quedó callado, y Hatch se sintió muy agradecido. Nada le resultaba más doloroso que escuchar los tópicos habituales de la gente bienintencionada, sobre todo los que insistían en que «usted no tuvo la culpa, no tiene por qué sentirse culpable».
El
Plain Jane
dio la vuelta al extremo sur de la isla; el mar estaba aquí mucho más revuelto, pero Hatch aceleró un poco y el barco siguió adelante.
—Es asombroso —dijo Neidelman—. Pensar que sólo esta pequeña isla de arena y rocas se interpone entre nosotros y el tesoro más grande que jamás ha existido.
—Cuidado, capitán —le contestó Hatch, con un tono que intentó fuera ligero—. Ésa es la clase de idea delirante que ha llevado a la quiebra a una docena de compañías. Será mejor que recuerde el antiguo poema:
Aunque me he librado de las murallas exteriores
Este templo guarda su altar
Sagrado para el Cielo; porque, en pocas palabras,
Ella no es mía y nunca lo será.
Neidelman se volvió para mirarlo.
—Veo que ha tenido tiempo de leer algo más que manuales de anatomía. No hay muchos matasanos que puedan citar a Conventry Patmore.
Hatch se encogió de hombros.
—Me gusta leer un poco de poesía de vez en cuando. La paladeo como si fuera un oporto muy bueno. ¿Y usted, qué excusa tiene para leer?
Neidelman sonrió.
—He pasado más de diez años de mi vida en el mar. Y allí leer es una de las pocas distracciones que uno tiene.
Un ruido como de toses llegó desde la isla. Se hizo más y más alto, convirtiéndose en un rugido sordo y finalmente en una especie de gemido gutural, como el lamento de un animal marino moribundo.