El pozo de la muerte (12 page)

Read El pozo de la muerte Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hatch se sentó a la mesa y echó un vistazo a sus compañeros. La noche antes había conocido a algunos de ellos, pero había otros a quienes veía por primera vez. Lyle Streeter, el capataz, desvió a propósito la mirada cuando Hatch lo saludó con una sonrisa. Evidentemente, no le gustaba que le gritaran. Hatch se dijo que debía recordar que, aunque cualquier médico sabe que gritar, dar órdenes y soltar tacos es el procedimiento normal en una emergencia, el resto de la humanidad no comparte estas costumbres.

Se oyó un ruido que venía de abajo, y luego el capitán entró por la puerta de la timonera. Todos lo siguieron con la mirada cuando se dirigió a la cabecera de la mesa; Neidelman se apoyó en ella con las dos manos, y fue mirando a los ojos a cada uno de los presentes. Hubo una perceptible disminución de la tensión, como si con la llegada del capitán todos recuperaran su energía y su dominio de sí mismos. Cuando los ojos de Neidelman se encontraron con los de Hatch, le preguntó:

—¿Cómo está Ken?

—Dentro de su gravedad, su condición es estable. Hay una pequeña posibilidad de que se produzca una embolia, pero está bajo continua vigilancia. Imagino que sabrá que no pudieron recuperar las piernas.

—Sí, lo sabía. Muchas gracias, doctor Hatch, por salvarle la vida.

—No habría podido hacerlo sin la ayuda del señor Streeter y sus hombres.

Neidelman hizo un gesto de asentimiento y permaneció un momento en silencio. Cuando habló, lo hizo con serenidad y convencimiento.

—El equipo de reconocimiento seguía mis órdenes, y tomaban todas las precauciones que yo había considerado necesarias. Si alguien tiene la culpa del accidente, soy yo, y debo decir que después de esto hemos vuelto a examinar nuestras medidas de seguridad. Este desdichado accidente es lamentable, y todos lo sentimos por Ken y por su familia. Pero no hay nada que recriminar a nadie.

Se puso de pie, las manos cruzadas a la espalda.

—Todos los días correremos peligro —dijo en voz más alta—. Todos nosotros. Ustedes, o yo, podríamos perder nuestras piernas mañana. O podría sucedemos algo peor. Los riesgos son muy reales, y son parte de nuestro trabajo. Si fuera fácil recuperar los dos mil millones de dólares que guarda esta tumba llena de agua, ya lo habrían hecho hace años. Mejor dicho, hace siglos. Estamos aquí precisamente porque es peligroso. Y ya hemos sufrido nuestro primer golpe. Pero no debemos permitir que esto nos desaliente. Ningún tesoro ha sido jamás enterrado con tanta habilidad y astucia. Y hará falta mucha más habilidad y astucia para apoderarnos de él.

El capitán fue hacia la ventana más cercana, miró un momento al exterior y luego se volvió.

—Imagino que casi todos conocen los detalles del accidente. Cuando exploraba con su equipo la isla, Ken Field cayó dentro de un pozo que había estado cubierto por un entablado, y probablemente había sido excavado en el siglo XIX. Su cuerda de seguridad detuvo la caída antes de que llegara al fondo, pero cuando lo estaban subiendo, se enganchó en una viga cuya base estaba completamente podrida por el paso del tiempo. El tirón de la cuerda hizo que la viga se desprendiera, provocando un derrumbamiento que derribó el muro que comunicaba el pozo con una galería vecina, completamente anegada.

El capitán hizo una pausa.

—Todos sabemos que lo sucedido nos servirá de lección. Y pienso que también sabemos cuáles serán los siguientes pasos. Mañana comenzaremos los preparativos para teñir el agua del Pozo de Agua con el fin de localizar el canal secreto que lo comunica con el mar. Pero para emprender esta tarea necesitamos tener en funcionamiento los sistemas informáticos. El sonar, los sismógrafos, el tomógrafo y los magnetómetros de protones tienen que estar montados antes de que comencemos a trabajar. Los equipos de buceo deben estar revisados y preparados para funcionar durante quince horas. Y lo más importante, quiero que sea posible probar las bombas antes de que termine el día.

Neidelman volvió a mirarlos uno por uno.

—Los que están sentados a esta mesa son mi equipo directivo, y recibirán una parte del tesoro en lugar de un salario. Ustedes saben que si tenemos éxito, serán enormemente ricos. No está mal por cuatro semanas de trabajo, a menos que uno piense en lo que le ha sucedido a Ken Field. Si alguno de ustedes ha comenzado a pensar en abandonar el proyecto, éste es el momento de hacerlo. No recibirán una parte del tesoro, pero sí el finiquito que paga habitualmente Thalassa a las personas que han trabajado para la compañía. No habrá agravios ni se harán preguntas. Pero no vengan a verme más adelante, diciéndome que han cambiado de parecer. Cueste lo que cueste, seguiremos con nuestro proyecto hasta el final. De manera que es mejor que cambien ahora.

El capitán abrió un armario y cogió una vieja pipa de brezo y una lata de tabaco Dunhill. Llenó la pipa, apisonó cuidadosamente el tabaco y lo encendió con una cerilla de madera. Procedió con deliberada lentitud, mientras el silencio alrededor de la mesa se hacía más profundo. En el exterior, la siempre presente niebla de la isla Ragged se había hecho más espesa y envolvía al
Griffin
con una caricia sensual.

El capitán habló por fin, envuelto en una bocanada de humo.

—Muy bien. Antes de que levantemos la sesión quiero presentarles al miembro más nuevo de la expedición. —Neidelman miró a Hatch—. Doctor, hubiera querido que conociera a mi equipo directivo en circunstancias más placenteras. —Se dirigió a los demás—: Como muchos de ustedes saben, éste es Malin Hatch, el dueño de la isla Ragged y nuestro socio en esta operación. Será también nuestro médico.

»Doctor Hatch, éste es Christopher St. John, el historiador de la expedición. —Era el hombre de rostro mofletudo que Hatch había visto mirándole desde la lancha dos noches antes. Una mata de pelo gris y rebelde le cubría la redonda cabeza, y el arrugado traje de tweed mostraba las huellas de unos cuantos desayunos—. Es un experto en historia isabelina y de los Estuardo, incluyendo la piratería y el uso de códigos. Y éste —Neidelman se volvió hacia el hombre de aspecto desaseado, que llevaba unas bermudas y se examinaba las uñas con una expresión de intenso aburrimiento— es Kerry Wopner, nuestro experto en informática.' Kerry es muy aficionado al diseño de redes y al criptoanálisis.

Neidelman miró fijamente a los dos hombres.

—Supongo que no necesito subrayar la importancia que tiene para nosotros que podamos descifrar la segunda parte del diario, sobre todo a la luz de esta tragedia. Macallan debe revelarnos todos sus secretos.

Neidelman continuó con las presentaciones.

—Ya conoce a Lyle Streeter, nuestro capataz. Está conmigo desde los lejanos días en que navegábamos por el Mekong. Y ésta es Sandra Magnusen —dijo señalando a una mujer menuda, de expresión severa, vestida con ropa cómoda y sencilla—, la ingeniera de Thalassa, y especialista en exploración por control remoto. Al final de la mesa está Roger Rankin, nuestro geólogo —dijo señalando a un hombre corpulento e hirsuto que estaba sentado en una silla que parecía dos tallas demasiado pequeña para él.

Rankin miró a Hatch, su barba rubia se abrió en una sonrisa espontánea y lo saludó levantando la mano.

—La doctora Bonterre —continuó Neidelman—, nuestra arqueóloga y responsable del equipo de buceo, ha tenido que atender algunos asuntos y llegará esta tarde a última hora. —Neidelman hizo una pausa—. Si no hay más preguntas, esto es todo, señores. Muchas gracias, y nos veremos mañana por la mañana.

Mientras el grupo se dispersaba, Neidelman se acercó a Hatch.

—En la isla hay un grupo especial. Están instalando el campamento base y las redes de comunicación —le dijo—. Al atardecer tendrá su dispensario preparado y provisto de todo lo que necesita.

—Me quita un peso de encima —respondió Hatch.

—Imagino que querrá tener más información sobre nuestro proyecto. A primera hora de la tarde es un buen momento para hablar. ¿Qué le parece si nos vemos a las dos de la tarde en el
Cerberus
? —Una sonrisa apareció en sus labios—. A partir de mañana, todos estaremos muy ocupados.

11

A las dos en punto de la tarde el
Plain Jane
, navegando lentamente en un mar sereno, se liberó de los últimos jirones de niebla que rodeaban la isla Ragged. Hatch divisó la blanca silueta del
Cerberus
, alargada y de elegantes líneas. Cerca de la línea de flotación se veía una escotilla de entrada, y enmarcada en ella, la silueta alta y delgada del capitán aguardaba su llegada.

Hatch aminoró la marcha y maniobró hasta situarse al costado de la otra nave. A la sombra del
Cerberus
el aire era más fresco y las aguas más serenas.

—¡Vaya barco tiene usted! —exclamó Hatch cuando estuvo a la par del capitán; el
Plain Jane
se veía muy pequeño en comparación con el
Cerberus
.

—Es el más grande de la flota de Thalassa —contestó Neidelman—. Es, fundamentalmente, un laboratorio y una estación de investigación. No podemos instalar todos los equipos en la isla. Los instrumentos más grandes, como los microscopios electrónicos y el acelerador de partículas C14 permanecerán en la nave.

—Me ha llamado la atención el cañón lanzaarpones de proa —dijo Hatch—. Cuando su tripulación está hambrienta ¿arponean alguna ballena azul?

Neidelman rió.

—El cañón delata el origen del barco, amigo mío. Fue construido hace seis años para una compañía ballenera de Noruega, con los últimos adelantos en la materia, pero poco después se promulgaron los acuerdos internacionales prohibiendo la caza de ballenas. Y el barco se convirtió, antes de que comenzaran a explotarlo, en un costoso elefante blanco. Thalassa lo compró a muy buen precio. Quitamos todos las instalaciones para almacenar y procesar las ballenas, pero a nadie se le ocurrió desmantelar el cañón lanzaarpones. Bueno, suba a bordo y veremos qué están haciendo los chicos.

Hatch ancló el
Plain jane
y luego tendió la planchada hasta la escotilla del
Cerberus
. Pasó al otro barco y luego siguió a Neidelman por un pasillo largo y estrecho pintado de color gris claro. El capitán le condujo a través de varios laboratorios vacíos y de la cámara de oficiales hasta que se detuvieron junto a una puerta con un letrero que rezaba SALA DE ORDENADORES.

—Detrás de esta puerta hay ordenadores más poderosos que los de una pequeña universidad —dijo Neidelman con orgullo—. Pero no los utilizamos sólo para hacer números. Hay también una calculadora de navegación y un piloto automático de última generación. En una emergencia, el barco puede prácticamente navegar solo.

—Me preguntaba dónde estaba la tripulación —dijo Hatch.

—Mantenemos a bordo un equipo mínimo. Es la política que seguimos con todos los barcos de la compañía. Si es necesario, podemos tener aquí mañana mismo a una docena de científicos. O a una docena de excavadores. Pero intentamos manejarnos con un número muy reducido de hombres, y siempre los mejores en su especialidad.

—Control de costes —bromeó Hatch—. Los contables de Thalassa deben de sentirse muy felices.

—No es sólo eso —replicó Neidelman con seriedad—. Nos permite controlar mejor todo lo que concierne a la seguridad. No es cuestión de tentar a la suerte.

El capitán enfiló por otro corredor y pasó junto a una pesada puerta metálica que estaba entreabierta. Hatch echó una rápida ojeada al interior y vio un surtido de equipos de salvamento sujetos con abrazaderas a las paredes. Había también una estantería con diversas armas de fuego, y otras dos armas de metal reluciente que Hatch no pudo identificar.

—¿Qué armas son éstas? —dijo señalando uno de los artefactos, corto y con una especie de tanque redondeado—. Parecen pequeñas aspiradoras.

Neidelman miró hacia el estante.


Fléchettes
.

-¿Qué?

—Son una especie de pistola dispara clavos. Dispara pequeñas piezas en forma de aleta de carburo de tungsteno.

—Parece más doloroso que peligroso.

—Le aseguro que a razón de cinco mil proyectiles por minuto, disparados a una velocidad superior a los mil metros por segundo, son muy peligrosos. —Neidelman cerró la puerta y probó el picaporte para asegurarse de que estaba bien cerrada—. Esta habitación no debería estar abierta. He de hablar de esto con Streeter.

—¿Y para qué demonios necesita estas armas? —preguntó Hatch con ceño.

—Malin, recuerde que el
Cerberus
no siempre está en aguas tan amistosas como las de la costa de Maine —le respondió el capitán, incitándolo a seguir por el pasillo—. Con frecuencia tenemos que trabajar en aguas llenas de tiburones. Cuando uno se ve frente a un gran tiburón blanco, comienza a apreciar una
fléchette
en todo su valor. El año pasado, en el mar del Coral, vi triturar a un tiburón del morro a la cola en un segundo y medio con una de estas armas.

Subieron unos escalones y pasaron a la siguiente cubierta. Neidelman se detuvo un instante junto a una puerta que no llevaba ningún letrero, y luego llamó haciendo mucho ruido.

—¡Estoy ocupado! —respondió una voz en tono quejumbroso.

Neidelman le dirigió a Hatch una sonrisa cómplice y abrió la puerta, revelando un camarote escasamente iluminado. La pared más lejana y las portillas estaban completamente cubiertas por estantes colmados de equipos electrónicos. Había osciloscopios e innumerables artefactos electrónicos cuya función Hatch no podía ni siquiera imaginar. El suelo estaba lleno de papeles arrugados, latas de gaseosa vacías, envoltorios de caramelos, y calcetines y ropa interior sucios. Una litera adosada a una de las paredes era un revuelto de sábanas arrojadas descuidadamente sobre el colchón. Había un intenso olor a ozono, y la única luz provenía de las pantallas de los monitores. En medio del caos estaba sentado un hombre vestido con una arrugada camisa floreada y bermudas; les daba la espalda y tecleaba frenéticamente ante un ordenador.

—Kerry, ¿tiene un minuto, por favor? —preguntó Neidelman—. Está aquí el doctor Hatch.

Wopner apartó los ojos de la pantalla, se volvió y los miró pestañeando.

—Usted es el jefe —dijo con irritación—. Pero usted mismo dijo que necesitaba que todo estuviera hecho con la máxima urgencia. Me he pasado las últimas cuarenta y ocho horas instalando la red y no he hecho ni una puta frase del código.

Neidelman sonrió con indulgencia.

Other books

The Sugar Queen by Sarah Addison Allen
The Englisher by Beverly Lewis
Cooper's Woman by Carol Finch
Imprimatur by Rita Monaldi, Francesco Sorti
What Lies Between Us by Nayomi Munaweera
Boy Midflight by Charlie David
Ashlyn Macnamara by A Most Devilish Rogue
Winter's Touch by Hudson, Janis Reams