Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Se dirigió hacia el malecón, y mientras caminaba se puso unas gafas de sol. Las gafas oscuras y su propia confusión interior hacían que se sintiera un poco tonto. De todas formas, sentía ahora más aprensión que cuando se encontraba en un pueblo de Raruana, donde se amontonaban los cadáveres de los enfermos de dengue, o durante una epidemia de peste bubónica en la Sierra Madre Occidental.
El malecón era uno de los dos grandes centros comerciales edificados en el puerto. A uno de los lados del muelle se alineaban pequeñas casetas de madera: la cooperativa de los pescadores de langostas, una cafetería llamada Red Ned Eats, una tienda de venta de cebos, y un cobertizo donde se guardaban las artes de pesca. Al final del malecón había un herrumbrado surtidor de gasolina, cabrestantes y pilas de langosteras secándose al sol. Más allá de la embocadura del puerto, un banco de niebla hacía que el mar pareciera fundirse con el cielo. Era como si el mundo terminara a cien metros de la playa.
La cooperativa era el primer edificio del muelle. Una fina columna de humo, que salía de una chimenea de hojalata, indicaba que adentro estaban hirviendo langostas. Hatch se detuvo a estudiar la pizarra de la entrada, donde anunciaban los precios de las diferentes categorías de langostas. Desde la ventana se veían las hileras de tanques, llenas de langostas furiosas que unas pocas horas antes habitaban en las profundidades del océano. En un tanque aparte, separada de las demás, había un raro ejemplar de langosta azul, puesta allí como reclamo.
Malin se apartó de la ventana cuando un pescador de langostas, de botas altas e impermeable, llevó rodando un barril lleno de carnada muelle abajo. Se detuvo junto a uno de los cabrestantes y cargó el barril en una barca que esperaba abajo. Malin había contemplado muchas veces esta operación en su infancia. Se oyeron gritos y luego el traquetear de un motor que se ponía en marcha, y la barca se alejó mar adentro, seguida por una bandada de ruidosas gaviotas. Malin contempló cómo el barco se disolvía como un fantasma en la niebla, que comenzaba a disiparse. Dentro de muy poco se podrían ver las islas de la bahía. Burnt Head ya comenzaba a surgir de entre la niebla, un gran promontorio de granito que se inclinaba sobre el mar al sur de la ciudad. Las olas rompían contra su base, y Hatch oyó el suave susurro del agua. En la cima había un faro de piedra labrada, rodeado de matas de arándanos y aulagas. El faro estaba pintado a rayas rojas y blancas, y con su cúpula de cobre ponía una alegre nota de color en el gris de la niebla.
Malin se quedó de pie al final del muelle, aspirando la mezcla de olores a carnada, aire salado y gasolina de los motores de las lanchas, y sus defensas, que habían resistido durante un cuarto de siglo, comenzaron a resquebrajarse. Los años se desvanecieron, sintió el pecho oprimido por sentimientos contradictorios y muy fuertes. Estaba de regreso en un lugar al que jamás pensó que volvería. Él había cambiado, pero aquí todo seguía igual. Y lo único que ahora podía hacer era intentar contener las lágrimas.
La puerta de un coche se cerró de un golpe detrás de Hatch; se dio la vuelta y vio a Gerard Neidelman que salía de un International Scout y se acercaba caminando por el muelle, muy erguido, animoso y lleno de energía. Llevaba una pipa humeante en la boca, y sus ojos brillaban con emoción contenida.
—Me alegro de que haya podido venir —dijo, y se sacó la pipa de la boca y le tendió la otra mano a Hatch—. Espero no haberle causado demasiadas molestias.
Había dudado antes de pronunciar la última palabra, y Hatch se preguntó si el capitán habría adivinado las razones íntimas que le hacían querer ver la ciudad y la isla antes de comprometerse.
—No, en absoluto —respondió Hatch y aceptó el vigoroso apretón de manos.
—¿Y dónde está nuestro barco? —preguntó Neidelman mientras miraba con aire de conocedor del puerto.
—Allí, es el
Plain Jane
.
—Ah, un sólido barco de pesca. —Frunció el entrecejo—. Pero no veo la lancha neumática. ¿Cómo llegaremos hasta la playa?
—La lancha está en el dique flotante —respondió Hatch—, pero no vamos a desembarcar en la isla. No hay ningún puerto natural. Casi toda la isla está rodeada de peñascos, y de todas formas no podríamos ver nada desde las rocas. Y es muy peligroso caminar por el interior de la isla. Desde el mar podrá hacerse una idea mejor sobre las características del lugar. —Además, pensó, yo aún no estoy preparado para desembarcar en esa isla.
—Entendido —respondió Neidelman, y se llevó otra vez la pipa a la boca. Miró el cielo—. La niebla se disipará muy pronto. El viento sopla del sudoeste, y eso nos favorece. A lo sumo, tendremos un poco de lluvia. Estoy ansioso por echar un primer vistazo, doctor Hatch.
—¿Me está diciendo que nunca ha visto la isla?
—Solamente en los mapas.
—Increíble. Imaginaba que había ido en peregrinación mucho antes de ir a verme. Hace años, siempre había algún majara dando vueltas alrededor de la isla para verla, y algunos incluso intentaban desembarcar. Estoy seguro de que las cosas no han cambiado.
—No quería verla hasta estar seguro de que tendríamos alguna posibilidad de realizar las excavaciones —respondió con calma, y en su tono se percibía una serena energía. Al final del muelle, una bamboleante planchada conducía a un dique flotante. Hatch desató la lancha neumática del
Plain Jane.
—¿Está alojado en la ciudad? —le preguntó Neidelman mientras subía ágilmente a la lancha y se sentaba en la proa.
Hatch negó con la cabeza y puso en marcha el motor.
—He reservado una habitación en Southport, a unos kilómetros de aquí.
Hatch incluso había alquilado el barco a través de un intermediario. Aún no estaba preparado para encontrarse con la gente de Stormhaven y que le reconocieran. Neidelman hizo un gesto de asentimiento y miró por encima del hombro de Hatch hacia la ciudad.
—Hermoso lugar —dijo, cambiando de tema.
—Sí —respondió Hatch—. Han edificado algunas casas de veraneo, y ahora hay un pequeño hotel. Por lo demás, todo sigue igual que hace muchos años, y el mundo parece haberse olvidado de Stormhaven.
—Está demasiado al norte, fuera de la zona turística.
—Sí, en parte se debe a eso —dijo Hatch—. Lo malo es que todas las cosas que nos parecen tan típicas y encantadoras, las viejas barcas de madera, los cobertizos y los viejos muelles de madera, todo eso es producto de la pobreza. Pienso que Stormhaven jamás se recuperó de la Depresión.
Llegaron junto al
Plain Jane
. Neidelman subió al barco mientras Hatch amarraba la lancha a la popa. Después él también subió a bordo, y escuchó aliviado cómo el motor arrancaba con un suave ronroneo a la primera tentativa.
Puede que sea un barco viejo, pensó mientras salían del puerto, pero está bien cuidado.
Una vez dejaron atrás las aguas del puerto, Hatch aceleró y el
Plain Jane
avanzó surcando las olas. El sol luchaba por abrirse paso entre las nubes, y alumbraba por entre la niebla como si fuera una lámpara fluorescente. Hatch miró entrecerrando los ojos hacia el sureste, más allá del canal de Oíd Hump, pero no pudo ver nada.
—Debe de hacer mucho frío allí —dijo mirando la camisa de mangas cortas de Neidelman.
—Yo ya estoy acostumbrado —respondió Neidelman con una sonrisa.
—Usted dice que es capitán —dijo Hatch—. ¿Estuvo en la marina?
—Sí. Era capitán de un dragaminas en el delta del Mekong. Después de la guerra me compré un barco en Nantucket y me dediqué a la pesca de arrastre en Georges Bank; vieiras y rodaballos. —Miró hacia el horizonte entrecerrando los ojos—. Fue entonces cuando comencé a interesarme por la búsqueda de tesoros.
—¿De verdad?
Hatch miró la brújula y corrigió el rumbo. Después miró el velocímetro. La isla Ragged estaba a seis millas de la costa; llegarían en veinte minutos.
Neidelman asintió con la cabeza.
—Un día la red sacó una gran masa de coral. Mi compañero la golpeó con un arpón, y la bola se partió en dos como una ostra. Adentro había un cofrecillo de plata holandés del siglo XVII. Así comenzó mi primera caza del tesoro. Hice algunas investigaciones y supuse que debíamos haber echado la red en el lugar donde había naufragado el
Cinq Ports
, un bergantín comandado por el corsario francés Charles Dampier. De modo que vendí mi barco de pesca, formé una compañía y conseguí un capital de un millón de dólares.
—¿Y cuánto valía lo que recuperó?
—Rescaté un poco más de noventa mil dólares en monedas, porcelana y antigüedades —respondió el capitán con una sonrisa—. Y nunca olvidé la lección. Si hubiera hecho una investigación más cuidadosa, habría consultado los manifiestos de los barcos holandeses que atacaba Dampier. Casi siempre transportaban carbón, madera y ron. —Le dio unas caladas a la pipa con aire pensativo—. No todos los piratas eran tan hábiles como Red Ned Ockham —dijo luego.
—Tiene que haberse sentido tan decepcionado como el cirujano que espera encontrar un tumor y descubre cálculos biliares.
Neidelman lo miró.
—Sí, ésa es una buena manera de expresarlo.
Continuaron navegando en silencio. Los últimos jirones de niebla se desvanecieron, y Hatch podía ver claramente las islas más próximas, Hermit y Wreck, que se alzaban como jorobas verdes cubiertas de abetos. Muy pronto podrían ver también la isla Ragged. Hatch miró a Neidelman, que miraba fijamente en dirección a la oculta isla. Ya era hora.
—Y ahora, será mejor que nos dejemos de rodeos —dijo Hatch—. Quiero que me hable del hombre que proyectó el Pozo de Agua.
Neidelman no respondió de inmediato. Hatch aguardaba.
—Lo siento, doctor Hatch —dijo por fin Neidelman—. Debería haber sido más claro sobre este punto cuando hablamos en su despacho. Usted aún no ha firmado ningún trato. Y nosotros arriesgamos veintidós millones de dólares basándonos solamente en la información que hemos conseguido.
Hatch se sintió furioso.
—Me alegra que me demuestre tanta confianza.
—Tiene que comprender nuestra posición… —comenzó a decir Neidelman.
—La comprendo muy bien. Usted teme que me aproveche de su descubrimiento, que decida buscar el tesoro yo solo, y lo deje a usted fuera.
—Para decirlo en pocas palabras, sí —replicó Neidelman.
Hubo un instante de silencio.
—Le agradezco que sea sincero —dijo Hatch—. ¿Qué le parece esto por respuesta? —preguntó mientras hacía girar el volante; el barco se escoró fuertemente a estribor.
Neidelman, agarrado a la borda para no caerse, lo miró con expresión inquisitiva.
Tras dar un giro de ciento ochenta grados, Hatch puso el
Plain Jane
rumbo al puerto y aceleró.
—¿Qué hace, doctor Hatch?
—Es muy sencillo —respondió Hatch—. Usted me lo cuenta todo sobre su misterioso descubrimiento, y me convence de que no está majara, como todos los otros, o nuestra pequeña excursión para explorar el terreno se acaba ahora mismo.
—Si usted aceptara firmar un trato comprometiéndose a no revelar nada de lo que yo le diga…
—¡Por Dios! —exclamó Hatch—. Ahora resulta que no sólo es capitán sino también abogado. Si vamos a ser socios, y lo veo cada vez menos probable, tendremos que confiar el uno en el otro. Yo le daré mi palabra de que no revelaré nada; luego nos estrecharemos la mano, y eso será suficiente. Y si no lo cree así, será mejor que abandone toda esperanza de realizar excavaciones en la isla.
Neidelman, que no había perdido en ningún momento la calma, sonrió.
—Un apretón de manos, qué original.
Hatch condujo el barco con mano firme, desandando el camino que habían hecho minutos antes. La oscura masa de Burnt Head entró otra vez en su campo visual, seguida por los tejados de la ciudad.
—De acuerdo, pues —dijo Neidelman muy tranquilo—. Dé la vuelta, por favor, aquí tiene mi mano.
Se dieron la mano. Después Hatch puso el motor en punto muerto, dejó que el
Plain Jane
se desplazara por inercia unos instantes, y finalmente giró otra vez hacia mar abierto, acelerando luego gradualmente rumbo a los peñascos de la isla Ragged.
Durante un rato, Neidelman fumó su pipa con la mirada fija en el mar, abstraído en profunda contemplación. Hatch lo miraba de reojo, preguntándose si aquello sería una táctica dilatoria.
—Doctor Hatch, usted ha estado en Inglaterra, ¿verdad?
Hatch asintió.
—Un país muy hermoso —siguió Neidelman tranquilamente, como si estuviera recordando un viaje de placer—. A mí me gusta en especial el norte. ¿Ha estado en Houndsbury? Es una pequeña ciudad muy bonita, típica de la región de Cotswold, sin nada especialmente digno de mención, si exceptuamos su exquisita catedral. ¿Ha visitado usted Whitstone Hall, en los montes Apeninos? Es la casa solariega del duque de Wessex.
—¿Es ese palacio célebre, construido como una abadía?
—El mismo. Y ambos, la catedral y el palacio, son ejemplos espléndidos de la arquitectura religiosa del siglo XVII.
—¡Espléndidos! —le hizo eco Hatch con un deje de ironía—. ¿Y qué tiene eso que ver con lo nuestro?
—Ambos fueron proyectados por sir William Macallan, el hombre que también proyectó el Pozo de Agua.
—¿Proyectados?
—Sí, Macallan fue un gran arquitecto, tal vez el más grande después de sir Christopher Wren. Pero Macallan fue también un hombre muy interesante. —Neidelman aún miraba hacia el este—. Además de sus edificios, y de su trabajo en el antiguo puente de Battersea, dejó también un monumental tratado sobre arquitectura eclesiástica. Cuando desapareció en el mar en 1696, el mundo perdió un verdadero visionario.
—¿Pereció en el mar? El argumento se vuelve más complicado.
Neidelman apretó los labios, y Hatch se preguntó si su sarcasmo finalmente había dado en el blanco.
—Sí. Fue una horrible tragedia. Sólo que… —Neidelman se volvió para mirarlo—. Sólo que, claro está, no murió en el mar. El año pasado descubrimos un ejemplar de su tratado. En los márgenes había una serie regular de manchas y trozos decolorados. Nuestro laboratorio confirmó que se trataba de notas escritas con tinta invisible, y que con el deterioro producido por el tiempo comenzaban a hacerse visibles. Los análisis químicos demostraron que la tinta era un compuesto orgánico derivado del vinagre y las cebollas blancas. Y análisis posteriores dataron esta «tintura» (éste era el nombre que se le daba entonces a la tinta invisible) aproximadamente en el año 1700.