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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (93 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Un caballo obedece a una espuela y un burro anda con la carga por
medio del palo; pero el hombre, cuando abandona la razón, es
más indómito que el burro y el caballo, y de
consiguiente necesario ha menester estímulos más duros
para sujetarse. Tal es el temor de perder lo más apreciable,
como es la vida.

La justicia, o los jueces que la distribuyen según las
buenas leyes, no privan de la libertad o de la vida al reo por
venganza sino por necesidad. No le quita a Juan la vida precisamente
porque mató a Pedro, sino también porque, cuando
aquél expía su delito en el suplicio, tenga el pueblo la
confianza de que el estado vela en su seguridad, y sepa que,
así como castiga a aquél, castigará a cuantos
incurran en igual crimen, que es lo mismo que imponer el escarmiento
general con la muerte de un particular delincuente.

De estos principios se penetraron las naciones cuando adoptaron las
leyes criminales, leyes tan antiguas como el mismo mundo. Crió
Dios al hombre y, sabiendo que desobedecería sus preceptos,
antes de que lo verificara le informó de la pena a que lo
condenaba. No comas, le dijo, de la fruta de este árbol, porque
si la comes morirás. Tan autorizado así está el
obligar al hombre a obedecer la ley con el temor del castigo.

Pero, para que las penas produzcan los saludables efectos para que
se inventaron, es menester
[188]
que se
deriven de la naturaleza de los delitos; que sean proporcionadas a
ellos; que sean públicas, prontas, irremisibles y
necesarias; que sean lo menos rigorosas que fuere posible, atendidas
las circunstancias; finalmente, que sean dictadas por la misma
ley.

En los suplicios que acabamos de ver creo que no han faltado estas
circunstancias, si se exceptúa la moderación, porque a
la verdad me han parecido demasiado crueles, especialmente la de
marcar con hierros ardiendo a muchos infelices, cortándoles
después las manos derechas.

Esta pena, en mi juicio, es harto cruel, porque, después que
castiga al delincuente con el dolor, lo deja infame para siempre con
unas notas indelebles, y lo hace infeliz e inútil en la
sociedad a causa del embarazo que le impone para trabajar
quitándole la mano.

Ni me sorprenden como nuevas estas penas rigorosas. He leído
que en Persia a los usureros les quiebran los dientes a martillazos, y
a los panaderos fraudulentos los arrojan en un horno ardiendo. En
Turquía a los mismos les dan de palos y multan por primera y
segunda vez, y por tercera los ahorcan en las puertas de sus casas, en
las que permanece el cadáver colgado tres días. En
Moscovia a los defraudadores de la renta del tabaco se les azota hasta
descubrirles los huesos. En nuestro mismo código tenemos leyes
que imponen pena capital al que hace bancarrota fraudulentamente, y al
ladrón casero en llegando la cantidad robada a cincuenta pesos;
otras que mandan cortar la lengua y darles cien azotes a los
blasfemos; otras que mandan cortar la mano al escribano falsario, y
así otras que no están en uso a causa de la mudanza de
los tiempos y dulcificación de las
costumbres
[189]
.

Todo esto he dicho, Loitia, para persuadiros a que os
intereséis con el Tután para que éste lo haga con
el rey, a ver si se consigue la conmutación de este suplicio en
otro menos cruel. No quisiera que ningún delincuente quedara
impune, pero que no se castigara con tal rigor.

Calló, diciendo esto, el español, y el
asiático, tomando la palabra, le contestó: Se conoce,
extranjero, que sois harto piadoso y no dejáis de tener alguna
instrucción; pero acordaos que, siendo el primero y principal
fin de toda sociedad la seguridad de los ciudadanos y la salud de la
república, síguese por consecuencia necesaria que
éste es también el primero y general fin de las
penas.
La salud de la república es la suprema ley
.

Acordaos también que además de este fin general hay
otros particulares subordinados a él, aunque igualmente
necesarios y sin los cuales no podía verificarse el
general. Tales son la corrección del delincuente para hacerlo
mejor, si puede ser, y para que no vuelva a perjudicar a la sociedad;
el escarmiento y ejemplo para que los que no han pecado se abstengan
de hacerlo; la seguridad de las personas y de los bienes de los
ciudadanos; el resarcimiento o reparación del perjuicio causado
al orden social, o a los
particulares
[190]
.

Os acordaréis de todos estos principios, y en su virtud
advertid que estas penas que os han parecido excesivas están
conformes a ellos. Los que han muerto han compurgado los homicidios
que han cometido, y han muerto con más o menos tormentos
según fueron más o menos agravantes las circunstancias
de sus alevosías; porque, si todas las penas deben ser
correspondientes a los delitos, razón es que el que mató
a otro con veneno, ahogado o de otra manera más cruel, sufra
una muerte más rigorosa que aquel que privó a otro de la
vida de una sola estocada, porque le hizo padecer menos. Ello es que
aquí el que mata a otro alevosamente, muere sin duda
alguna.

Los que habéis visto azotar eran ladrones que se castigan
por primera y segunda vez, y los que han sido herrados y mutilados son
ladrones incorregibles. A éstos ningún agravio se les
hace, pues, aun cuando les cortan las manos, los inutilizan para que
no roben más, porque ellos no son útiles para otra
cosa. De esta maldita utilidad abomina la sociedad, quisiera que todo
ladrón fuera inútil para dañarla, y de
consiguiente se contenta con que la justicia los ponga en tal estado y
que los señale con el fuego para que los conozcan y se guarden
de ellos aun estando sin la una mano, para que no tengan lugar de
perjudicarlos con la que les queda.

En la Europa me dicen que a un ladrón reincidente lo
ahorcan; en mi tierra lo marcan y mutilan, y creo que se consigue
mejor fruto. Primeramente el delincuente queda castigado y enmendado
por fuerza, dejándolo gozar del mayor de los bienes, que es la
vida. Los ciudadanos se ven seguros de él, y el ejemplo es
duradero y eficaz.

Ahorcan en Londres, en París o en otra parte a un
ladrón de éstos, y pregunto: ¿lo saben todos? ¿Lo ven?
¿Saben que han ahorcado a tal hombre y por qué? Creeré
que no; unos cuantos lo verán, sabrán el delito menos
individuos, y muchísimos ignorarán del todo si ha muerto
un ladrón.

Aquí no es así; estos desgraciados, que no quedan
sino para solicitar el sustento pidiéndolo de puerta en puerta
(únicos a quienes se les permite mendigar), son unos pregoneros
de la rectitud de la justicia, y unos testimonios andando del infeliz
estado a que reduce al hombre la obstinación en sus
crímenes.

El ladrón ahorcado en Europa dura poco tiempo expuesto a la
pública expectación, y de consiguiente dura poco el
temor. Luego que se aparta de la vista del perverso aquel objeto
fúnebre, se borra también la idea del castigo, y queda
sin el menor retraente para continuar en sus delitos.

En la Europa quedan aislados los escarmientos (si escarmentaran) a
la ciudad donde se verifica el suplicio; y, fuera de esto, los
niños, cuyos débiles cerebros se impresionan mejor con
lo que ven que con lo que oyen, no viendo padecer a los ladrones, sino
oyendo siempre hablar de ellos con odio, lo más que consiguen
es temerlos, como temerían a unos perros rabiosos; pero no
conciben contra el robo todo el horror que fuera de desear.

Aquí sucede todo lo contrario. El delincuente permanece
entre los buenos y los malos, y por lo mismo el ejemplo permanece, y
no aislado a una ciudad o villa, sino que se extiende a cuantas partes
van estos infelices, y los niños se penetran de terror contra
el robo, y de temor al castigo, porque les entra por los ojos la
lección más elocuente.

Comparad ahora si será más útil ahorcar a un
ladrón que herrarlo y mutilarlo; y si aun con todo lo que dije
persistís en que es mejor ahorcarlo, yo no me opondré a
vuestro modo de pensar, porque sé que cada reino tiene sus
leyes particulares y sus costumbres propias que no es fácil
abolir, así como no lo es introducir otras nuevas; y con esta
salva dejemos a los legisladores el cuidado de enmendar las leyes
defectuosas según las variaciones de los siglos,
contentándonos con obedecer las que nos rigen, de modo que no
nos alcancen las penales.

Todos aplaudieron al chino, se levantaron los manteles y cada uno
se retiró a su casa.

Capítulo VI

En el que cuenta Perico la confianza que
mereció al chino, la venida de éste con él a
México y los días felices que logró a su lado
gastando mucho y tratándose como un conde

Contento y admirado vivía yo con mi
nuevo amigo. Contento por el buen trato que me daba, y admirado por
oírlo discurrir todos los días con tanta franqueza sobre
muchas materias que parecía que las profesaba a fondo. Es
verdad que su estilo no era el que yo escribo, sino uno muy sublime y
lleno de frases que regalaban nuestros oídos; pero, como su
locución era natural, añadía con ella nueva
gracia a sus discursos.

Entre tanto yo gozaba de la buena vida, no me descuidaba en hacer
mi negocio a sombra de la amistad que el Chaen me dispensaba, y
así ponía mis palabras, interesaba mis súplicas y
hacía frecuentemente mis empeños todos por los que me
ocupaban sin las manos vacías, y de esta suerte con semejante
granjería llené un baúl de regalitos
apreciables.

Todo esto se deja entender que era a excusas de mi favorecedor,
pues era tan íntegro que, si hubiera penetrado mis malas artes,
acaso yo no salgo de aquella ciudad, pues me condena él mismo a
un presidio; pero como no es muy fácil que un superior distinga
al que le advierte del que le adula y engaña, y más si
está preocupado en favor de éste, se sigue que el
malvado continúa sin recelo en sus picardías, y los
superiores imposibilitados de salir de sus engaños.

Advertido yo de estos secretos, procuraba hablarle siempre al
Loitia con la mayor circunspección, declarándome
partidario tenaz de la justicia, mostrándome compasivo y
nimiamente desinteresado, celoso del bien público y en todo
adherido a su modo de pensar, con lo que le lisonjeaba el gusto
demasiado.

Era el chino sabio, juicioso y en todo bueno; pero ya estaba
yo acostumbrado a valerme de la bondad de los hombres para
engañarlos cuando podía, y así no me fue
difícil engañar a éste. Procuré conocerle
su genio, advertí que era justo, piadoso y desinteresado; lo
acometía siempre por estos flancos, y rara vez no
conseguía mi pretensión.

En medio de esta bonanza no dejaba yo de sentir que me hubiese
salido huero mi virreinato, y muchas veces no podía consolarme
con mi fingido condazgo, aunque no me descuadraba que me regalaran las
orejas con el título, pues todos los días me
decían los extranjeros que visitaban al Chaen: Conde, oiga
Vuestra Señoría. Conde, mire Vuestra
Señoría. Conde, tenga Vuestra Señoría, y
daca el conde y torna el conde, y todo era condearme de arriba
abajo. Hasta el pobre chino me condeaba en fuerza del ejemplo y, como
veía que todos me trataban con respeto y cariño, se
creyó que un conde era lo menos tanto como un Tután en
su tierra o un visir en la Turquía. Agreguen ustedes a este
equivocado concepto la idea que formó de que yo le
valdría mucho en México, y así procuraba asegurar
mi protección, granjeándome por cuantos medios
podía; y los extranjeros, que lo habían menester a
él, mirando lo que me quería, se empeñaban en
adularlo, expresándome su estimación; y así,
engañados unos y otros, conspiraban sin querer a que yo
perdiera el poco juicio que tenía, pues tanto me condeaban y
usiaban, tanto me lisonjeaban y tantas caricias y rendimientos me
hacían, que ya estaba yo por creer que había nacido
conde y no había llegado a mi noticia.

¡Qué mano, decía yo a mis solas, qué mano que
yo sea conde y no lo sepa! Es verdad que yo me titulé; pero,
para ser conde, ¿qué importa que me titule yo o me titule el
rey? Siendo titular, todo se sale allá. Ahora ¿qué
más tiene que yo el mejor conde del universo? ¿Nobleza? No me
falta. ¿Edad? Tengo la suficiente. ¿Ciencia? No la necesito, y ganas
me sobran.

Lo único que no tengo es dinero y méritos, mas esto
es una friolera. ¿Acaso todos los condes son ricos y ameritados?
¿Cuántos hay que carecen de ambas cosas? Pues ánimo,
Perico, que un garbanzo más no revienta una olla. Para conde
nací según mi genio, y conde soy y conde seré,
pésele a quien le pesare, y por serlo haré cuantas
diabluras pueda, a bien que no seré el primero que por ser
conde sea un bribón.

En estos disparatados soliloquios me solía entretener de
cuando en cuando, y me abstraía con ellos de tal modo que
muchas veces me encerraba en mi gabinete, y era menester que me fuesen
a llamar de parte del Chaen, diciéndome que él y la
corte me estaban esperando para comer. Entonces volvía yo en
mí como de un letargo, y exclamaba: ¡Santo Dios!, no permitas
que se radiquen en mi cerebro estas quiméricas ideas y me
vuelva más loco de lo que soy.

La Divina Providencia quiso atender a mis oraciones, y que no
parara yo en San Hipólito de conde, ya que había perdido
la esperanza de entrar de virrey, así como entran y han entrado
muchos tontos por dar en una majadería difícil, si no
imposible.

A pocos días avisaron los extranjeros que el buque estaba
listo, y que sólo estaban detenidos por la licencia del
Tután. Su hermano la consiguió fácilmente, y ya
que todo estaba prevenido para embarcarnos, les comunicó el
designio que tenía de pasar a la América con licencia
del rey, gracia muy particular en la Asia.

Todos los pasajeros festejaron en la mesa su intención con
muchos vivas, ofreciéndose a porfía a servirlo en cuanto
pudieran. Al fin era toda gente bien nacida, y sabían a lo que
obligan las leyes de la gratitud.

Llego el día de embarcarnos y, cuando todos
esperábamos a bordo el equipaje del Chaen, vimos con
admiración que se redujo a un catre, un criado, un baúl
y una petaquilla.

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