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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (94 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Entonces, y cuando entró el chino, le preguntó el
comerciante español que si aquel baúl estaba lleno de
onzas de oro. No está, dijo el chino, apenas habrá
doscientas. Pues es muy poco dinero, le replicó el comerciante,
para el viaje que intentáis hacer. Se sonrió el chino y
le dijo: me sobra dinero para ver México y viajar por la
Europa. Vos sabéis lo que hacéis, dijo el
español, pero os repito que ese dinero es poco. Es harto,
decía el chino, yo cuento con el vuestro, con el de vuestros
paisanos que nos acompañan, y con el que guardan en sus arcas
los ricos de vuestra tierra. Yo se los sacaré
lícitamente y me sobrará para todo.

Hacedme favor, replicó el español, de descifrarme
este enigma. Si es por amistad, seguramente podéis contar con
mi dinero y con el de mis compañeros; pero si es en linea de
trato, no sé con qué nos podréis sacar un
peso. Con pedazos de piedras y enfermedades de animales, dijo el
chino, y no me preguntéis más, que cuando estemos en
México yo os descifraré el enigma.

Con esto quedamos todos perplejos, se levaron las anclas y nos
entregamos a la mar, queriendo Dios que fuera nuestra
navegación tan feliz que en tres meses llegamos viento en popa
al puerto y ruin ciudad de Acapulco, que, a pesar de serlo tanto, me
pareció al besar sus arenas más hermosa que la capital
de México. Gozo muy natural a quien vuelve a ver,
después de sufrir algunos trabajos, los cerros y casuchas de su
patria.

Desembarcamos muy contentos; descansamos ocho días, y en
literas dispusimos nuestro viaje para México.

En el camino iba yo pensando cómo me separaría del
chino y demás camaradas, dejándolos en la creencia de
que era conde, sin pasar por un embustero, ni un ingrato grosero;
pero, por más que cavilé, no pude desembarazarme de las
dificultades que pulsaba.

En esto avanzábamos leguas de terreno cada día, hasta
que llegamos a esta ciudad, y posamos todos en el mesón de la
Herradura.

El chino, como que ignoraba los usos de mi patria, en todo
hacía alto, y me confundía a preguntas, porque todo le
cogía de nuevo, y me rogaba que no me separara de él
hasta que tuviera alguna instrucción, lo que yo le
prometí, y quedamos corrientes; pero los extranjeros me
molían mucho con mi condazgo, particularmente el
español, que me decía: conde, ya dos días hace
que estamos en México, y no parecen sus criados ni el coche de
Vuestra Señoría para conducirlo a su casa. Vamos, la
verdad, usted es conde… pues… no se incomode Vuestra
Señoría, pero creo que es conde de cámara,
así como hay gentiles hombres de cámara.

Cuando me dijo esto me incomodé y le dije: crea usted o no
que soy conde, nada me importa. Mi casa está en Guadalajara,
de aquí a que vengan de allá por mí se ha de
pasar algún tiempo, y mientras no puedo hacer el papel que
usted espera; mas algún día sabremos quién es
cada cual.

Con esto me dejó y no me volvió a hablar palabra del
condazgo. El chino, para descubrirle el enigma que le dijo al tiempo
de embarcarnos, le sacó un cañutero lleno de brillantes
exquisitos y una cajita, como de polvos, surtida de hermosas perlas, y
le dijo: Español, de estos cañuteros tengo quince, y
cuarenta de estas cajitas; ¿qué dice
usted
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, me habilitarán de
moneda a merced de ellos?

El comerciante, admirado con aquella riqueza, no se cansaba de
ponderar los quilates de los diamantes, y lo grande, igual y orientado
de las perlas; y así, en medio de su abstracción
respondió: Si todos los brillantes y perlas son como
éstas, en tanta cantidad bien podrán dar dos millones de
pesos. ¡Oh, qué riqueza!, ¡qué primor!, ¡qué
hermosura!

Yo diría, repuso el chino, ¡qué bobería!,
¡qué locura!, ¡y qué necedad la de los hombres que se
pagan tanto de unas piedras y de unos humores endurecidos de las
ostras, que acaso serán enfermedades, como las piedras que los
hombres crían en las vejigas de la orina o los riñones!
Amigo, los hombres aprecian lo difícil más que lo
bello. Un brillante de éstos cierto que es hermoso, y de una
solidez más que de pedernal; pero sobran piedras que equivalen
a ellos en lo brillante, y que remiten a los ojos la luz que reflecta
en ellos matizada con los colores del iris, que son los que nos
envía el diamante y no más. Un pedazo de cristal hace el
mismo brillo, y una sarta de cuentas de vidrio es más vistosa
que una de perlas; pero los diamantes no son comunes, y las perlas se
esconden en el fondo de la mar, y he aquí los motivos
más sólidos porque se estiman tanto. Si los hombres
fueran más cuerdos, bajarían de estimación muchas
cosas que las logran a merced de su locura. En uno de esos libros que
ustedes me prestaron en el viaje he visto escrito con escándalo
que una tal Cleopatra obsequió a su querido, Marco Antonio,
dándole en un vaso de vino una perla desleída en
vinagre, pero perla tan grande y exquisita que dicen valía una
ciudad.

Nadie puede dudar que éste fue un exceso de locura de
Cleopatra, y una necia vanidad, pero yo no la culpo tanto. Es verdad
que fue una extravagancia de mujer que, apasionada por un hombre,
creyó obsequiarlo dándole aquella perla inestimable, en
señal de que le daba lo más rico que tenía, pero
esto nada tiene de particular en una mujer enamorada. La
reputación, la libertad y la salud de las mujeres creeré
que valen más para ellas que la perla de Cleopatra, y con todo
eso todos los días sacrifican a la pasión del amor y en
obsequio de un hombre, que acaso no las ama, su salud, su libertad y
su honor.

A mí lo que me escandaliza no es la liberalidad de
Cleopatra, sino el valor que tenía la perla; pero ya se ve,
esto lo que prueba es que siempre los hombres han sido pagados de lo
raro. A mí por ahora lo que me interesa es valerme de su
preocupación para habilitarme de dinero.

Pues lo conseguirá usted fácilmente, le dijo el
español, porque, mientras haya hombres, no faltará quien
pague los diamantes y las perlas; y, mientras haya mujeres,
sobrará quien sacrifique a los hombres para que las
compren. Esta tarde vendré con un lapidario y emplearé
diez o doce mil pesos.

Se llegó la hora de comer y, después de hacerlo,
salió el comerciante a la calle y a poco rato volvió con
el inteligente y ajustó unos cuantos brillantes y cuatro hilos
de perlas con tres hermosas calabacillas, pagando el dinero de
contado.

A los tres días se separó de nuestra
compañía, quedándonos el chino, yo, su criado y
otro mozo de México que le solicité para que hiciera los
mandados.

Todavía estaba creyendo mi amigo que yo era conde, y cada
rato me decía: conde, ¿cuándo vendrán de tu
tierra por ti? Yo le respondía lo primero que se me
venía a la cabeza, y él quedaba muy satisfecho, pero no
lo quedaba tanto el criado mexicano, que, aunque me veía
decente, no advertía en mí el lujo de un conde; y tanto
le llegó a chocar que un día me dijo: Señor,
perdone su merced, pero dígame, ¿es conde de veras o se
apellida ansí? Así me apellido, le respondí, y me
quité de encima aquel curioso majadero.

Así lo iba yo pasando muy bien entre conde y no conde con mi
chino, ganándole cada día más y más el
afecto, y siendo depositario de su confianza y de su dinero con tanta
libertad que yo mismo, temiendo no me picara la culebra del juego y
fuera a hacer una de las mías, le daba las llaves del
baúl y petaquilla, diciéndole que las guardara y me
diese el dinero para el gasto. Él nunca las tomaba, hasta que
una vez que instaba yo sobre ello se puso serio y con su acostumbrada
ingenuidad me dijo: conde, días ha que porfías porque yo
guarde mi dinero; guárdalo tú si quieres, que yo no
desconfío de ti, porque eres noble, y de los nobles
jamás se debe desconfiar, porque el que lo es procura que sus
acciones correspondan a sus principios; esto obliga a cualquier noble,
aunque sea pobre, ¿cuánto no obligará a un noble
visible y señalado en la sociedad como un conde? Con que
así guarda las llaves y gasta con libertad en cuanto conozcas
que es necesario a mi comodidad y decencia, porque te advierto que me
hallo muy disgustado en esta casa, que es muy chica, incómoda,
sucia y mal servida, siendo lo peor la mesa; y así hazme gusto
de proporcionarme otra cosa mejor, y si todas las casas de tu tierra
son así, avísame para conformarme de una vez.

Yo le di las gracias por su confianza, y le dije que supuesto
quería tratarse como caballero que era, tenía dinero, y
me comisionaba para ello, que perdiera cuidado, que en menos de ocho
días se compondría todo.

A este tiempo entró el criado mi paisano con el maestro
barbero, quien luego que me vio se fue sobre mí con los brazos
abiertos y, apretándome el pescuezo que ya me ahogaba, me
decía: ¡Bendito sea Dios, señor amo, que lo vuelvo a ver
y tan guapote! ¿Dónde ha estado usted? Porque después
de la descolada que le dieron los malditos indios de Tula ya no he
vuelto a saber de usted para nada. Lo más que me dijo un su
amigo fue que lo habían despachado a un presidio de soldado por
no sé qué cosas que hizo en Tixtla; pero de entonces
acá no he vuelto a tener razón de usted. Conque
dígame, señor, ¿qué es de su vida?

Al decir esto me soltó, y conocí que mi amigote, que
me acababa de hacer quedar tan mal, era el señor Andresillo,
que me ayudaba a afeitar perros, desollar indios, desquijarar viejas y
echar ayudas. No puedo negar que me alegré de verlo, porque el
pobre era buen muchacho, pero hubiera dado no sé qué
porque no hubiera sido tan extremoso y majadero como fue,
haciéndome poner colorado y echando por tierra mi condazgo con
sus sencillas preguntas delante del señor chino, que como nada
lerdo advirtió que mi condazgo y riquezas eran
trapacerías; pero disimuló y se dejó afeitar, y,
concluida esta diligencia, pagué a Andrés un peso
por la barba, porque es fácil ser liberal con lo ajeno.

Andrés me volvió a abrazar y me dijo que lo visitara,
que tenía muchas cosas que decirme, que su barbería
estaba en la calle de la Merced junto a la casa del Pueblo. Con esto
se fue, y mi amo el chino, a quien debo dar este nombre, me dijo con
la mayor prudencia: acabo de conocer que ni eres rico ni conde, y creo
que te valiste de este artificio para vivir mejor a mi lado.

Nada me hace fuerza, ni te tengo a mal que te proporcionaras tu
mejor pasaje con una mentira inocente. Mucho menos pienses que has
bajado de concepto para mí porque eres pobre y no hay tal
condazgo; yo te he juzgado hombre de bien, y por eso te he
querido. Siempre que lo seas, continuarás logrando el mismo
lugar en mi estimación, pues para mí no hay más
conde que el hombre de bien, sea quien fuere, y el que sea un
pícaro no me hará creer que es noble, aunque sea
conde. Conque anda, no te avergüences, sígueme sirviendo
como hasta aquí, y señálate salario, que yo no
sé cuánto ganan los criados como tú en tu
tierra.

Aunque me avergoncé un poco de verme pasar en un momento en
el concepto de mi amo de conde a criado, no me disgustó su
cariño, ni menos la libertad que me concedía de
señalarme salario a mi arbitrio y pagarme de mi mano; y
así, procurando desechar la vergüencilla, como si fuera
mal pensamiento, procuré pasarme buena vida, comenzando por
granjear a mi amo y darle gusto.

Con este pensamiento salí a buscar casa, y hallé una
muy hermosa y con cuantas comodidades se pueden apetecer, y a
más de esto barata y en buena calle, como es la que llaman
de
Don Juan Manuel
.

A seguida, como ya sabía el modo, me conchabé con un
almonedero, quien la adornó pronto y con mucha
decencia. Después solicité un buen cocinero y un
portero, y a lo último compré un famoso coche con
dos troncos de mulas, encargué un cochero y un lacayo, les
mandé hacer libreas a mi gusto, y cuando estaba todo prevenido
llevé a mi amo a que tomara posesión de su casa.

Hemos de estar en que yo no le había dado parte de nada de
lo que estaba haciendo, ni tampoco le dijo que aquella casa era suya,
sino que le pregunté qué le parecía aquella casa,
ajuar, coche y todo. Y cuando me respondió que aquello
sí estaba regular, y no la casucha donde vivía, le di el
consuelo de que supiera que era suyo. Me dio las gracias, me
pidió la cuenta de lo gastado para apuntarlo en su diario
económico, y se quedó allí con mucho gusto.

Yo no estaba menos contento; ya se ve, ¿quién había
de estar disgustado con tan buena coca como me había
encontrado? Tenía buena casa, buena mesa, ropa decente, muchas
onzas a mi disposición, libertad, coche en que andar y muy poco
trabajo, si merece el nombre de trabajo el mandar criados y darles el
gasto.

En fin, yo me hallé la bolita de oro con mi nuevo amo,
quien, a más de ser muy rico, liberal y bueno, me quería
más cada día, porque yo estudiaba el modo de
lisonjearlo. Me hacía muy circunspecto en su presencia, y tan
económico que reñía con los criados por un cabo
de vela que se quedaba ardiendo y por tantita paja que veía
tirada por el patio; y así mi amo vivía confiado en que
le cuidaba mucho sus intereses; pero no sabía que cuando
salía solo no iban mis bolsas vacías de oro y plata que
gastaba alegremente con mis amigos y las amigas de ellos.

Ellos se admiraban de mi suerte y me rodeaban como moscas a la
miel. Las muchachas me hacían más fiestas que perro
hambriento a un hueso sabroso, y yo estaba envanecido con mi
dicha.

Un día que iba solo en el coche a un almuerzo para que fui
convidado en Jamaica, decía entre mí: ¡qué
equivocado estaba mi padre cuando me predicaba que aprendiera oficio o
me dedicara a trabajar en algo útil para subsistir, porque
el que no trabajaba no comía! Eso sería en su tiempo,
allá en tiempo del rey Perico, cuando se usaba que todo el
mundo trabajara y los hombres se avergonzaban de ser inútiles y
flojos; cuando no sólo los ricos, sino hasta los reyes y sus
mujeres hacían gala de trabajar algunas ocasiones con sus
manos; y, finalmente, cuando los hombres usaban greguescos y
empeñaban un bigote en cualquiera suma. ¡Edad de hierro!
¡Siglo de obscuridad y torpeza!

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