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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (89 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Señor, le dije, en mi tierra no es así. Hay porciones
de hombres destinados al servicio de las armas, pagados por el rey,
que llaman ejércitos o regimientos; y esta clase de gentes
tiene obligación de presentarse sola delante de los enemigos,
sin exigir de los demás, que llaman paisanaje, otra cosa que
contribuciones de dinero para sostenerse, y esto no siempre, sino en
los graves apuros.

Terrible cosa son los usos de tu tierra, dijo el Tután,
¡pobre rey!, ¡pobres soldados, y pobres ciudadanos! ¡Qué gasto
tendrá el rey! ¡Qué expuestos se verán los
soldados, y qué mal defendidos los ciudadanos por unos brazos
alquilados! ¿No fuera mejor que en caso de guerra todos los intereses
y personas se reunieran bajo un único punto de defensa? ¿Con
cuánto más empeño pelearían en este caso,
y qué temor impondría al enemigo esta unión
general? Un millón de hombres que un rey ponga en
campaña, a costa de mil trabajos y subsidios, no equivale a la
quinta parte de la fuerza que opondría una nación
compuesta de cinco millones de hombres útiles de que se
compusiera la misma nación. En este caso habría
más número de soldados, más valor, más
resolución, más unión, más interés
y menos gasto. A lo menos así lo practicamos nosotros, y somos
invencibles para los tártaros, persas, africanos y
europeos.

Pero toda ésta es conversación. Yo no entiendo la
política de tu rey, ni de los demás de Europa, y
mucho menos tengo noticia del carácter de sus naciones; y pues
ellos, que son los primeros interesados, así lo disponen,
razón tendrán; aunque siempre me admiraré de este
sistema.

Mas, supuesto que tú eres noble, dime, ¿eres soldado? No,
señor, le dije, mi carrera la hice por las letras. Bien, dijo
el asiático, ¿y qué has aprendido por las letras o las
ciencias, que eso querrás decir?

Yo, pensando que aquél era un tonto, según
había oído decir que lo eran todos los que no hablaban
castellano, le respondí que era teólogo. ¿Y qué
es teólogo?, dijo el Tután. Señor, le
respondí, es aquel hombre que hace estudio de la ciencia
divina, o que pertenece a Dios. ¡Hola!, dijo el Tután, este
hombre deberá ser eternamente adorable. ¿Conque tú
conoces la esencia de tu Dios a lo menos? ¿Sabes cuáles son sus
atributos y perfecciones, y tienes talento y poder para descorrer el
velo a sus arcanos? Desde este instante serás para mí el
mortal más digno de reverencia. Siéntate a mi lado y
dígnate de ser mi consejero.

Me sorprendí otra vez con semejante ironía, y le
dije: señor, los teólogos de mi tierra no saben
quién es Dios ni son capaces de comprenderlo; mucho menos de
tantear el fondo infinito de sus atributos, ni de descubrir sus
arcanos. Son unos hombres que explican mejor que otros las propiedades
de la Deidad y los misterios de la religión.

Es decir, contestó el chino, que en tu tierra se llaman
teólogos los santones, sabios o sacerdotes que en la nuestra
tienen noticias más profundas de la esencia de nuestros dioses,
de nuestra religión o de sus dogmas; pero por saber sólo
esto y enseñarlo no dejan de ser útiles a los
demás con el trabajo de sus manos; y así a ti nada te
servirá ser teólogo de tu tierra.

Viéndome yo tan atacado, y procurando salir de mi ataque a
fuerza de mentiras, creyendo simplemente que el que me hablaba
era un necio como yo, le dije que era médico. ¡Oh!, dijo el
virrey, ésa es gran ciencia, si tú no quieres que la
llame oficio. ¡Médico!, ¡buena cosa! Un hombre que alarga la
vida de los otros y los arranca de las manos del dolor es un tesoro en
donde vive. Aquí están los cajones del rey abiertos para
los buenos médicos inventores de algunos específicos que
no han conocido los antiguos. Ésta no es ciencia en nuestra
tierra, sino un oficio liberal, y al que no se dedican sino hombres
muy sabios y experimentados. Tal vez tú serás uno de
ellos y tendrás tu fortuna en tu habilidad; pero la
veremos.

Diciendo esto, mandó traer una yerba de la maceta
número diez de su jardín. Trajéronla y,
poniéndomela en la mano, me dijo el Tután:
¿Contra qué enfermedad es esta yerba? Quedeme embarazado
con la pregunta, pues entendía tanto de botánica como de
cometas cuando desatiné sobre éstos en Tlalnepantla;
pero, acordándome de mi necio orgullo, tomé la yerba, la
vi, la olí, la probé, y lleno de satisfacción
dije: esta yerba se parece a una que hay en mi tierra que se llama
parietaria
o
tianguispepetla
, no me acuerdo bien de
ellas, pero ambas son febrífugas.

¿Y qué son febrífugas?, preguntó el
Tután, a quien respondí que tenían especial
virtud contra la fiebre o calentura.

Pues me parece, dijo el Tután, que tú eres tan
médico como teólogo o soldado, porque esta yerba tan
lejos está de ser remedio contra la calentura, que antes es
propísima para acarrearla, de suerte que, tomadas cinco o seis
hojitas en infusión de medio cuartillo de agua, encienden
terriblemente en calentura al que las toma.

Descubierta tan vergonzosamente mi ignorancia, no tuve más
escape que decir: señor, los médicos de mi tierra no
tienen obligación de conocer los caracteres particulares de las
yerbas, ni de saber deducir las virtudes de cada una por principios
generales. Bástales tener en la memoria los nombres de
quinientas o seiscientas, con la noticia de las virtudes que les
atribuyen los autores, para hacer uso de esta tradición a la
cabecera de los enfermos, lo que se consigue fácilmente con el
auxilio de las farmacopeas.

Pues a ti no te será tan fácil, dijo el
mandarín, persuadirme a que los médicos de tu tierra son
tan generalmente ignorantes en materia del conocimiento de las yerbas,
como dices. De los médicos como tú, no lo negaré;
pero los que merezcan este nombre sin duda no estarán
enterrados en tan grosera estupidez, que, a más de deshonrar su
profesión, sería causa de infinitos desastres en la
sociedad.

Eso no os haga fuerza, señor, le dije, porque en mi tierra
la ciencia menos protegida es la medicina. Hay colegios donde se dan
lecciones del idioma latino, de filosofía, teología y
ambos derechos; los hay donde se enseña mucho y bueno de
química y física experimental, de mineralogía o
del arte de conocer las piedras que tienen plata, y de otras cosas;
pero en ninguna parte se enseña medicina. Es verdad que hay
tres cátedras en la Universidad, una de
prima
, otra
de
vísperas
, y la tercera de
methodo medendi
,
donde se enseña alguna cosita, pero esto es un corto rato por
las mañanas, y eso no todas las mañanas, porque, a
más de los jueves y días de fiesta, hay muchos
días privilegiados que dan de asueto a los estudiantes, los
que, por lo regular, como jóvenes, están más
gustosos con el paseo que con el estudio.

Por esta razón, entre otras, no son en mi tierra comunes los
médicos verdaderamente tales, y, si hay algunos que llegan a
adquirir este nombre, es a costa de mucha aplicación y
desvelos, y arrimándose a éste o a aquel hábil
profesor para aprovecharse de sus luces.

Agregad a esto que en mi tierra se parten los médicos o se
divide la medicina en muchos ramos. Los que curan las enfermedades
exteriores, como úlceras, fracturas o heridas, se llaman
cirujanos
, y éstos no pueden curar otras
enfermedades sin incurrir en el enojo de los médicos, o sin
granjearse su disimulo. Los que curan las enfermedades como fiebres,
pleuresías, anasarcas, etc., se llaman
médicos
;
son más estimados porque obran más a tientas que los
cirujanos, y se premia su saber con títulos honoríficos
literarios, como de bachilleres y doctores.

Ambas clases de médicos exteriores e interiores tienen sus
auxiliares que sangran, ponen y curan cáusticos, echan
ventosas, aplican sanguijuelas, y hacen otras cosas que no son para
tomadas en boca, y éstos se llaman
barberos
y
sangradores
.

Otros hay que confeccionan y despachan los remedios, los que de
poco tiempo a esta parte están bien instruidos en la
química y en la botánica, que es la que llamáis
ciencia de las yerbas. Éstos sí, conocen y distinguen
los
sexos
de las plantas, y hablan fácilmente
de
cálices
,
estambres
y
pistilos
,
gloriándose de saber genéricamente sus propiedades y
virtudes. Éstos se llaman
boticarios
, y son de los auxiliares de los médicos.

Atendríame yo a ellos, dijo el Tután, pues a lo menos
se aplican a consultar a la naturaleza en una parte tan necesaria a la
medicina como el conocimiento de las clases y virtudes de las
yerbas. En efecto, en tu tierra habrá boticarios que
curarán con más acierto que muchos médicos.

Cuanto me has dicho me ha admirado, porque veo la diferencia que
hay entre los usos de una nación y los de otra. En la
mía no se llama médico ni ejercita este oficio sino el
que conoce bien a fondo la estructura del cuerpo humano, las causas
porque padece y el modo con que deben obrar los remedios que ordena;
y, a más de esto, no se parten como dices que se parten en tu
tierra. Aquí el que cura es médico, cirujano, barbero,
boticario y asistente. Fiado el enfermo a su cuidado, él lo ha
de curar de la enfermedad de que se queja, sea externa o interna, ha
de ordenar los remedios, los ha de hacer, los ha de ministrar y ha de
practicar cuantas diligencias considera oportunas a su alivio. Si
el enfermo sana, le pagan, y si no lo echan noramala; pero en cada
nación hay sus usos. Lo cierto es que tú no eres
médico, ni aun puedes servir para aprendiz de los de
acá; y así, di que otra cosa sabes con que puedas ganar
la vida.

Aturdido yo con los aprietos en que me ponía el chino a cada
paso, le dije que tal vez sería útil para la
abogacía. ¿Abogacía?, dijo él, ¿qué cosa
es? ¿Es el arte de bogar en los barcos? No señor, le dije, la
abogacía es aquella ciencia a que se dedican muchos hombres
para instruirse en las leyes nacionales, y exponer el derecho de sus
clientes ante los jueces.

Al oír esto, reclinose el Tután sobre la mesa
poniéndose la mano en los ojos y, guardando silencio un largo
rato, al cabo del cual levantó la cabeza, me dijo: ¿conque en
tu tierra se llaman abogados aquellos hombres que aprenden las leyes
del reino para defender con ellas a los que los ocupan aclarando sus
derechos delante de los Tutanes o magistrados?

Eso es, señor, y no más. ¡Válgame Tien!, dijo
el chino. ¿Es posible que en tu tierra son tan ignorantes que no saben
cuáles son sus derechos, ni las leyes que los condenan o
favorecen? No me debían tan bajo concepto los europeos.

Señor, le dije, no es fácil que todos se impongan en
las leyes por ser muchas, ni mucho menos en sus interpretaciones, las
que sólo pueden hacer los abogados porque tienen licencia para
ello, y por eso se llaman
licenciados
… ¿Cómo,
cómo es eso de interpretaciones?, dijo el asiático,
¿pues que las leyes no se entienden según la letra del
legislador? ¿Aún están sujetas al genio sofístico
del intérprete? Si es así, lástima tengo a tus
connaturales, y abomino el saber de sus abogados.

Pero sea de esto lo que fuere, si tú no sabes más de
lo que me has dicho, nada sabes; eres un inútil, y es fuerza
hacerte útil porque no vivas ocioso en mi
patria. Limahotón, pon a este extranjero a que aprenda a cardar
seda, a teñirla, a hilarla y a bordar con ella; y, cuando me
entregue un tapiz de su mano, yo le acomodaré de modo que
sea rico. En fin, enséñale algo que le sirva para
subsistir en su tierra y en la ajena.

Diciendo esto se retiró, y yo me fui bien avergonzado con mi
protector, pensando cómo aprendería al cabo de la vejez
algún oficio en una tierra que no consentía
inútiles ni vagos Periquillos.

Capítulo IV

En el que nuestro Perico cuenta cómo se
fingió conde en la isla, lo bien que lo pasó, lo que vio
en ella y las pláticas que hubo en la mesa con los extranjeros,
que no son del todo despreciables

Os acordaréis que, apoyado desde mi
primera juventud o desde mi pubertad en el consentimiento de mi
cándida madre, me resistí a aprender oficio y,
aborreciendo todo trabajo, me entregué desde entonces a la
holgazanería. Habréis advertido que ésta fue
causa de mi abatimiento, que por éste contraje las más
soeces amistades, cuyos ejemplos no sólo me prostituyeron a los
vicios, sino que me hicieron pagar bien caro las libertades que me
tomaba, viéndome a cada paso despreciado de mis parientes,
abandonado aun de mis malos amigos, golpeado de los brutos y de los
hombres, calumniado de ladrón, sin honor, sin dinero, sin
estimación, y arrastrando siempre una vida fatigosa y llena de
miserias; y cuando reflexionéis en que a la edad de más
de treinta y años, después de salir desnudo de un
naufragio y de haber tenido la suerte de un buen acogimiento en la
isla, me propusieron enseñarme algún arte con que no
sólo pudiera subsistir sino llegar a hacerme rico,
diréis: forzosamente nuestro padre aquí abrió los
ojos y, conociendo así la primitiva causa de sus pasadas
desgracias, como el único medio de evitar las que podía
temer en lo futuro, abrazaría gustoso el partido de aprender a
solicitar el pan por su arbitrio y sin la mayor dependencia de los
demás.

Así discurriréis tal vez con arreglo a la recta
razón, y así debía haber sido; mas no fue
así. Yo tenía terrible aversión al trabajo en
cualquiera clase que fuera; me gustaba siempre la vida ociosa, y
mantenerme a costa de los incautos y de los buenos; y, si tal cual vez
me medio sujetaba a alguna clase de trabajo, era o acosado de la
hambre, como cuando serví a Chanfaina y fui sacristán, o
lisonjeado con una vida regalona en la que trabajaba muy poco y
tenía esperanzas de medrar mucho, como cuando serví al
boticario, al médico y al coronel.

Después de todo, por una casualidad no esperada me
encontré una Jauja
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con el
difunto coronel; pero estas Jaujas no son para todos, ni se hallan
todos los días. Yo debía haberlo considerado en la isla,
y debía haberme dedicado a hacerme útil a mí
mismo y a los demás hombres con quienes hubiera de vivir en
cualquier parte; pero, lejos de esto, huyendo del trabajo y
valiéndome de mis trapacerías, le dije a
Limahotón (cuando lo vi resuelto a hacerme trabajar
poniéndome a oficio) que yo no quería aprender a nada
porque no trataba de permanecer mucho tiempo en su tierra, sino de
regresar a la mía en la que no tenía necesidad de
trabajar pues era conde.

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