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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (108 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Pasados estos cariñosos coloquios, tratamos de vestir con
decencia a Jacobo, y al día siguiente hizo Tadeo traer un coche
y se fueron en él para México, dejándome bien
triste la ausencia de tan buenos amigos.

A pocos días me escribieron haberse casado Jacobo y
Rosalía, y que vivían en el seno del gusto y la
tranquilidad.

Murió a poco el administrador de la hacienda en donde estaba
Anselmo, y mi amo me escribió mandándome que fuera a
recibirla.

Con esta ocasión fui a la hacienda y tuve la agradable
satisfacción de ver a mi amigo y a su familia, que me
recibió con el mayor cariño y expresión.

Desde aquel día fue Anselmo independiente, y yo un testigo
de su buena conducta. Los hombres de fina educación y
entendimiento, cuando se resuelven a ser hombres de bien, casi siempre
desempeñan este título lisonjero.

Yo me volví a San Agustín y viví tranquilo
muchos años.

Capítulo XIV

En el que Periquillo cuenta sus segundas nupcias
y otras cosas interesantes para la inteligencia de esta verdadera
historia

No me quedé muy contento con la
ausencia de don Tadeo, su falta cada día me era más
sensible, porque no me fue fácil hallar un dependiente bueno en
mucho tiempo. Varios tuve, pero todos me salieron averiados, pues el
que no era ebrio, era jugador; el que no era jugador, enamoraba; el
que no enamoraba, era flojo; el que no tenía este defecto
era inútil, y el que era hábil sabía darle sus
desconocidas al cajón.

Entonces advertí cuán difícil es hallar un
dependiente enteramente bueno, y cómo se deben apreciar cuando
se encuentran.

Sin embargo de mi soledad, no dejaba yo de venir a México
con frecuencia a mis negocios. Visitaba a mi amo, a quien cada
día merecía más pruebas de confianza y amistad, y
no dejaba de ver a Pelayo, ya en la iglesia, ya en su casa, y siempre
lo hallaba padre y amigo verdadero.

Casualmente encontré un día al padre capellán
de mi amo el chino en el cuarto de mi amigo Pelayo. Este padre
capellán tenía mucha retentiva o conservaba fijamente
las ideas que aprendía con viveza, y como por mí
disfrutaba el acomodo que tenía, y fue causa de que saliera yo
de la casa de su patrón, retuvo muy bien en su fantasía
mi figura y al instante que me vio me conoció, y mirando que el
padre Pelayo me hacía mucho aprecio, me habló con el
mismo, y satisfecho de la mutación de mis costumbres por sus
preguntas, por el asiento de mi conversación y por el informe
de Pelayo, se me dio por conocido, alabó mi reforma,
procuró confirmarme en ella con sus buenos consejos, me dio las
gracias por el influjo que había tenido en su
colocación, me aseguró en su amistad y me llevó a
la casa del asiático, a pesar de mi resistencia, porque le
tenía yo mucha vergüenza.

Luego que entramos le dijo el capellán: aquí tiene
usted a su antiguo amigo y dependiente don Pedro Sarmiento, de quien
tantas veces hemos hecho memoria. Ya es digno de la amistad de usted,
porque no es un joven vicioso ni atolondrado, sino un hombre de juicio
y de una conducta arreglada a las leyes del honor y de la
religión.

Entonces mi amo se levantó de su butaque y dándome un
apretado abrazo me dijo: mucho gusto tengo de verte otra vez y
de saber que por fin te has enmendado y has sabido aprovecharte del
entendimiento que te dio el cielo. Siéntate, hoy comerás
conmigo, y créete que te serviré en cuanto pueda,
mientras que seas hombre de bien, porque desde que te conocí te
quise, y por lo mismo sentí tu ausencia; deseaba verte, y hoy
que lo he conseguido estoy harto contento y placentero.

Le di mil gracias por su favor; comimos, le informé de mi
situación y en donde estaba, le ofrecí mis cortos
haberes, le supliqué que honrara mi casa de cuando en cuando y,
después de recibir de él las más tiernas
demostraciones de cariño, me marché para mi San
Agustín de las Cuevas, aunque ya no se disolvió la
amistad recíproca entre el asiático, el capellán
y yo, porque los visitaba en México, los obsequiaba en mi casa
cuando me visitaban, nos regalábamos mutuamente y nos llegamos
a tratar con la mayor afabilidad y cariño.

También en uno de los días que venía a
México encontré al pobre Andresillo muy roto y
despilfarrado; me habló con mucho respeto y estimación,
me llevó casi a fuerza a su casa, me dio su buena mujer de
almorzar, y el pobre no supo que hacerse conmigo para manifestarme su
gratitud.

Yo me compadecí de su situación y le pregunté
que ¿por qué estaba tan de capa caída, que si no
valía nada su oficio, que si él jugaba o era muy
disipadora su mujer? Nada de eso hay, señor, me dijo
Andrés, yo ni conozco la baraja, no soy tan chambón en
mi oficio y mi mujer es inmejorable, porque se pasa de
económica a mezquina; pero está México,
señor, hecho una lástima. Para diez que se hacen la
barba, hay diez mil barberos; ya sabe su mercé que en las
ciudades grandes sobra todo, y así creo que hay más
barberos que barbados en México. Solamente los domingos y
fiestas de guardar rapo quince o veinte de a medio real, y en la
semana no llegan a seis. Esto de dar sangrías, echar ventosas o
sanguijuelas, curar cáusticos y cosas semejantes, apenas lo
pruebo; con esto no tengo para mantenerme, porque en la ciudad
se gasta doble que en los pueblos, y, como primero es comer que nada,
cate usted que lo poco que gano me lo como, y no tengo ni con
qué vestirme, ni con qué pagar la accesoria.

Condolido yo con la sencilla
narración de Andrés, le propuse que, si quería
irse a mi casa, lo acomodaría de cajero, dándole lugar a
que buscara lo que pudiera con su oficio.

El infeliz vio el cielo abierto con semejante propuesta, que
admitió en el momento, y desde luego dispuso sus cosas de modo
que en el mismo día se fue conmigo.

Él era vulgar pero no tonto. Fácilmente
aprendió el mecanismo de una tienda, y me salió tan
hombre de bien que en puntos de despacho y fidelidad no
extrañaba yo a mi buen amigo don Tadeo, a quien tampoco
dejé de visitar, ni a su yerno don Jacobo, a quien
visité en su casa con frecuencia, y tuve el gusto de verlo
casado y contento con la señorita doña Rosalía, a
la que vi muy niña cuando la conocí por hija del
trapiento.

Estas amistades tuve y conservé cuando fui hombre de bien, y
jamás hubo motivo de arrepentirme de ellas. Prueba evidente de
que la buena y verdadera amistad no es tan rara como parece, pero
ésta se halla entre los buenos, no entre los pícaros,
aduladores y viciosos.

Cosa de cuatro años viví muy contento en el estado de
viudo en San Agustín de las Cuevas, adelantando a mi amo su
principal, contando quieto y sosegado seis u ocho mil pesos
míos, visitando muy gustoso a mi amo, al chino, a Roque, a
Pelayo, a Jacobo y a Tadeo, y durmiendo con aquella tranquilidad que
permite una conciencia libre de remordimientos.

Una tarde, estando paseándome bajo los portales de la
tienda, vi llegar al mesón, que estaba inmediato, una pobre
mujer estirando un burro, el que conducía a un viejo
miserable. El burro ya no podía andar, y si daba algunos pasos
era acosado por una muchachilla que venía también
azotándole las ancas con una vara.

Entraron al mesón, y a poco rato se me presentó la
niña, que era como de catorce años, muy blanca, rota,
descalza, muy bonita y llena de congoja; tartamudeando las palabras y
derramando lágrimas en abundancia me dijo: Señor,
sé que usted es el dueño del mesón. Mi padre
viene muriéndose y mi madre también. Por Dios, denos
usted posada, que no tenemos ni medio con que pagar, porque nos han
robado en el camino.

He dicho que yo debí a Dios una alma sensible y me
condolía de los males de mis semejantes en medio de mis locuras
y extravíos. Según esto fácil es concebir que en
este momento me interesé desde luego en la suerte de aquellos
infelices. En efecto, me pareció muy poco el mandar alojarlos
en el mesón, y así respondí a la mensajera:
niña, no llores, anda y haz que tu madre y tu padre vengan a mi
casa, y diles que no se aflijan.

La niña se fue corriendo muy contenta, y a pocos minutos
volvió con sus ancianos padres. Los hice entrar en mi casa,
ordené que les dieran un cuarto limpio y que los asistieran con
mucho cuidado.

Conforme a mis órdenes, Andrés dispuso que les
pusieran camas y que les dieran de cenar muy bien, sin perdonar cuanto
gasto consideró necesario a su alivio.

Yo me alegré de verlo tan liberal en los casos en que una
extrema necesidad lo exigía, y a las diez de la noche, deseando
saber quiénes eran mis huéspedes, entré a su
cuartito y hallé al pobre viejo acostado sobre un colchoncito
de paja; su esposa, que era una señora como de cuarenta
años o poco menos, estaba junto a su cabecera, y la niña
sentada a los pies de la misma cama.

Luego que me vieron, se levantaron la señora y la
niña, y el anciano quiso hacer lo mismo; mas yo no lo
consentí, antes hice sentar a las pobres mujeres y yo me
acomodé inmediato al enfermo.

Le pregunté ¿de dónde era, qué padecía
y cuándo o cómo lo habían robado?

El triste anciano, manifestando la congoja de su espíritu,
suspiró y me dijo: señor, los más de los
acaecimientos de mi vida son lastimosos; usted, a lo que me parece, es
bastante compasivo, y para los corazones sensibles no es obsequio el
referirles lástimas.

Es cierto, amigo, le contesté, que para los que aman como
deben a sus semejantes es ingrata la relación de sus miserias;
pero también puede ser motivo de que experimenten alguna
dulzura interior, especialmente cuando las pueden aliviar de
algún modo.

Yo me hallo en este caso, y así quiero oír los
infortunios de usted no por mera curiosidad, sino por ver si puedo
serle útil de alguna manera.

Pues señor, continuó el pobre anciano, si ése
es sólo el piadoso designio de usted, oiga en compendio mis
desgracias.

Mis padres fueron nobles y ricos, y yo hubiera gozado la herencia
que me dejaron si hubiera mi albacea sido hombre de bien; pero
éste disipó mis haberes y me vi reducido a la
miseria. En este estado serví a un caballero rico que me quiso
como padre y me dejó cuanto tuvo a su fallecimiento. Me
incliné al comercio, y de resultas de un contrabando
perdí todos mis bienes de la noche a la mañana. Cuando
comenzaba a reponerme, a costa de mucho trabajo, me dio gana de
casarme, y lo verifiqué con esta pobre señora, a quien
he hecho desgraciada. Era hermosa, la llevé a México, la
vio un marqués, se apasionó de ella, halló una
honrada resistencia en mi esposa y trató de vengarse con la
mayor villanía: me imputó un crimen que no había
cometido y me redujo a una prisión. Por fin, a la hora de su
muerte le tocó Dios, y me volvió mi honor y los
intereses que perdí por su causa. Salí de la
prisión y… Perdone usted, señor, le interrumpí
diciéndole, ¿cómo se llama usted? Antonio. ¡Antonio!
Sí, señor. ¿Tuvo usted algún amigo en la
cárcel a quien socorrió en los últimos
días de su prisión? Sí tuve, me dijo, a un pobre
joven que era conocido por Periquillo Sarniento, muchacho bien nacido,
de fina educación, de no vulgares talentos y de buen
corazón, harto dispuesto para haber sido hombre de bien; pero
por su desgracia se dio a la amistad de algunos pícaros,
éstos lo pervirtieron y por su causa se vio en aquella
cárcel.

Yo, conociendo sus prendas morales, lo quise, le hice el bien que
pude, y aun le encargué me escribiera a Orizaba su paradero. El
mismo encargo hice a su escribano, un tal Chanfaina, a quien le
dejé cien pesos para que agitara su negocio y le diera de comer
mientras estuviera en la cárcel, pero ni uno ni otro me
escribieron jamás. Del escribano nada siento, y acaso se
aprovecharía de mi dinero; pero de Periquillo siempre
sentiré su ingratitud.

Con razón, señor, le dije, fue un ingrato;
debía haber conservado la amistad de un hombre tan
benéfico y liberal como usted. Quién sabe cuáles
habrán sido sus fines; pero, si usted lo viera ahora, ¿lo
quisiera como antes?

Sí lo quisiera, amigo, me dijo, lo amaría como
siempre. ¿Aunque fuera un pícaro? Aunque fuera. En los hombres
debemos aborrecer los vicios, no las personas. Yo desde que
conocí a ese mozo viví persuadido en que sus
crímenes eran más bien imitados de sus malos amigos que
nacidos de malicia de su carácter. Pero es menester advertir
que, así como la virtud tiene grados de bondad, así el
vicio los tiene de malicia. Una misma acción buena puede ser
más o menos buena, y una mala más o menos mala,
según las circunstancias que mediaron al tiempo de su
ejecución. Dar una limosna siempre es bueno, pero darla en
ciertas ocasiones, a ciertas personas, y tal vez darla un pobre que no
tiene nada superfluo, es mejor, ya porque se da con más
orden, y ya porque hace mayor sacrificio el pobre cuando da alguna
limosna que el rico, y por consiguiente hace o tiene más
mérito.

Lo mismo digo de las acciones malas. Ya sabemos que robar es malo;
pero el robo que hace el pobre acosado de la necesidad es menos malo,
o tiene menos malicia, que el robo o defraudación que hace el
rico que no tiene necesidad ninguna, y será mucho peor o en
extremo malo si roba o defrauda a los pobres. Así es que
debemos examinar las circunstancias en que los hombres hacen sus
acciones, sean las que fueren, para juzgar con justicia de su
mérito o demérito. Yo conocí que el tal muchacho
Periquillo era malo por el estímulo de sus malos amigos
más bien que por la malicia de su corazón, pues
vivía persuadido de que, quitándole estos provocativos
enemigos, él de por sí estaba bien dispuesto a la
virtud.

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