El pequeño vampiro y el enigma del ataúd (12 page)

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

BOOK: El pequeño vampiro y el enigma del ataúd
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—No me refería a animales —repuso Anton con un estremecimiento.

Pensaba en los que visitan el cementerio, con sus flores y sus coronas.

—¡Qué va! Ésos se van a los contenedores de basura que hay a la entrada del cementerio —dijo Anna—. Si alguien llega hasta nosotros es a lo sumo el jardinero del cementerio, Schnuppermaul, y Lumpi le tiene bien cogido.

—¿Le tiene bien cogido? —repitió Anton, y pensó en las enormes zarpas de Lumpi, con sus fuertes dedos y sus uñas en forma de garra…

—¡No es en el sentido que tú piensas! —contestó Anna—. Se reúnen en el cementerio, pasean un poco y charlan. Mi abuela incluso le ha concedido un permiso extraordinario para hacerlo.

—¿Un permiso extraordinario?

—Sí, porque de esta forma puede aportarnos informaciones confidenciales sobre nuestro peor enemigo. Sólo así hemos podido enterarnos de que Geiermeier se incorporará a su trabajo dentro de cuatro o cinco semanas.

—¡¿Cómo?! ¡¿Es que acaso Geiermeier ha acabado ya su cura?!

—Sí, por desgracia —confirmó Anna con gesto sombrío—. Pero ahora tenemos que irnos volando —dijo—. Si no, nos perderemos el principio de la sesión.

Ella movió los brazos bajo la capa y rápidamente ganó altura. Anton, que de repente temió quedarse en tierra, la siguió lo más deprisa que pudo.

Para los vampiros no es ningún problema

Hasta que no alcanzaron el viejo y gris muro del cementerio, Anna no redujo la velocidad de su vuelo.

Anton comprobó sorprendido que la parte trasera del cementerio —la parte en la que estaba la Cripta Schlotterstein— tenía ya un aspecto casi tan salvaje como antes de las «obras de remodelación» de Geiermeier, el guardián del cementerio.

«¡Pues sí!», pensó Anton, «¡eso los vampiros se lo tienen que agradecer al señor Schwartenfeger y a su iniciativa popular
Salvad el viejo cementerio
! Cuando pone uno la suficiente energía es bastante posible, pues, impedir incluso la labor de un destructor del medio ambiente de la catadura de Geiermeier».

—Espérame aquí —oyó que susurraba Anna—. Primero quiero comprobar cómo van mis parientes con los preparativos.

—¿Aquí? —dijo Anton viendo debajo el picudo y cónico tejado de la capilla.

—¡Sí! Me daré prisa —prometió Anna, y voló hacia un grupo de oscuros abetos.

Anton se dirigió hacia la capilla y aterrizó. Se quedó de pie, muy pegado al muro.

«¡Ojalá sea verdad que Anna venga pronto!», pensó mirando muy angustiado a su alrededor. De día el cementerio era un lugar agradable y tranquilo, un paraje donde reinaba la paz, pero por la noche…

Ya sólo los ruidos: ¡aquellos crujidos y aquellos chasquidos, aquellos murmullos y aquellos susurros, aquel cuchicheo como de voces de fantasmas! Y, además de eso, la idea de que no muy lejos de él siete vampiros —¡no, con tía Dorothee eran ocho!— celebraban una asamblea…

Entonces algo le rozó en el hombro izquierdo. Anton pegó un grito, pero, afortunadamente, era Anna.

—Ven —susurró ella—, la sesión va a empezar dentro de pocos minutos.

Ella le instó con la mirada.

—¿Y la salida de emergencia? —preguntó Anton.

—¿Qué ocurre con ella? —contestó Anna.

—¿Seguro que no me pasará nada? —preguntó Anton con la voz ronca.

—¡No! —dijo ella sonriendo—. Puedes confiar en mí.

—Ya…, ya lo hago —balbució Anton, y en sus pensamientos añadió: «¡Si no, no estaría aquí de ninguna manera!»

—¡Ven! —volvió a decir Anna cogiéndole del brazo—. Justo el principio no debemos perdérnoslo.

Ella fue delante y Anton la siguió titubeando.

Anna le condujo casi hasta el final del viejo cementerio. Se detuvo ante una colina de por lo menos dos metros de ancho y un metro de alto que estaba cubierta de ortigas. ¡Eso tenía que ser el montón de mantillo! Sorprendentemente, el olor de las plantas en descomposición no era ni mucho menos tan malo. A Anton le pareció que aquello olía más bien a otoño.

Vio cómo Anna levantaba un gran tocón de árbol cubierto de musgo que estaba a la izquierda, al pie del montón de mantillo.

—Aquí empieza nuestra nueva salida de emergencia —declaró, y añadió orgullosa—: Está bien camuflada, ¿no es cierto?

Anton asintió. Al contrario que la piedra plana que cubría antes el agujero de entrada a la Cripta Schlotterstein, él, en cualquier caso, apenas sería capaz de mover del sitio el tocón de árbol.

—Seguro que pesa mucho —dijo.

Anna reprimió la risa.

—No es ningún problema. Yo taparé el agujero con él en cuanto estés dentro de la salida de emergencia.

—Hum, sí…

Anton tragó saliva. De repente se sentía muy raro. Si él solo no podía correr hacia un lado el tocón de árbol, estaría atrapado allí abajo… Por otra parte, Anna había dicho que podía confiar en ella y no había ningún motivo para dudar de sus palabras.

—¿No… no estará demasiado oscuro cuando el tocón tape el agujero? —preguntó Anton para retrasar el terrible momento de meterse.

—¿Demasiado oscuro? —dijo Anna riéndose en voz baja—. ¡Yo he pensado en todo!

Y al decir aquello le entregó a Anton una vela y una cajita de cerillas.

—Bueno, pues entonces…

Anton echó aún un vistazo a su alrededor, pero el espantoso entorno del cementerio no era tampoco como para inspirar confianza.

Se acercó a la abertura de la nueva salida de emergencia y rascó una cerilla. La llama se encendió, pero las manos de Anton temblaban tanto que se apagó en seguida.

—Yo no la encendería hasta estar abajo, en la salida de emergencia —dijo suavemente Anna—. Aquí arriba hace demasiado aire.

«¿Aire?», pensó Anton. ¡El aire estaba casi por completo en calma! Pero presumiblemente Anna no quería hacerle ver que sabía lo nervioso y excitado que estaba.

—Bueno —dijo él con voz ronca.

Se sentó junto a la abertura y estiró con cuidado las piernas en el interior del pozo.

—Me volverás a sacar de aquí, ¿verdad? —preguntó.

—¡Pues claro que sí! —aseguró Anna—. ¡Te lo he prometido!

Anton volvió a respirar profundamente… y saltó.

Voces al otro lado

Sus pies tocaron un fondo blando. A Anton se le metió arena directamente en el cuello. Se sacudió.

—¡Puedes encender la vela! —oyó que decía la voz de Anna por encima de él.

—¡Sí!

Aún le seguían temblando los dedos, pero en aquella ocasión la llamita no se apagó. «¡Y aunque se hubiera apagado daba igual!», pensó Anton. La caja de cerillas todavía estaba casi llena.

—Ahora voy a tapar el agujero con el tocón —anunció Anna—. ¡Hasta pronto, Anton!

—Hasta pronto, Anna —dijo, y añadió en sus pensamientos: «¡Espero!»

Oyó cómo colocaban algo pesado (el tocón) delante de la entrada.

Luego se hizo el silencio.

«¡Un silencio sepulcral!», pensó Anton, y una oleada de miedo le invadió.

—¡Pero no —se dijo entonces—, no debía dejarse vencer por el miedo!

Levantó la vela y miró a su alrededor. Se encontraba en un pasillo bastante espacioso y tan alto que Anton podía estar de pie en él. Y también tenía que ser considerablemente más largo que el de la antigua salida de emergencia. Anton calculó que tendría unos veinte o veinticinco metros.

Siguió andando lentamente. Después de unos cuantos pasos llegó a una escalera formada por cuatro grandes sillares y que le llevó aún a mayor profundidad.

Era evidente que los vampiros habían necesitado mucho tiempo para la construcción. El suelo y las paredes estaban cuidadosamente allanados, y todo tipo de «pinturas rupestres» decoraba las paredes: corazones, grandes y sonrientes bocas de vampiro, serpientes, murciélagos y dragones que echaban fuego.

Al principio Anton no percibió ningún sonido, pero después de un rato oyó un vago murmullo que fue aumentando cuanto más avanzaba él. Al final pudo pescar incluso un par de trozos de la conversación.

—¡No, aquí! —exclamó una voz.

—¿Y Anna? —preguntó una segunda.

El pasillo hacía luego una curva y tras la curva Anton fue a dar directamente a una pared formada por lápidas ensambladas entre sí.

Sin pensarlo, guiándose únicamente por el instinto, Anton apagó la vela de un soplido.

¡Detrás de las lápidas tenía que estar la Cripta Schlotterstein! Y efectivamente: entre las piedras Anton vio brillar una luz.

Se le puso el alma en vilo. Se apretó contra la pared, de fría tierra, y se esforzó para permanecer sereno.

De repente al otro lado resonó una campana.

Era un tono profundo y amortiguado…, como un grito procedente del mundo de los muertos…

A Anton se le pusieron los pelos de punta.

Entonces alguien dijo:

—Con esto declaro abierta la sesión de nuestro Consejo de Familia. Puede comparecer Dorothee y presentar su solicitud.

A través del grueso muro de lápidas la voz había sonado extraordinariamente amortiguada. No obstante, Anton pudo entender todas y cada una de las palabras. Y creía incluso haber reconocido la voz: ¡si no se equivocaba, era la de Sabine la Horrible!

Un escalofrío le corrió por la espalda.

—¡Esperad! —exclamó entonces una voz clara que, inconfundiblemente, era la de Anna—. No podéis empezar sin mí.

—Oh, sí, sí que podemos —repuso una voz de mujer. ¡Era tía Dorothee!—. Quien no llega a su debido tiempo sólo oye lo que reste. —Y maliciosamente añadió—: Me gustaría saber qué es lo que tenías

que hacer. En tu caso no creo que haya sido procurarte alimentos. Es un olvido considerable de tus obligaciones quedarte fuera perdiendo el tiempo mientras está reunido en sesión extraordinaria nuestro Consejo de Familia.

Al oír aquellas odiosas palabras Anton se estremeció asustado.

—No seas siempre tan severa con ella, Dorothee —pudo oírse que decía entonces una voz de hombre—. Al fin y al cabo Anna es todavía muy joven y puede que al estar jugando se olvide de la hora.

¿Aquello lo habría dicho el padre de Anna, Ludwig el Terrible?

—¿Al estar jugando? —dijo tía Dorothee riéndose sarcástica—. ¡Un vampiro que se precie no juega! Además, Anna es miembro electo del Consejo de Familia, y ya sólo por esta razón debería comportarse de una forma ejemplar.

—¡Y es lo que he hecho! —repuso muy digna Anna—. ¡Pero de eso ya os daréis cuenta cuando deliberemos sobre la solicitud de tía Dorothee!

—¡Sí, empecemos la sesión ahora que ya estamos todos presentes! —dijo Sabine la Horrible.

Luego se hizo el silencio; un silencio escalofriante, según le pareció a Anton, que involuntariamente aguantó la respiración.

La solicitud

—Bueno, pues… —empezó tía Dorothee—. Yo, Dorothee Von Schlotterstein-Seifenschwein, presento la solicitud de aceptar a prueba en nuestra cripta familiar al señor Igno Rante, residente en la actualidad en Villa Vistaclara. En relativamente poco tiempo el señor Igno Rante se ha convertido para mí en un amigo y confidente íntimo, y por primera vez desde aquel amargo día en el que perdí a mi amadísimo esposo, el —¡ay!— tan bueno e inolvidable Theodor Von Seifenschwein…

Tía Dorothee se interrumpió y sollozó conmovedoramente.

—¡Por primera vez desde aquel horrible día —continuó luego con voz emocionada— he vuelto a encontrar consuelo y aliento y miro el futuro llena de esperanza! El señor Rante y yo tenemos intención de unir nuestras vidas para siempre —declaró con mucho afecto después de una pausa—, cuando hayamos comprobado que también en la vida nocturna de cada día tenemos algo que decirnos.

Entonces se sonó la nariz. Fue el único ruido que Anton pudo oír. Parecía que el discurso de tía Dorothee les había dejado sin habla a los demás vampiros.

Al final, Sabine la Horrible dijo conmovida:

—Te damos las gracias por tus sinceras palabras, querida Dorothee. ¿Tiene alguien alguna pregunta antes de pasar a deliberar sobre la solicitud?

—¡Sí, yo! —exclamó una voz ronca (Anton reconoció inmediatamente que era la del pequeño vampiro)—. Yo quisiera saber si el señor Rante ronca.

—¿Si ronca? —repitió Sabine la Horrible—. ¡Yo creo, Rüdiger, que tú no has comprendido bien del todo la seriedad de la sesión de hoy!

¡¿Cómo que no?!
Yo
creo que la pregunta de Rüdiger es incluso muy importante —tomó la palabra una voz que graznaba unas veces aguda y otras grave (¡sin duda era Lumpi!)—. ¡En mi opinión, en caso de que el señor Rante ronque, debería mejor instalarse en la nueva salida de emergencia, lo más alejado posible de nuestra cripta!

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