Read El pequeño vampiro y el enigma del ataúd Online
Authors: Angela Sommer-Bodenburg
Tags: #Infantil
—Lo primero: yo no te prometí eso —dijo Anton rechazando aquella acusación—. Y segundo: si
tú
no has cogido la varicela, yo «no» puedo hacer nada. Probablemente eres inmune a la varicela.
—¿Inmune? —repitió descontento el vampiro haciendo chocar sus dientes—. ¡Eh, no te las des aquí de listo con tus ridículas palabras extranjeras. Exprésate, si me haces el favor, en un lenguaje que sea comprensible para todos!
A Anton le faltó un pelo para reírse. Que el pequeño vampiro se enfadara tanto por una inofensiva palabra extranjera demostraba únicamente una cosa: ¡que en realidad lo único que hacía era ocultar su falta de conocimiento del mundo detrás de sus fanfarrones aspavientos!
—Bueno, pues es así —empezó Anton—, si yo he pasado la varicela, no puedo volver a cogerla otra vez. Soy inmune a la varicela porque mi organismo ha creado anticuerpos. Quizás tú, antiguamente, en Transilvania, tuviste la varicela, y por eso ahora también tienes ya anticuerpos en la sangre.
Anton pronunció la palabra «sangre» sin darse cuenta. Pero apenas se le escapó hubiera podido darse de bofetadas.
Sin embargo, el pequeño vampiro siseó solamente:
—Yo nunca he tenido varicela. Y Anna mucho menos aún.
—¿A Anna tampoco le han salido puntitos rojos?
—¡No!
—A lo mejor todavía os salen —dijo Anton después de reflexionar un poco—. Debería preguntarle a mi madre cuál es el tiempo de incubación de la varicela.
—El… ¿qué? —bramó el vampiro.
Anton se puso colorado.
—¡Bueno, el tiempo que pasa entre que coges la varicela y te salen los primeros granos!
—Ah, vaya… —dijo el pequeño vampiro rascándose la cabeza—. ¿O sea, que tú crees que existe todavía alguna posibilidad de que me salgan esos monísimos puntitos rojos antes de que vuelva Olga?
Anton asintió.
—Por supuesto. Y además… —completó con una risita—, tú mismo lo has dicho: ¡donde hay amor hay paciencia!
El pequeño vampiro le lanzó una mirada abismal.
—Ahora tengo que irme volando —gruñó poniéndose de pie.
—¡Espera! —dijo rápidamente Anton—. Yo…, todavía tengo que hablar contigo de algo muy importante.
—¿Algo muy importante? ¿Tú?
—Sí. ¡Es sobre Igno Rante!
—¿Sobre Igno Rante? —preguntó el vampiro riéndose a sus anchas—. ¡Ay, ahora viene el numerito de celos!
—¡No! —exclamó Anton, y le costó reprimir su creciente indignación por los indolentes aspavientos del pequeño vampiro—. Ahora no viene ningún numerito. Yo sólo quiero prevenirte, a ti y a Anna.
—¿Prevenirme? —exclamó Rüdiger soltando una bronca carcajada—. Que quieras «prevenir» a Anna todavía lo entiendo. Pero que tus celos se hayan vuelto ya tan grandes que sospeches que «yo» tengo algo con Igno Rante… ¡Anton, realmente eso ya es demasiado!
—¡No se trata de eso en absoluto! —exclamó Anton haciendo un último intento de abrirle los ojos al pequeño vampiro—. ¡Se trata de que el ataúd de Igno Rante estaba vacío!
Después de haber hecho aquella revelación, Anton tuvo primero que inspirar profundamente. Sin embargo, el pequeño vampiro no parecía estar preocupado, ni inquietarse siquiera lo más mínimo.
—¿Qué creías acaso, que Anna iba a estar acostada con él dentro? —dijo con una risa atronadora—. No, no —aseguró fanfarroneando—. Anna es más fiel que un perro, puedes creerme. ¡Al fin y al cabo yo soy su hermano desde hace más de siglo y medio! ¡Ji, ji, ji!
Dicho aquello se fue hacia la ventana y se subió al alféizar.
—Pero un ataúd vacío, a las doce del mediodía…, eso no es normal. ¡Por lo menos para un vampiro! —dijo Anton en tono de perplejidad.
Rüdiger volvió la cabeza.
—Hay muchas cosas que no son normales. O mejor dicho: ¡hay muchos que no lo son!
Sonriendo pícaramente extendió los brazos.
—¡Lo mejor será que empieces en seguida con los preparativos! —le gritó a Anton.
—¿Con qué preparativos?
—¡A colgar las pinturas, naturalmente, porque pronto volveré para dar el visto bueno a la exposición!
Se rió con un graznido y luego desapareció.
—Mejor será que empieces en seguida… —repitió Anton cerrando furioso los puños—. ¡Sí, quizá pasado mañana o dentro de dos semanas!
Pero Anton empezó ya al día siguiente a colgar los dibujos. Eran 33, y los sujetó cuidadosamente con alfileres al papel pintado.
Al final Anton apenas podía reconocer su habitación. No era sólo que diera la impresión de estar más clara y alegre…, sino que también se advertía que las «pinturas» de Rüdiger procedían de una mano poco diestra y de no demasiado talento.
«¡Como en el jardín de infancia!», pensó Anton, que ya se podía imaginar lo que dirían sus padres de los dibujos: ¡primero estarían entusiasmados y después harían sus chistes!
Cuando por la noche, bien arreglados para ir a la ópera, entraron en su habitación, la madre de Anton, como era de esperar, exclamó:
—Pero ¿es posible?: ¡Anton ha pintado soles, un montón de soles!
—¿Es que no te gustan? —se hizo el ofendido Anton.
—¡Oh, sí! Estoy asombradísima de que de repente pintes unos cuadros tan agradables.
—Sí, es verdad —se adhirió a la opinión de ella el padre de Anton—. Sólo que la técnica es algo simple… Bueno —dijo riéndose—, ¡probablemente sea arte naif!
—Has vuelto a dar en el clavo… del ataúd —dijo Anton.
—¡A mí lo que más me gusta es que en esta ocasión hayas renunciado a tus terribles vampiros! —observó la madre de Anton con un tono cáustico en la voz… ¡Ésa era su reacción al clavo… «del ataúd»!
—Bah… —dijo Anton—. Solamente lo parece.
—Es verdad —dijo ella señalando molesta los soles con dientes de vampiro.
—¿
Soles
con dientes de vampiro? —preguntó riéndose el padre de Anton—. ¡Pero si eso es el mundo al revés!
—Ah, ¿sí? ¿Y por qué? —preguntó Anton.
—Un vampiro y… el sol…, eso es como… Su padre buscó una comparación apropiada.
—¿Como la cultura y tú? —le ayudó pérfidamente Anton.
El padre de Anton se puso colorado.
—¡Oye, eso!… ¿Cómo se te ha ocurrido eso?
—¡Al fin y al cabo, tú mismo has reconocido que eres un cascarrabias de la cultura!
—¿Yo? ¿Si lo fuera, iría a la ópera?
Anton se rió irónicamente.
—Hay algunos que pueden hacer ambas cosas: ir a la ópera y ser unos cascarrabias de la cultura.
Parecía que el pequeño vampiro también era un cascarrabias de la cultura. Anton había contado firmemente con que Rüdiger iría a ver aquella noche la exposición, pero el vampiro no se presentó.
Cuando Anton finalmente cerró su ventana a las diez y media y se deslizó bajo las sábanas estaba doblemente decepcionado: porque el pequeño vampiro no había aparecido y porque él se había perdido la película policíaca de la televisión. ¡Y eso que sus padres le habían permitido expresamente que viera la película!
En lugar de ello, Anton se había quedado en su habitación leyendo una de las historias de «La dama de la mirada de plata»; una historia de vampiros más bien lenta y con un final triste que llevaba por título «Zorro, has perdido la gallina de los huevos de oro».
¿Acaso el pequeño vampiro esperaría a visitar la exposición a que estuviera de nuevo allí Olga? Pero el día anterior Rüdiger había declarado que pronto
iría
a dar el visto bueno a la exposición… ¿Estaría aquella noche, quizá, haciendo otra vez sus ejercicios en casa del señor Schwartenfeger?
¿Y Anna? ¿Dónde estaría aquella noche Anna? Anton pensó en Igno Rante y en los vestidos que le había regalado a ella… y de repente sintió cómo se le contraía dolorosamente el estómago. A ver si aquello al final… sí, que eran celos.
Apagó la lámpara de la mesilla de noche y miró hacia la ventana. Las cortinas todavía estaban abiertas y veía el cielo repleto de estrellas.
«¡No, es sobre todo preocupación!», pensó. ¡Preocupación por Anna… y por el pequeño vampiro!
Con un profundo suspiro se volvió hacia la pared.
Anton ya casi se había quedado dormido cuando un golpe sordo contra el cristal de la ventana le hizo dar un respingo.
Se puso más derecho que una vela en la cama y escuchó con atención. Pero no sucedió nada. A pesar de ello, Anton sintió que algo, lo que fuera, estaba allí fuera, en el alféizar de la ventana. Y que ese algo le estaba mirando fijamente…
Notó cómo un gélido escalofrío recorría todos los miembros de su cuerpo. Si era tía Dorothee… ¿O sería Igno Rante, que se había dado cuenta de que Anton había descubierto el ataúd vacío?
¿Qué era lo que debía hacer Anton? ¿Ir a la ventana?
¿O acurrucarse bajo las sábanas con la débil esperanza de que ese algo saliera volando de allí otra vez?
En aquel momento resonó una risa ronca y una cabeza se asomó por la ventana: una cabeza de cabellos hasta los hombros, brillantes y plateados, que estaban coronados por un gran lazo.
Anton se quedó rígido del susto. Si no le engañaban sus sentidos, era Olga: Olga, la señorita Von Seifenschwein, el gran amor del pequeño vampiro…
Entonces oyó también su oscura voz:
—¡Abre!
Y con exigencia, como era su estilo, ella tamborileó contra el cristal de la ventana. Anton, turbado, se levantó de la cama, se fue a tientas hacia la ventana y la abrió.
Olga saltó del alféizar de la ventana al interior de la habitación y con una risita coqueta preguntó:
—¿No te acuerdas de mí?
—Sí, sí, cla-claro —tartamudeó Anton. ¡Seguro que se había ido poniendo cada vez más colorado!
—Yo también te he reconocido en seguida —susurró Olga tirando de su lazo rosa—. ¡Qué aspecto más estupendísimo tienes! ¡Además, en pijama me pareces más atractivo todavía que con la ropa normal!
—¿Y qué es lo que ha dicho Rüdiger? —preguntó presuroso Anton para desviar la atención. Las lisonjas de Olga, que con seguridad obedecían a algo fríamente calculado, le resultaban extraordinariamente penosas—. ¿No se ha salido completamente de sus casillas?
—¿De sus casillas? ¿Rüdiger? —preguntó Olga con una risita—. No.
—¿No?
—No —contestó ella dando un paso hacia Anton y riéndose con su risa bronca y gutural—. Él no puede salirse de sus casillas en absoluto; a lo sumo de su criptilla. Y de su criptilla no ha salido porque ni siquiera sabe todavía que yo he vuelto.
—¿Qué?… ¿Todavía no lo sabe?
—No. Después de mi largo y agotador vuelo he querido verte primero
a ti
—declaró Olga con un seductor parpadeo.
—¿A… a mí? —preguntó Anton retrocediendo inconscientemente.
No era sólo que se encontrara muy incómodo en presencia de Olga… ¡Ahora, además, tendría que vérselas con un pequeño vampiro furioso de celos y con una ofendida y celosa Anna que seguro que no le creería cuando le dijera que no tenía ningún interés en Olga!
—Sí, te quería ver a ti —confirmó Olga—. Lo primero que hace uno siempre es visitar a su mejor amigo, ¿no?
A punto estuvo de responder que, precisamente por eso, él había supuesto que Olga lo primero que haría antes que nada sería volar al cementerio para saludar al único amigo que ella, según la opinión de Anton, tenía: ¡el pequeño vampiro! Pero, como no quería organizar una bronca, dijo solamente:
—
Tan
bien no nos conocemos, ni mucho menos.
—¡Sí, eso es verdad! —exclamó Olga en tono de denuncia—. ¡Porque esa Anna, esa dientes de leche, siempre nos estaba aguando la fiesta!
—¿Anna?
—Efectivamente. Tú ni te imaginas lo posesiva que es. No me dejaba ni hablar cinco minutos seguidos contigo sin molestar. ¡Imagínate!
—¿Y cuándo querías hablar tú conmigo? —preguntó sorprendido Anton.
—Cuando vivía en la Cripta Schlotterstein, por supuesto —contestó Olga—. Pero Anna me seguía volando constantemente y me amenazaba cuando yo iba a llamar a tu ventana.
—¿Anna te amenazaba? —preguntó incrédulo Anton.
—¡Y de qué manera! —dijo Olga asintiendo con la cabeza, con lo que el lazo basculó violentamente—. ¿Comprendes ahora por qué nosotros nos hemos podido conocer tan poco hasta el momento? —preguntó con voz aflautada.
Anton no respondió…, pues no estaba seguro de qué tenía que pensar de todo aquello. En caso de que Anna realmente hubiera impedido que Olga le visitara más a menudo, ¡él no estaba enfadado con Anna, ni mucho menos!
—¡Y ahora deberías encender la luz! —observó Olga—. ¡Para que puedas verme mejor!
«¿Para que pueda verla mejor?», pensó Anton. Lo mismo le había dicho el lobo a Caperucita poco antes de comérsela…
Pero disipó rápidamente aquella idea y encendió la lámpara de la mesilla de noche.
—¿Qué? —inquirió Olga sonriendo con afectación—. ¿Sigo estando como tú me recordabas?
Anton la examinó. Resultaba indiscutible que Olga era una niña-vampiro muy guapa: con sus grandes ojos azules, su nariz respingona y sus muchas pecas. ¡Quien no la conociera mejor se habría podido enamorar fácilmente de ella!
Pero Anton no tenía ganas de hacerle cumplidos, así que se limitó a decir:
—Sí, exactamente igual.
—¿Cómo? ¿No notas ninguna diferencia? —se hizo la ofendida Olga.
—Sí —dijo con una risita burlona Anton—. Llevas un lazo nuevo.
Olga frunció el ceño y durante un momento no pareció ya dulce y seductora, sino alevosa y malévola. Pero luego volvió a sonreír.