Anton se llevó rápidamente la mano a la boca. ¡Sólo podía haber sido uno de los caballos!
—¿De eso tienes el arañazo?
—¿El qué? —preguntó dolido el vampiro.
—Tú…, ejem…, herida del cuello —se corrigió Anton—. ¿Te la hizo el monstruo?
—No —dijo el vampiro con voz de ultratumba—. Después vino corriendo un segundo monstruo. Entonces salté con mis últimas fuerzas a un matorral.
—¿Y al hacerlo te arañaste el cuello con las espinas?
El vampiro cerró los ojos como si acordarse de ello le produjera un gran tormento.
—No —dijo lentamente—. En el matorral había un tercer monstruo.
Anton tragó saliva para no reírse.
—¿Otro más?
—Sí. Debía estar ya allí acechando, pues cayó en seguida sobre mí y me mordió en el cuello. Yo me desmayé.
—¡Qué horrible! —dijo Anton.
¡Lo mejor, seguro, era fingir que se creía la historia del monstruo del matorral! En realidad estaba convencido de que el vampiro sólo se había arañado con las espinas.
Remarcadamente serio dijo:
—¡Entonces seguro que era un vampiro!
—¿Por qué?
—¡Porque te mordió en el cuello!
El pequeño vampiro puso una cara indignada.
—¡Los vampiros no se muerden unos a otros! ¡No, era un monstruo!
Anton tuvo que reírse cuando el vampiro dijo «monstruo» lleno de horror. El único monstruo que había allí en la granja era… ¡el propio pequeño vampiro!
—¡Pero ya me enteraré de qué clase de monstruo era!
Con estas palabras el vampiro se levantó y salió del ataúd.
—¿Ahora? —exclamó alegre Anton.
¡Ir con Rüdiger en busca del monstruo podía resultar emocionante!
—No. ¡Primero tengo que comer algo!
Como siempre a Anton le corrió un escalofrío al pensar en la alimentación del vampiro.
A pesar de ello preguntó con valentía:
—¿Vamos juntos?
¡Podría mirar a otro lado cuando el vampiro se estuviera alimentando!
—¡Yo también soy muy silencioso!
El vampiro sacudió la cabeza.
—No. Lo único que harás será estorbarme.
—¡Seguro que no! —afirmó apasionado Anton.
—¿Por qué quieres venirte por todos los medios? —preguntó malhumorado el vam-piro.
—¿Por qué?
Anton tomó aire profundamente.
—¡Si supieras lo que me he aburrido hoy! Todo el día nada más que pasear, leer, comer…
El vampiro miró a Anton compasivo.
—¡Me he alegrado tanto porque iba a estar por la noche contigo! —añadió apre-miante Anton.
—¿Y qué pasa si quiero volar? —gruñó el vampiro.
Anton había estado esperando aquella pregunta. Con una radiante sonrisa sacó de debajo de su jersey la segunda capa.
—¡Mira! ¡Naturalmente había pensado en ello!
Eso pareció convencer al vampiro, pues contrajo su boca en una mueca de reco-nocimiento.
—Está bien —dijo—, puedes venir conmigo. ¡Pero no te entrometas en mis…, ejem…, asuntos!
—¡Seguro que no! —prometió Anton muy contento.
—¿Dónde está realmente tu sombrero? —preguntó fuera.
—No está.
Anton se asustó. A él le daba igual lo que ocurriera con el sombrero tirolés… ¡Pero a sus padres no!
—¿Y cómo ha ocurrido?
—Lo perdí cuando vino el primer monstruo.
—Entonces quizá esté todavía en el prado —dijo Anton—. Vamos a buscarlo.
El vampiro gritó horrorizado.
—¿Voy a ir con el estómago vacío donde está el monstruo? ¡Nunca!
Y como si temiera que a pesar de todo Anton pudiera convencerle se elevó rápidamente en el aire.
—¡Espera! —exclamó Anton.
Apresuradamente se puso la capa por la cabeza, que olía a aire de ataúd estancado y mohoso. La capa era de tela negra, ya bastante gastada y llena de agujeros de polillas. Latiéndole el corazón, Anton extendió los brazos y los movió cautelosamente arriba y abajo…, e inmediatamente empezó a flotar. ¡Dio un par de brazadas potentes… y voló!
Pronto vio la granja debajo de él, tan pequeña como una muestra de una tienda de juguetes. Anton pensó en sus padres, en Johanna y Hermann, en la señora Hering y en su marido, que estaban en la casa y no tenían ni idea de que él estaba allí fuera volando en medio de la noche… y de repente tuvo que reírse en alto.
—¿Te has vuelto loco? —siseó colérico el vampiro—. ¿Es que quieres que lla-memos la atención de todo el mundo?
—Pero si aquí arriba no nos oye nadie —se defendió Anton.
—¿Tú crees? —dijo cáustico el vampiro—. ¿Y qué ocurrirá si pasa volando por aquí Tía Dorothee?
Anton se quedó helado.
—¿Hacia dónde volamos? —preguntó Anton.
El vampiro señaló la punta de la torre de una iglesia, que parecía una cebolla.
—A Cebolla-City —dijo, y añadió:
—¡Ojalá no haya monstruos allí!
«¡Monstruos seguro que no!», pensó Anton.«¡Pero personas sí!»
Con eso pegaba la canción que se había inventado aquella tarde. Mientras navegaban el uno junto al otro a través de la noche canturreó en voz baja:
Rüdiger tenía un siglo y entonces le dio su abuela una negra capa de hilo para que así volar pueda como un vampiro.
—¿Qué estás cantando? —preguntó el vampiro, que había aguzado el oído—. ¿Acaso con eso te refieres a mí?
Anton se rió burlonamente.
—Quizá.
—¡Cántalo otra vez! —exigió el vampiro.
—Pero sólo si no te pones furioso —dijo Anton y empezó a cantar mientras el vampiro escuchaba con atención:
Rüdiger tenía un siglo y entonces le dio su abuela una negra capa de hilo para que así volar pueda como un vampiro.
Desde la cripta voló y por los aires flotó.
En el aire hacía frío
y marcharse al bosque quiso.
Pero allí había un oso.
Se llevó un susto espantoso.
Se fue raudo a la ciudad, mas no tuvo suerte allá.
La ciudad estaba clara; miles de luces brillaban.
Muchos le vieron volando e intentaron atraparlo.
Sí, con redes y con palos iban, pobre, a capturarlo.
Miedoso, fue a un agujero y hoy todavía está dentro.
—No está mal —opinó el vampiro cuando Anton terminó—. Pero bastante alejado de la realidad.
—¿Por qué? —preguntó indignado Anton.
A él le parecía que en su canción había representado al vampiro exactamente como era en realidad.
—Porque ningún vampiro se metería en un agujero —afirmó el pequeño vampiro—. ¡Y los vampiros tampoco son miedosos! Yo cantaría así:
¡Se lió a pegar mordiscos y así se quedó tranquilo!
Se rió con voz ronca como si graznara.
Anton sólo contrajo burlón la boca. En seguida se demostraría lo valiente que era en realidad el vampiro, pues delante de ellos aparecían las primeras casas de la pequeña ciudad.
Riéndose irónicamente Anton señaló una casa claramente iluminada cuya puerta de entrada estaba abierta de par en par. En aquel momento entraban varias personas vestidas para una fiesta.
—¡Si tan valiente eres —dijo—, tienes la ocasión propicia!
—¿Qué ocasión?
—Allí abajo parece haber esta noche una fiesta de pueblo.
—Pero yo no quiero bailar.
—¡Es que tampoco tienes que hacerlo!
Anton intentó permanecer serio.
—¡Pero piensa en todas las personas que hay! ¡Esta es tu oportunidad!
Paró un taxi delante de la casa y se apearon dos hombres.
—¿Ves? —dijo Anton—. ¡Y allí detrás, por la calle, también vienen unos cuantos!
Irónicamente añadió:
—¿No eres tan valiente…?
—Tampoco soy taaan valiente —dijo quejumbroso el vampiro.
Al ver tanta gente se había vuelto más pálido aún que de costumbre.
—Yo…, prefiero buscarme un sitio más tranquilo —murmuró, se dio la vuelta y salió de allí volando.
Anton le siguió. Mientras tanto canturreó a media voz para sí:
Valiente, fue a un agujero y hoy todavía está dentro.
Al principio Anton pensó que el pequeño vampiro iba a volar de regreso a la granja, porque tomó el mismo camino por el que habían venido. Pero luego torció a la derecha a la altura de un cartel que ponía «Nuevo-Motten. 4 Km».
Cuando apareció a la vista una casa de labor cubierta de caña, retardó su vuelo y se volvió hacia Anton. Con una inclinación de cabeza indicó hacia la casa.
Estaba oculta entre altos árboles. Por encima de la puerta de entrada, pintada de azul, estaba encendida una lámpara pasada de moda, y había dos ventanas iluminadas en la planta baja.
—Justo lo más apropiado para mí —dijo el vampiro con voz ronca—. Calculo que ahí vivirá un matrimonio viejo con sus seis nietos. Los niños ya están durmiendo, y los abuelos también se irán a la cama en seguida… Los padres de los niños seguro que perdieron la vida en un accidente de avión —añadió susurrando.
Anton se asombró de la imaginación calenturienta del vampiro.
—En el establo tienen vacas y caballos y corderos…
Al enumerar los animales la voz del vampiro cobró un tono tan ansioso y voraz que a Anton le entraron escalofríos.
—Seguro que han cerrado la puerta de entrada —prosiguió excitado el vampiro—. Los ancianos son precavidos. Pero me apuesto lo que sea a que se han olvidado de cerrar la puerta trasera. Los ancianos son olvidadizos.
Soltó una carcajada como un graznido y aterrizó en la sombra de un gran árbol.
—¡Ven, Anton!
—¿No prefieres ir solo? ¡Tú mismo has dicho que lo único que yo haría sería estorbarte!
—¡No! ¡Tú eres más experto que yo en casas de seres humanos!
—Pero en casas de labor no soy nada experto.
—Tú sólo quieres escabullirte.
—¡De ninguna manera! —repuso Anton.
—¡Tanto mejor! —se rió irónicamente el vampiro—. Ahora entonces miraremos a ver si está abierta la puerta trasera.
Anton echó un vistazo a la casa. Con las cortinas claras, las macetas delante de las ventanas y la puerta azul no tenía realmente un aspecto amenazador…, sino más bien como si vivieran allí personas simpáticas e inofensivas.
—Está bien —dijo—, si vas tú delante…
—Por mí… —gruñó el vampiro.
Se dirigió hacia la casa lenta y cautelosamente y abrió la pequeña puerta de hierro forjado que conducía al jardín.
—Ven —le siseó a Anton.
Anton le siguió de puntillas, pero no podía moverse tan sigilosamente como el pequeño vampiro entre los macizos y arbustos del jardín: una y otra vez crujían ramas, rechinaba la gravilla bajo sus pies…, o echaba a volar con aterrorizados aleteos un pájaro que él no había visto. A cada ruido el vampiro volvía la cabeza y miraba furioso a Anton.
Por suerte dentro de la casa nadie pareció advertir su presencia, pues las ventanas que daban al jardín permanecieron a oscuras.
Finalmente llegaron a una terraza en la que había una mesa redonda, cuatro sillas y una barbacoa.
—¡Vete allí y comprueba si la puerta de la terraza está abierta! —ordenó el pequeño vampiro.
—¿Por qué yo? —protestó Anton.
—Porque yo con mi buena vista tengo que quedarme aquí haciendo guardia —repuso el vampiro.
«No es muy convincente», pensó Anton.
A pesar de ello fue hacia la puerta temblándole las rodillas y apretó temeroso el manillar hacia abajo.
¡La puerta estaba cerrada!
El vampiro hizo crujir nervioso los dedos.
—Entonces tendremos que intentarlo por delante —dijo.
Y dándose importancia añadió:
—Calculo que los viejos han confundido las puertas. ¡Seguro que se han olvidado de cerrar la puerta delantera!
—Tenías que hacerte visionario —dijo mordaz Anton.
Pero en lugar de sentirse ofendido el vampiro sólo sonrió.
Con voz inusualmente amable dijo:
—¡Yo no! ¡Tú sí que vas a ser visionario!
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó desconfiado Anton.
El vampiro dijo burlonamente:
—Tú vas a ir ahora a la puerta delantera, la vas a abrir y vas a mirar donde hay luz.
Durante unos segundos Anton se quedó sin habla.
Luego exclamó lleno de indignación:
—¡Eso es lo que tú quisieras! ¡Siempre me mandas a mí! ¡Y sólo porque tú eres un vago!
—¿Qué es lo que soy? ¿Un vago?
La voz del vampiro soltó un gallo por la furia.
—Esa es la calumnia más insolente que nunca he…
No siguió más adelante, pues en aquel momento se encendió la luz de la habitación que daba a la terraza. Abrieron la puerta de la terraza y salió una mujer joven con un largo vestido verde.
—¡Al fin estáis aquí! —exclamó ella, y su voz sonó alegre y emocionada.
Anton y el pequeño vampiro estaban tan anonadados que se quedaron parados como si les hubiera caído un rayo…, incluso después también, cuando apareció detrás de la mujer un hombre alto y ancho de hombros con un albornoz azul.
—¡Nuestros niños veraneantes están aquí! —le gritó la mujer—. ¡Bruno y Rudi, de Berlín!
—Eso sí que es una sorpresa —exclamó él con voz estruendosa—. ¿Es que habéis perdido el tren?
Anton reflexionó con la rapidez del rayo. La mujer y el hombre, al parecer, esperaban a dos niños berlineses que iban a pasar las vacaciones en su casa y por algún motivo se habían retrasado. ¡Evidentemente habían tomado a Anton y a Rüdiger por aquellos niños veraneantes!
¡Aquella confusión era una suerte para el pequeño vampiro y para él! Sólo tendrían que hacer como si fueran los niños veraneantes… ¡y esperar a que se presentara la ocasión propicia para huir!