¡Anton decidió ir abajo y preguntarle a Johanna qué era lo que pasaba con aquel edificio plano y sus inquietantes moradores!
Johanna estaba sentada en la sala de estar viendo la televisión: una película de animales, como comprobó Anton arrugando la nariz con desagrado.
—Tengo que preguntarte una cosa —dijo él.
—Ahora no —contestó ella—. Cuando termine la película.
Anton gimió en voz baja. ¡La película seguro que duraba todavía media hora, y eso quizá fuera ya demasiado tiempo si quería poder llegar aún a ayudar al vampiro!
—¡Pero yo tengo que saber cómo sea qué es lo que hay en el edificio plano! —dijo apremiante—. Antes, cuando abrí la puerta…
—¿Has abierto la puerta?
Johanna se rió en voz baja.
—¡Entonces puedo imaginarme qué es lo que ha pasado!
—¿Qué es lo que hay allí dentro entonces?
—¿No lo sabes? —se rió ella entre dientes—. ¿No has oído sus gruñidos?
—¿Gruñidos?
De pronto empezó a comprender.
—¿Eran acaso… cerdos?
—¡Sí!
Anton notó cómo se ponía colorado.
¡Se había asustado de unos cerdos! Pero luego razonó que allí había algo que no encajaba: ¡ninguna pocilga tenía aquel aspecto! ¡Y los cerdos tampoco vivían en la oscuridad!
—No me lo creo —dijo resuelto—. ¡Las pocilgas tienen ventanas!
—Tampoco es una pocilga normal —aclaró Johanna—. Nosotros tenemos cebones.
—¿Y ésos viven en la oscuridad?
—Sí. Sólo ven la luz cuando mi padre va y les echa el pienso. Por eso chillan tanto cuando se abre la puerta.
—Eso es maltratar a los animales —se indignó Anton.
Johanna se encogió de hombros.
—Por lo menos ahora mi padre no tiene que sacar el estiércol. Va todo automático.
—A pesar de todo eso es maltratar a los animales.
—En la vieja pocilga tampoco lo tenían mucho mejor. Puedes echarle una ojeada. Además, está llena de trastos.
Anton escuchó con atención. Una vieja pocilga llena de trastos… ¿No la habría elegido como escondite el pequeño vampiro?
—¿Y dónde está la vieja pocilga?
—Detrás del establo de las vacas… ¡Y ahora quiero por fin ver mi película!
—Ya me voy —dijo complacido Anton.
¡Estaba muy satisfecho con lo que había descubierto!
Fuera, entretanto, se había hecho de noche.«¡En casa, en la ciudad, nunca está tan oscuro!», pensó Anton estremeciéndose. La luna había desaparecido detrás de las nubes, y a través de los altos árboles que había al borde de la calle, titilaba sólo muy débilmente la luz de las farolas.
¡Qué bien hubiera podido utilizar él ahora su linterna! ¡Pero sin duda con el jaleo de hacer la maleta la había olvidado!
Cuando finalmente alcanzó la parte trasera del establo de las vacas respiró ali-viado, a pesar del penetrante mal olor, pues detrás del estercolero vio el tejado de un cobertizo. ¡Aquello tenía que ser la vieja pocilga!
Al acercarse vio que la pocilga estaba construida con ladrillos y tenía pequeñas ventanas y una puerta de madera. Y aquella puerta…, ¡estaba medio abierta…!
Anton se quedó parado. Su corazón latía como loco. ¿No había en la ventana un reflejo de luz? ¿Y no vagaba por la puerta una extraña sombra?
Sintió cómo le entraban escalofríos. Y si no fuera el pequeño vampiro el que vivía en la vieja pocilga, sino… ¡Tía Dorothee! U otro vampiro, uno de aquí…
Y en el silencio que reinaba a su alrededor oyó de repente un ruido: ¡era el claro clic-clac que hacían al golpear unos contra otros los dientes afilados como cuchillos!
¡Dientes de vampiro…!
Anton retrocedió un par de pasos instintivamente… y se quedó con una bota metida en el suelo embarrado.
—¡Mierda! —maldijo en voz baja con los labios apretados.
Por mucho que tiraba y sacudía… ¡la bota no se movió! ¡Y eso tenía que pasarle precisamente ahora que quizá estuviera acechándole un vampiro allí en la pocilga!
Rígido por el miedo, Anton vio cómo salía una figura de la oscuridad de la puerta y venía hacia él escurridiza y sin hacer ruido. La capa, que llegaba hasta el suelo, se hinchaba de tal forma que parecía un gigantesco murciélago negro.
¡En aquel momento la luna salió de detrás de las nubes y Anton dirigió su mirada al rostro, pálido como el de un muerto, del pequeño vampiro!
—¡Rüdiger! —exclamó temblándole la voz de alegría y excitación.
—Hola, Anton —dijo ronco el vampiro.
Anton vio sus ojos inyectados en sangre y la gran boca con los colmillos muy salientes y agudos como agujas. Al ver los dientes del vampiro le corrió un escalofrío por la espalda…
—Yo…, yo sólo quería visitarte —dijo rápidamente.
—¿Visitarme?
El vampiro se rió con voz ronca.
—¡Buena idea! ¡Si supieras lo hambriento que estoy!
—i Yo no pensaba eso!
—¿Qué entonces? —dijo el vampiro dando un paso hacia Anton.
Anton quiso retroceder, pero su bota seguía estando firmemente metida en el cieno. ¡El vampiro no tenía que notar que tenía miedo!
—Quería saber dónde está tu ataúd —dijo con valentía.
—¿Mi ataúd?
El rostro del vampiro cobró una expresión de desconfianza.
—¿Y por qué?
¡A eso sólo podía haber una respuesta!
—Somos amigos, ¿no?! —dijo Anton poniendo todo su poder de convicción en aquellas palabras. El vampiro contrajo la boca y gruñó:
—¡Amigos!… ¡Ahora tengo hambre!
Al decir estas palabras miró de reojo al cuello de Anton.
—¿No te he ayudado acaso a traer aquí tu pesado ataúd? —exclamó Anton.
—Sí —gruñó el vampiro.
—¡Y hasta he pagado los billetes del tren con el dinero de mis propinas!
El vampiro echó a Anton una mirada furiosa.
—¡Lo dices como si lo hubieras hecho todo solamente por mí!
—¿Acaso no? —exclamó Anton.
—¡Tú sólo querías traerme aquí porque si no te ibas a aburrir demasiado en la granja! ¡Por eso me convenciste de que viniera!
Anton tuvo que reírse irónicamente. Eso era cierto…, ¡pero, al fin y al cabo, el vampiro también había tenido sus motivos para abandonar por unos cuantos días la cripta donde vivía!
—¿Y qué pasaba con Jórg el Colérico? —exclamó—. ¿Es que acaso Lumpi no le había invitado a vuestra cripta? ¿Y no tenías tú que desaparecer por culpa suya?
—Sííí… —dijo el vampiro estirando la palabra—. ¡Pero yo seguro que no hubiera venido a esta piojosa granja! —añadió enérgicamente—. Aquí no hay nada razonable de comer para mí. ¡Ayer estuve fuera media noche y sólo capturé un ratón!
—Es que todavía no conoces bien esto —dijo Anton—. ¡Me apuesto lo que quieras a que ni siquiera sabes dónde están los toros!
—Toros… ¡Si eso es todo…! —dijo desabrido el vampiro.
—Y gallinas —prosiguió Anton—. Puedo enseñarte dónde está el gallinero. Y sé dónde hay un c…
«Corderito», iba a decir Anton, pero cuando pensó en el ovillito blanco y lanudo se contuvo.
—¿Qué c…? —bufó el vampiro.
Pero Anton había decidido no descubrirle nada del corderito.
—¡Una clueca!
—¡Una clueca! —repitió como un eco el vampiro—. ¡Déjame en paz con tus bichos!
Anton aspiró profundamente y tiró una vez más de su bota… y esta vez consiguió sacarla.
Tomando aliento dijo:
—¿Puedo ahora mirar dentro?
—¿Cómo… mirar dentro? —preguntó receloso el vampiro.
—Dentro de la pocilga. ¿O es que no vives ahí?
—Sí… ¡Pero sólo un momento! ¡Como ya sabes, tengo un hambre tremenda!
Anton se coló detrás del pequeño vampiro por la puerta de la pocilga. Fueron a dar a una antecámara que estaba abarrotada de muebles viejos. En la pared había un alto armario con un gran espejo.
Con el resplandor que salía de la pocilga Anton vio su propia imagen reflejada en el espejo… ¡Sólo por donde iba el vampiro estaba el espejo vacío!
Volvió la cabeza… y vio delante al vampiro en persona, sus desgreñados cabellos que le llegaban hasta los hombros y la sucia capa con agujeros hechos por la polilla. Anton tragó saliva. Naturalmente, sabía que los vampiros no se reflejaban en los espejos. ¡Pero entre leerlo en un libro y comprobarlo tan de cerca había una gran diferencia!
Pero después casi tuvo que reírse: ¡No era ningún vampiro cualquiera, sino Rüdiger von Schlotterstein, su mejor amigo! De él no tenía por qué asustarse… ¿O sí?
A pesar de todo se sintió algo temeroso cuando el vampiro siguió hasta la po-cilga.
Era una habitación alargada con jaulas para los cerdos con muros hasta media altura. Por todas partes había tablones, estacas, puertas viejas, muebles, herramientas, rollos de alambre y barras de hierro. La gruesa capa de polvo que había en los muebles demostraba que casi nunca se dejaba caer nadie por allí.
Además, apestaba terriblemente a estiércol de cerdo y a moho. Anton se estremeció. Pero para el vampiro era justo la guarida adecuada.
Su pequeño ataúd negro, que había colocado detrás, en una esquina, entre una cómoda carcomida y un gran cofre, no hubiera llamado en absoluto la atención… de no haber una vela encendida en el borde del ataúd.
El vampiro, eso lo sabía Anton, necesitaba la vela para leer siempre un poco después de despertarse: ¡Naturalmente, historias de vampiros!
—¡Un escondite fabuloso! —dijo elogioso.
El vampiro sonrió halagado.
—¿No es cierto? ¿Cómo has podido encontrarme?
Anton dio a entender con un movimiento que era una larga historia.
—¿No ibas a enseñarme dónde puedo encontrar algo de comer?
—Primero te he buscado en el pajar y donde los cebones. Y luego me ha contado
Johanna que había también una vieja pocilga.
—¿Johanna? —preguntó de mal humor el vampiro—. ¿Quién es ésa? ¿Sabe ella algo?
Anton carraspeó apocado.
—Vive en la granja. Pero no tiene ni idea de que estés tú aquí. Y, además, no cree en vampiros —añadió aunque eso no lo sabía en absoluto—. ¡O sea, que estás completamente seguro!
Esto pareció tranquilizar al vampiro. Fue a su ataúd, sacó un sombrero y se lo puso. Anton se mordió los labios para no echarse a reír, era el sombrero tirolés que le había prestado al vampiro para el viaje en tren. ¡Con el sombrero, en el que se balanceaba de un lado a otro con cada movimiento una larga pluma, el vampiro parecía un personaje de chiste!
Pero Rüdiger, por lo visto, se encontraba muy guapo, pues sonreía satisfecho de sí mismo.
—¿Nos vamos? —dijo.
—¿Adónde? —preguntó sorprendido Anton.
Delante de la pocilga preguntó el vampiro:
—¿Y dónde están los toros?
—¿Los to… toros?
El propio Anton no sabía exactamente dónde estaba el prado de los toros.
—¿No querrías ir primero al gallinero? —intentó desviar la atención del vampiro.
—¡Gallinas! —dijo con censura el vampiro—. Si sólo tienen plumas y huesos… Así no me voy a hartar.
—Pero hay muchas —arguyó Anton.
—¡Brrr! —hizo solamente el vampiro.
—¡Es que los toros son muy salvajes! —afirmó Anton.
—¿Salvajes?
La voz del vampiro sonó de pronto ya no tan segura de sí.
—¿Tú crees que podrían hacerme algo?
—Bueno…
—Entonces…, ¡entonces sí que iré antes al gallinero! —dijo apresurado el vampiro.
Anton se rió irónicamente para sus adentros. El pequeño vampiro fingía siempre ser particularmente valiente y arrojado… ¡Pero tenía tantísimo miedo como Anton!
¿Se asustaría también de las gallinas? En cualquier caso, Anton había decidido no volver a entrar en el gallinero. ¡Se quedaría delante de la alambrada mirando cómo le pellizcaban al pequeño vampiro sus agujereados leotardos! Ante la idea de que el vampiro corriera de un lado a otro con la capa revoloteando entre picotazos, se echó a reír en voz baja.
Pero su alegría se esfumó rápidamente y es que en el gallinero no se veía ni una sola gallina.
—¿Y dónde están tus gallinas? —gruñó el vampiro con clara decepción.
—Sí, o sea… —empezó Anton.
Había esperado encontrarlas en el patio cacareando en alto.
—Ya es… están durmiendo.
—¿Y dónde? —preguntó el vampiro rechinando los dientes.
Anton, naturalmente, no podía admitir que no lo sabía. Señaló la caseta donde empollaba la clueca.