El pequeño vampiro en la granja (5 page)

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

BOOK: El pequeño vampiro en la granja
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—Ahí dentro.

—¿Todas? —-preguntó incrédulo el vampiro—. ¿No decías que había muchas?

—Algunas también duermen en los árboles.

—¿Gallinas? ¿En los árboles?

—¡Anda! También son pájaros.

—Los vampiros no es que entendamos mucho de animales —declaró el vam-piro—, ¡pero nunca había oído que las gallinas durmieran en los árboles!

«¡Yo tampoco!», asintió Anton en secreto. En voz alta dijo:

—¿No ves los ojos de gallo?

El vampiro, evidentemente, no sabía lo que eran ojos de gallo, pues se puso muy serio y examinó las copas de los árboles con sus agudos ojos que podían ver en la oscuridad mucho mejor que los de Anton.

—¡Allí arriba hay realmente algo! —dijo—. ¡No puedo reconocer ningunos ojos, pero sí una sombra que se mueve!

—¿Una sombra que se mueve? —exclamó sorprendido Anton.

¡Al fin y al cabo el asunto de las gallinas que dormían en los árboles sólo se lo había inventado!

—¿Es un animal? —preguntó angustiado.

—¡A lo mejor es un vampiro! —dijo Rüdiger riéndose burlonamente.

—¿Un vampiro? —dijo Anton con voz temblorosa.

Rüdiger le miró divertido de soslayo.

—¿Desde cuándo te asustas tú de los vampiros?

—Yo…, también podría ser Tía Dorothee.

—Tía Dorothee es mucho más gorda.

—O Sabine la Horrible.

—Mi abuela no acecha en los árboles —repuso muy digno el vampiro—. ¡Pero podría ser Anna!

—¿Anna? ¿Es que iba a venir? —¡Ella siempre quiere estar donde tú

estés!

Anton notó cómo se ponía colorado.

—¿Y es ella?

El vampiro se rió entre dientes. Luego recitó:

¡Anna la enamorada

sentada en un árbol piaba

y Anton, su enamorado querido,

quisiera estar con Anna, su gorrioncillo!

—¡Muy gracioso! —dijo colérico Anton.

Para vengarse observó insidioso:

—¡Sospecho que es Geiermeier!

Conocía el miedo que el vampiro tenía a Geiermeier, el guardián del cementerio, que iba siempre husmeando y que había jurado destruirles a todos. Theodor, el tío de Rüdiger, ya había sido víctima de él.

Pero el pequeño vampiro dijo con toda la tranquilidad del mundo:

—¿ Desde cuándo sabe volar Geiermeier?

Ahora vio también Anton a aquel ser volando lenta y algo pesadamente desde los árboles hasta el gallinero. Cuando se posó en la alambrada y soltó un grito agudo y penetrante Anton supo de pronto quién era aquel ser…

Pero era demasiado tarde para decírselo al pequeño vampiro, pues éste en el mismo momento había echado a correr precipitadamente.

«Claro», se dijo Anton mientras regresaba a la granja, «él me ha hecho enfadar con la poesía y se me ha olvidado prevenirle del pavo real…»

La gente del campo

La mañana siguiente los padres de Anton decidieron que les acompañara en su paseo… ¡A pesar de que él no tenía ninguna gana!

—Si no, te quedarás en tu habitación —afirmó la madre.

—O te aburrirás en el patio —completó el padre.

—Pasear tampoco es precisamente muy emocionante —repuso Anton.

—Claro que sí —dijo el padre—. Ya verás cómo aquí hay un montón de cosas interesantes que ver.

Anton señaló un par de sacos de basura que había en el borde de la calle.

—¿Te refieres a eso?

—¡Tú ya has entendido a qué se refiere papá! —dijo la madre.

Anton se calló enfadado. ¡Ellos siempre querían determinar qué es lo que era bueno para él!

Fue tras ellos contrariado intentando enterarse lo menos posible de su conversación sobre casas de labor, cristales abombados y visillos rústicos…, lo cual no era demasiado fácil, pues ellos se reclamaban uno al otro en voz alta la atención sobre los supuestos «monumentos».

«¡Como turistas!», pensó despreciativamente.

Después se entusiasmaron con un molino de viento de unos treinta centímetros que había en un jardín frontal y los habitantes de la casa se les quedaron mirando con curiosidad; se puso completamente rojo.

—¿No podríais hablar más bajo? —siseó.

Pero sus padres, sin inmutarse, empezaron a preguntarle a aquella gente sobre su casa, él molino de viento y demás «monumentos» de Pequeño-Oldenbüttel.

Anton se alejó e hizo como si él no tuviera nada que ver con ellos.

Al tiempo iba contando en voz baja. Si llegaba a cuarenta y ellos no volvían, regresaría él solo.

Pero cuando llegó a veinticinco, sus padres fueron a su encuentro.

—¡Qué abierta y amable es la gente del campo! —dijo soñadora la madre.

—¡Al contrario que Anton! —añadió el padre después de echar una mirada al hosco semblante de Anton.

—En casa tampoco os dirigís a cualquiera y os ponéis a hablar con él —gruñó Anton—. ¡Sois auténticos turistas!

Su madre sólo se rió.

—Y ahora, como auténticos turistas, vamos a echar un vistazo a la iglesia.

—¡Lo que faltaba! —dijo Anton.

Entonces se dio cuenta de que junto a una iglesia tenía que haber también un cementerio… y aquella idea le hizo ser más condescendiente.

Pero era un cementerio moderno, como pudo comprobar Anton, rodeado por un muro de piedra a media altura, con caminos pulcramente rastrillados y tirados a cordel y sólo unos pocos arbustos y árboles. Las lápidas estaban tan ordenadamente alineadas y las tumbas tan cuidadosamente llenas de plantas que tuvo que bostezar. En aquel cementerio seguro que no había ninguna tumba de vampiro… ¿O acaso sí? En la última fila descubrió el siguiente epitafio:

Lo que guarda

esta caja,

es el traje terrenal.

Lo que amamos,

ha quedado,

queda para la eternidad.

¡Pero estaba demasiado cuidada para ser una tumba de vampiro! Las tumbas de los vampiros, tal como las conocía Anton, tenían viejas y desmoronadas lápidas y estaban cubiertas por la maleza.

—¿Qué, has descubierto una tumba de vampiro? —preguntó su padre cuando volvieron a reunirse delante de la iglesia.

—¡Claro! —dijo Anton, al que molestaba el tono irónico de su padre—. Todo el cementerio está lleno de ellas. Y hay un vampiro que corre por ahí con una carretilla y una pala y ahora, precisamente, va a levantar una tumba. Si te das prisa todavía podrás verle. Lleva una gorra azul y fuma en pipa.

—Y yo que siempre había creído que los vampiros sólo salían de noche… —observó divertido el padre—. Qué chico más listo.

—¿No podéis hablar ya de una vez de otra cosa? —dijo agitada la madre—. De las viejas casas, por ejemplo.

—¡Las casas son realmente preciosas! —dijo inmediatamente el padre de Anton—. Mira aquella casa de allí con el mirador…

«¡Etcétera, etcétera!», pensó Anton mientras les seguía malhumorado.

Su mal humor sólo mejoró cuando, de vuelta, se pararon delante de una tienda sobre la que ponía «GRANDES ALMACENES GERTRUDE GRAPSCH».

«¡ La tienda no tiene precisamente pinta de grandes almacenes!», pensó Anton. En los dos escaparates no había nada puesto ni montado…, simplemente tenían pegado hasta la mitad un papel para armarios de colorines.

—¡Menudos grandes almacenes! —se rió irónicamente.

—Es que en el campo son así —contestó su madre.

—Ven, vamos a entrar.

—Oh, sí —dijo Anton.

Si era una tienda de pueblo…, seguro que habría galletas y chocolate, Y hoy sólo había comido medio panecillo.

Pero apenas habían entrado en la tienda, su madre, al ver un largo estante lleno de golosinas, dijo:

—¡Pero no vamos a comprar golosinas!

—¿Por qué no?

—Porque no has desayunado como es debido.

—¡Eso es una guarrada! —gruñó.

Allí estaba su chocolate favorito… Se le hacía la boca agua.

—¡Es que se me van a hacer agujeros en los dientes!

Su madre sacudió la cabeza.

—No.

—¡Pero yo quiero algo dulce! —dijo obstinado Anton.

—Te regalo una piruleta —declaró entonces la mujer de la caja.

La madre de Anton abrió la boca para protestar…, pero no dijo nada. ¡Probable-mente no quería parecer descortés! Anton, sin embargo, reconoció por las arrugas de su frente que estaba colérica porque la cajera se hubiera entrometido en su educación.

Riéndose irónicamente cogió la piruleta y se la metió rápidamente en la boca.

—Tenías razón —le dijo a su madre—, ¡la gente del campo es realmente sim-pática!

Luego recorrió complacido la tienda, en la que se podía comprar casi todo: desde mangos de escoba hasta morcillas.

Encontró hasta libros. Pero no había ninguno que le interesara. Su madre, por el contrario, estaba encantadísima.

—Mira, Anton, qué libros tan estupendos: ¡libros de animales! ¡De construc-ciones! ¡De aventuras! Cuentos, leyendas… ¿Quieres que te compre uno?

—No, gracias.

—¡Pero así podrás leer esta tarde!

«¡Puedo hacerlo de todas maneras!», pensó Anton. En voz alta dijo:

—Esos son sólo para niños de pueblo.

—¿Qué es lo que te gustaría leer entonces? —quiso saber la cajera.

Anton, para enfadar a su madre, dijo:

—¡Historias de vampiros!

Para sorpresa suya la mujer no se rió de su respuesta, sino que salió de detrás de la caja, se subió a una pequeña escalera y sacó algunos libros del estante… Libros con la cubierta negra, como pudo comprobar Anton con alegría.

—Toma —dijo tendiendo a Anton tres libros—. ¿Te gustan más éstos?

Eran… ¡historias de vampiros!

¡Dos de los libros, de todas formas, ya los conocía Anton, pero no el tercero, que tenía el prometedor título de
Tu roja sangre, Katharina
!

Se volvió hacia su madre y preguntó:

—¿Me compras éste?

—¡De ninguna manera! —contestó enfadada.

—Aquí nos gusta leer estos libros —dijo la mujer.

—¡¿Lo ves?! —dijo triunfante Anton—. ¡La gente del campo sabe lo que es bueno!

La cajera sonrió halagada…, pero por desgracia eso no le hizo regalarle a Anton el libro, que era lo que él esperaba.

Así es que tuvo que pagar el libro con su dinero. Pero eso tampoco estaba tan mal, ¡ahora tenía un buen libro más y sabía de antemano cómo iba a pasar la tarde!

El pequeño vampiro y los monstruos

Cuando Anton entró por la noche en la vieja pocilga el vampiro estaba todavía en el ataúd. La vela estaba encendida, pero el vampiro no estaba leyendo como era su costumbre.

Se había subido su agujereada manta negra hasta la barbilla y miró a Anton con ojos enrojecidos.

—¿No te encuentras bien? —preguntó Anton.

El vampiro apartó la manta para que Anton pudiera ver un arañazo que tenía en el cuello.

—¡Estoy herido!

Anton estuvo a punto de echarse a reír. ¡Realmente tan grave no le parecía el arañazo!

Con un gesto de dolor dijo el vampiro:

—Seguro que me entra una intoxicación de sangre. Lumpi la tuvo una vez. ¡Le faltó un pelo para morirse!

—Pero si los vampiros ya están muertos —opinó Anton.

El vampiro le echó una mirada colérica…, como siempre que Anton descubría que exageraba excesivamente.

—¿Y qué? —siseó—. A pesar de ello podemos tener una intoxicación de sangre.

Se palpó con precaución el arañazo.

—¿Es muy profunda?

—¡No! —aseguró Anton.

—¡Si al menos pudiera verla! En el espejo tampoco puedo mirar… ¿Tengo ya una franja roja en el cuello? ¡Lumpi dice que con las intoxicaciones de sangre sale una franja roja!

Anton tuvo que reírse burlonamente. El vampiro sólo tenía una franja negra en el cuello…, una franja de suciedad. ¡Pero sería mejor no decirlo en alto!

—Tienes un aspecto completamente normal —declaró.

Eso también era cierto. El vampiro estaba tan pálido y despeinado como siempre. Sólo las sombras de debajo de los ojos eran quizá algo más profundas que otras veces.

—¡Normal! —gruñó el vampiro—. ¡Después de una noche así no puedo tener un aspecto normal!

Anton preguntó curioso:

—¿Qué es lo que ha pasado?

El vampiro miró a Anton con ojos relucientes.

—¡La granja está atestada de monstruos!

—¿Monstruos?

Anton intentó permanecer serio. ¡Ya podía imaginarse con qué monstruos se había tropezado el vampiro!

—Si te refieres al ser que chilló de esa manera…

Pero antes de que Anton pudiera contar que sólo habían visto un pavo real le in-terrumpió el vampiro.

—¡Eso fue lo más inofensivo! —exclamó—. ¡Pero cuando iba corriendo por el prado vino corriendo hacia mí un monstruo tan alto como una casa y me golpeó!

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