—Lo esperaré. Pero la próxima vez, me tocará a mí acompañar al detenido.
Su compañero asintió con una sonrisa. Restablecida la armonía, se acercaron a la mujer que durante su larga conversación había permanecido sentada en el pilar, contemplando el escaparate destrozado y los fragmentos de vidrio esparcidos en el suelo formando una especie de arco iris incoloro.
—Venga conmigo —dijo el primer policía.
En silencio, ella se levantó del pilar y empezó a andar hacia la embocadura de una estrecha calle situada a la izquierda del escaparate. Ninguno de los policías reparó en la circunstancia de que ella parecía saber por dónde se llegaba antes a la
questura.
Diez minutos tardaron, y ninguno de los dos dijo nada durante este tiempo. Si alguna de las pocas personas que los vieron se hubiera fijado en ellos mientras cruzaban la dormida explanada de la
piazza
San Marco y la estrecha calle que conducía a San Lorenzo y la
questura,
hubiera visto a una mujer atractiva y bien vestida en compañía de un policía de uniforme. Una imagen insólita, a las cuatro de la mañana, pero quizá habían entrado ladrones en su casa o la habían llamado para que identificara a un niño fugado.
No había nadie esperando para abrirles la puerta, por lo que el policía tuvo que llamar varias veces al timbre antes de que de la sala de guardia situada a mano derecha de la entrada apareciera la cara soñolienta de un joven agente. Al verlos, se retiró, para reaparecer segundos después poniéndose la chaqueta, y abrió la puerta murmurando una disculpa.
—Nadie me ha avisado de que venías, Ruberti —dijo. El otro rechazó la disculpa con un ademán, pero luego le indicó con una seña que volviera a la cama, recordando lo que es ser nuevo en el cuerpo y estar aturdido por el sueño.
El agente llevó a la mujer al primer piso, a la oficina de los policías de uniforme. Abrió la puerta y la sostuvo cortésmente para que entrara ella. Luego la siguió y se sentó ante un escritorio. Del cajón de mano derecha sacó un grueso bloc de formularios, lo puso encima de la mesa con un golpe seco, miró a la mujer y con un ademán la invitó a sentarse en la silla que estaba frente a él.
Mientras ella se sentaba y se desabrochaba el abrigo, él rellenó la parte superior del formulario con la fecha, la hora y su nombre y graduación. Al llegar a la casilla de «Delito» vaciló un momento y escribió: «Vandalismo.»
Miró a la mujer y entonces, por primera vez, la vio claramente. Le llamó la atención algo que le pareció incongruente, absurdo: en ella, todo —la ropa, el pelo y hasta la manera de sentarse— denotaba una seguridad que sólo da el dinero, el mucho dinero. «Ojalá no esté loca», rogó en silencio.
—¿Tiene su
carta d'identitá, signora?.
Ella asintió y metió la mano en la bolsa. A él no se le ocurrió ni por asomo que pudiera haber peligro en permitir que una mujer a la que acababa de arrestar por un delito de cierta violencia metiera la mano en una bolsa grande.
La mano salió de la bolsa asiendo una cartera de piel. Ella la abrió y extrajo el documento beige de identidad. Lo desdobló, le dio la vuelta y lo puso encima de la mesa, delante de él.
El policía miró la foto, vio que debía de haber sido tomada hacía años, cuando ella era todavía una auténtica belleza y leyó el nombre.
—¿Paola Brunetti? —No daba crédito a lo que veía.
Ella asintió.
—¡Joder, si es usted la esposa de Brunetti!
Cuando sonó el teléfono, Brunetti estaba tumbado en la playa, con el antebrazo sobre los ojos, para protegerlos de la arena que levantaban los hipopótamos al bailar. Es decir, en el mundo de los sueños, Brunetti estaba en una playa, a la que sin duda había ido huyendo del calor de la discusión que había mantenido con Paola días atrás, y los hipopótamos eran la imagen que le había quedado en el subconsciente, del medio que había utilizado para zafarse de la polémica, uniéndose a Chiara en la sala para ver la segunda parte de
Fantasía.
Seis veces sonó el teléfono antes de que Brunetti reconociera la señal y se acercara al borde de la cama para descolgarlo.
—¿Sí? —dijo, embrutecido por el sueño inquieto que invariablemente le producía un conflicto pendiente de resolver con Paola.
—¿El comisario Brunetti? —preguntó una voz masculina.
—Un momento. —Brunetti dejó el teléfono y encendió la luz. Volvió a echarse y se subió las mantas sobre el hombro derecho. Entonces miró a Paola, para comprobar que no la había destapado. La otra mitad de la cama estaba vacía. Habría ido al baño o a la cocina a beber un vaso de agua o, si aún estaba nerviosa por la discusión lo mismo que él, un vaso de leche caliente con miel. Le pediría disculpas cuando volviera, disculpas por lo que le había dicho y por esta llamada intempestiva, a pesar de que no la había despertado. Alargó la mano hacia el teléfono.
—Sí, dígame. —Hundió la cabeza en las almohadas, confiando en que la llamada no fuera de la
questura
para sacarlo de la cama y obligarlo a acudir al escenario de algún crimen.
—Tenemos a su esposa, señor.
Se le quedó la mente en blanco por la incongruencia de la típica frase del secuestrador con el tratamiento de «señor».
—¿Qué? —preguntó cuando pudo volver a pensar.
—Tenemos a su esposa, señor —repitió la voz.
—¿Quién habla? —dijo ya con la voz áspera de impaciencia.
—Ruberti, comisario. Llamo desde la
questura.
—El hombre hizo una pausa larga y añadió—: Tengo el turno de noche, con Bellini.
—¿Qué dice de mi esposa? —inquirió Brunetti, a quien era indiferente dónde estuvieran ni quién tuviera el turno de noche.
—Estamos aquí, comisario. Es decir, estoy yo. Bellini se ha quedado en
campo
Manin.
Brunetti cerró los ojos y tendió el oído, para detectar sonidos en el resto de la casa. Nada.
—¿Qué hace ahí mi esposa, Ruberti?
Tuvo que esperar un largo momento antes de oír decir a Ruberti:
—La hemos arrestado, comisario. —Como Brunetti no decía nada, agregó—: Es decir, la he traído aquí, señor. Todavía no ha sido arrestada.
—Déjeme hablar con ella —ordenó Brunetti.
Después de una larga pausa, oyó la voz de Paola.
—
Ciao,
Guido.
—¿Estás en la
questura
?
—Sí.
—¿Así que lo has hecho?
—Te dije que lo haría.
Brunetti volvió a cerrar los ojos mientras sostenía el teléfono con el brazo extendido. Al cabo de un rato, se lo acercó otra vez al oído.
—Dentro de quince minutos estoy ahí. No digas nada ni firmes nada. —Sin esperar su respuesta, colgó el teléfono y saltó de la cama.
Se vistió rápidamente, entró en la cocina y escribió una nota para los chicos en la que decía que él y Paola habían tenido que salir pero volverían pronto. Salió de casa cerrando la puerta sin ruido y bajó la escalera como un ladrón.
En la calle, torció hacia la derecha. Caminaba deprisa, casi corría, con el cuerpo inflamado por la cólera y el temor. Cruzó rápidamente el mercado desierto y el puente de Rialto, sin ver nada ni a nadie, mirando al suelo, insensible a cualquier señal exterior. Sólo recordaba el furor de Paola, el apasionamiento con que había golpeado la mesa con la palma de la mano haciendo tintinear los platos y tirando una copa de vino tinto. Recordaba que él se había quedado mirando cómo el vino empapaba el mantel preguntándose por qué la enfurecería tanto esta cuestión. Porque, tanto en aquel momento como ahora —seguro como estaba de que lo que ella hubiera hecho estaba provocado por aquel mismo furor—, le causaba extrañeza que pudiera sublevarla tanto una injusticia que se cometía tan lejos. Durante las décadas de su matrimonio, él había tenido ocasión de familiarizarse con sus cóleras y descubierto que las injusticias en el terreno civil, político o social la exasperaban y sulfuraban, pero aún no había aprendido a calcular con exactitud qué era lo que la catapultaba más allá de todo comedimiento.
Mientras cruzaba el
campo
Santa María Formosa, iba recordando algunas de las cosas que ella había dicho, sorda a su recordatorio de que los niños estaban delante, ciega a su desconcierto ante aquella reacción. «Claro, como tú eres un hombre…», había bufado ella en tono tenso, destemplado. Y después: «Hay que hacer que les cueste más continuar que dejarlo. Si no, no se conseguirá nada.» Y por último: «No me importa que no sea ilegal. Está mal y alguien tiene que pararles los pies.»
Como solía ocurrir, Brunetti no había hecho caso de su indignación ni tampoco de su promesa —¿o era una amenaza?— de hacer algo por cuenta propia. Y ahora aquí estaba él, tres días después, doblando por el muelle de San Lorenzo, en las inmediaciones de la
questura
donde Paola estaba arrestada por un delito que ya le había advertido que iba a cometer.
El joven agente de guardia abrió la puerta y saludó a Brunetti cuando el comisario entró. Éste, sin mirarlo, fue hacia la escalera, subió los peldaños de dos en dos y entró en el despacho de los agentes, donde encontró a Ruberti sentado a su escritorio y a Paola frente a él, en silencio. Ruberti se puso en pie y saludó a su superior.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y miró a Paola, que sostuvo su mirada, pero él no tenía nada que decirle.
El comisario indicó a Ruberti que se sentara y luego dijo:
—Cuénteme qué ha ocurrido.
—Hará cosa de una hora recibimos una llamada, comisario. En
campo
Manin estaba sonando una alarma antirrobo, y Bellini y yo acudimos para indagar.
—¿Fueron a pie?
—Sí, señor.
Como Ruberti callaba, Brunetti movió la cabeza de arriba abajo para animarlo a seguir.
—Cuando llegamos vimos que la luna del escaparate estaba rota y la alarma hacía un ruido infernal.
—¿Dónde sonaba?
—En una oficina interior.
—Sí, sí, pero ¿qué local?
—El de la agencia de viajes, comisario.
Al ver la reacción de Brunetti, el agente Ruberti volvió a enmudecer hasta que Brunetti lo instó a seguir:
—¿Y qué más?
—Yo entré y corté la corriente. Para parar la alarma —explicó sin necesidad—. Luego, al salir, vimos en el
campo
a una mujer, como si estuviera esperándonos, y le preguntamos si había visto lo ocurrido. —Ruberti miró la mesa, luego a Brunetti y finalmente a Paola y, en vista de que ninguno decía nada, prosiguió—: Ella dijo que había visto a quien lo había hecho y cuando le pedí que me lo describiera contestó que había sido una mujer.
Nuevamente, se interrumpió y miró a uno y luego al otro, pero ellos tampoco esta vez dijeron nada.
—Luego, cuando le pedimos que describiera a la mujer, se describió a sí misma y, cuando se lo hice notar, dijo que lo había hecho ella. Ella había roto la luna del escaparate, comisario. Y eso es todo. —Reflexionó un momento y agregó—: Bueno, no es que lo dijera, pero cuando le pregunté si había sido ella movió la cabeza afirmativamente.
Brunetti se sentó a la derecha de Paola y apoyó las manos en la mesa de Ruberti con los dedos entrelazados.
—¿Dónde está Bellini? —preguntó.
—Aún está allí, comisario. Esperando al dueño.
—¿Cuánto hace que lo dejó allí?
—Más de media hora —dijo Ruberti después de mirar su reloj.
—¿Lleva teléfono?
—Sí, señor.
—Llámele.
Ruberti alargó la mano y se acercó el teléfono, pero antes de que pudiera marcar oyeron pasos en la escalera y al cabo de un momento Bellini entraba en el despacho. Al ver a Brunetti, saludó, aunque no demostró sorpresa al encontrar allí al comisario a aquella hora.
—
Buon dì,
Bellini —dijo Brunetti.
—
Buon dì, commissario
—dijo el agente, que miró a Ruberti buscando una explicación.
Su compañero se encogió de hombros casi imperceptiblemente.
Brunetti alargó la mano y se acercó el bloc de atestados. Vio la letra pulcra de Ruberti, leyó la hora y la fecha, el nombre del agente y la definición que Ruberti había dado al delito. No se había escrito más, no figuraba nombre alguno en la casilla de «Arrestado», ni siquiera en la de «Interrogado».
—¿Qué ha dicho mi esposa?
—Como le decía, comisario, en realidad no ha dicho nada. Sólo ha movido la cabeza afirmativamente cuando le he preguntado si había sido ella —respondió Ruberti. Y, para ahogar el sonido que empezaba a salir de labios de su compañero, agregó—: Señor.
—Me parece que quizá haya usted interpretado mal lo que ella quería decir, Ruberti —dijo Brunetti. Paola se inclinó hacia adelante, como si fuera a hablar, pero Brunetti descargó una fuerte palmada sobre el formulario del atestado y lo estrujó.
Ruberti recordó entonces, nuevamente, los tiempos en los que él era un agente novato, atontado por el sueño y, en una ocasión, húmedo de miedo y cómo Brunetti, más de una vez, había cerrado los ojos a los terrores y los errores de la juventud.
—Sí, señor, seguro que lo entendí mal —respondió en tono perfectamente neutro. Entonces miró a Bellini, que movió la cabeza afirmativamente: no entendía nada, pero sabía lo que tenía que hacer.
—Bien —dijo Brunetti, y se puso en pie. La hoja del atestado era ahora una prieta bola que él guardó en el bolsillo del abrigo—. Llevaré a casa a mi esposa.
Ruberti se puso en pie y se situó al lado de Bellini, que dijo:
—Ya ha llegado el dueño, comisario.
—¿Usted le ha dicho algo?
—No, señor; sólo que Ruberti había vuelto a la
questura.
Brunetti asintió. Se inclinó hacia Paola sin tocarla. Ella se levantó apoyándose en los brazos del sillón pero no se puso al lado de su marido.
—Buenos días, señores —dijo el comisario—. Esta mañana hablaremos.
Los dos hombres saludaron y Brunetti agitó una mano en dirección a ellos y dio un paso atrás para dejar que Paola lo precediera hasta la puerta. Ella salió primero. Brunetti cerró y, uno detrás de otro, bajaron la escalera. El agente de guardia estaba preparado para abrir la puerta. Saludó a Paola con un movimiento de la cabeza, a pesar de que no tenía ni la menor idea de quién era. Como es de rigor, saludó a su superior cuando éste pasó por delante de él al cruzar el umbral y salir a la fría madrugada de Venecia.
En la puerta de la
questura,
Brunetti fue hacia la izquierda. Al llegar a la primera esquina, se paró a esperar a Paola. No decían nada. Uno al lado del otro, recorrían las desiertas calles maquinalmente, dejando que los pies los condujeran a casa.