El pasaje (97 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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Estaban a sus órdenes. Cuando ellos comían, él comía. Cuando ellos dormían, él dormía. Ellos eran los Nosotros, los Babcock, y eran eternos como él era eterno, todos parte de los Doce y el Otro, el Cero. Soñaban su oscuro sueño con él.

Recordaba un tiempo, antes de la Transformación. El tiempo de la casita, en el lugar llamado Desert Wells. El tiempo del dolor y el silencio, y la mujer, su madre, la madre de Babcock. Recordaba pequeñas cosas: texturas, sensaciones y visiones. Un rectángulo de luz de sol dorada que caía sobre un cuadrado de alfombra. Un lugar gastado en el pórtico a la medida de sus zapatos calzados con zapatillas deportivas, y los relieves de herrumbre en la barandilla que cortaban la piel de sus dedos. Recordaba sus dedos. Recordaba el olor de los cigarrillos de su madre en la cocina, donde hablaba y miraba sus historias, y la gente de la televisión, sus rostros enormes y próximos, sus ojos grandes y húmedos, las mujeres con los labios pintados y brillantes, como lustrosas piezas de fruta. Y su voz, siempre su voz:

«Calla de una vez, maldita sea. ¿No entiendes que intento ver esto? Armas un jaleo de mil demonios, es un milagro que no haya perdido la puta cabeza.»

Recordaba estar callado, muy callado.

Recordaba sus manos, las manos de la madre de Babcock, y los estallidos de dolor cuando le pegaba, una y otra vez. Recordaba volar, el cuerpo levitando en una nube de dolor, los golpes, los bofetones y las quemaduras. Siempre las quemaduras. «No llores. Sé un hombre. Si lloras, te daré algo que te hará llorar, de modo que tanto peor para ti, Gilles Babcock.»Su aliento humeante, cerca de su cara. El aspecto de la punta al rojo vivo de su cigarrillo cuando lo apretaba contra la piel de su mano, y el sonido crepitante y húmedo de la piel al arder, como cereales cuando les tirabas leche, los mismos crujidos y chasquidos. El olor mezclado con los chorros de humo que expulsaba de la nariz. Y la forma en que todas las palabras enmudecían en su interior, para que el dolor pudiera terminar, para poder ser un hombre, como ella había dicho.

Era su voz lo que más recordaba. La voz de la madre de Babcock. Su amor por ella era como una habitación sin puertas, invadida por el sonido áspero de sus palabras, su blablablá. Burlándose de él, desgarrándole por dentro, como el cuchillo que sacó del cajón aquel día, cuando ella se sentó a la mesa de la cocina de la casita del lugar llamado Desert Wells, mientras hablaba y reía y reía y hablaba y comía sus bocanadas de humo.

«No es que el chico sea mudo. Te lo digo yo, es que se ha quedado sin habla.»

Era feliz, muy feliz, nunca había sido más feliz en su vida que cuando el cuchillo la atravesó, la piel blanca de la garganta, la suave capa externa y el duro cartílago de debajo. Mientras escarbaba y empujaba con el cuchillo, el amor que sentía por ella escapó de su mente para que pudiera verla por fin tal como era, un ser de carne, hueso y sangre. Todas sus palabras y blablablá se movían en su interior, le llenaban como si estuviera a punto de estallar. Sabían a sangre en su boca, dulces cosas vivas.

Lo encerraron. Al fin y al cabo, ya no era un muchacho, sino un hombre. Era un hombre con una mente y un cuchillo, y le dijeron que moriría: «Morirás, Babcock, por lo que has hecho». Él no quería morir, ni entonces ni nunca. Y después... Después de que el hombre, Wolgast, fuera adonde él estaba, como si estuviera predestinado a hacerlo; y después de los médicos y la enfermedad y la Transformación, de ser uno de los Doce, el «Babcock-Morrison-Chaves-Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt-Carter» (uno de los Doce y también el Otro, el Cero), se había ocupado de los demás de la misma forma, bebiendo sus palabras, sus gritos de agonía como bocados blandos en su boca. Y aquellos a quienes no mataba, aquellos a quienes se limitaba a beber, el uno-de-cada-diez, tal como dictaba el ritmo de su sangre, se convertía en una parte de él, se unía a él en su mente. Sus hijos. Su numerosa y espantosa compañía. Los Muchos. Los Nosotros de Babcock.

Y Este Lugar. Había llegado a él con una sensación de retorno, de algo restaurado. Había bebido su porción del mundo y allí descansaba, soñando sus sueños en la oscuridad, hasta que despertó y volvió a sentir el ansia y oyó al Cero, el que se llamaba Fanning, diciendo: «Hermanos, estamos muriendo. ¡Muriendo!». Pues casi no quedaba nadie en el mundo, ni gente ni animales. Y Babcock comprendió que había llegado el momento de atraer a los que quedaban, de que debían conocerlo, conocer a Babcock y también a Cero, asumir el lugar que les aguardaba en su interior. Había expandido su mente y dicho a los Muchos, a sus hijos: «Traedme al resto de la humanidad. No los matéis. Traédmelos, y también sus palabras, para que sueñen el sueño y se conviertan en uno de los nuestros, los Nosotros, los Babcock». Y primero había llegado uno y después otro, y más y más, y soñaban el sueño con él, y les decía: «Cuando el sueño haya terminado, seréis míos también, como los Muchos. Sois míos en Este Lugar, y cuando tenga hambre me alimentaréis, alimentaréis mi alma inquieta con vuestra sangre. Me traeréis otros que deberán hacer lo mismo, y yo os dejaré vivir de esta forma y no de otra». Y los que no se plegaban a su voluntad, los que no tomaban el cuchillo cuando llegaba el momento en el lugar oscuro del sueño, cuando la mente de Babcock se encontraba con las de ellos, debían morir para que los demás se dieran cuenta de que ya no podían seguir negándose.

Y así se construyó la ciudad. La Ciudad de Babcock, la primera del mundo.

Pero también estaba la Otra. No el Cero o los Doce, sino la Otra. La misma y no la misma. Una sombra detrás de una sombra, que lo picoteaba como un pájaro que desaparecía de su vista cada vez que intentaba clavar en ella la mirada de su mente. Y los Muchos, sus hijos, su numerosa y espantosa compañía, también la oían. Sentían su tirón. Una fuerza de gran poder que les arrastraba. Como el amor impotente que había experimentado tanto tiempo atrás, cuando era un niño, mientras veía girar la punta al rojo vivo, girar y quemar su carne.

«¿Quién soy? —preguntaban a la Otra—. ¿Quién soy?»

Ella los impulsaba a querer recordar. Ella les impulsaba a desear la muerte.

Ahora estaba cerca, muy cerca. Babcock lo presentía. Era un murmullo en la mente de los Muchos, un desgarrón en el tejido de la noche. Sabía que, por su mediación, todo cuanto habían hecho podría deshacerse, todo cuanto habían logrado podría perderse.

«Hermanos, hermanos. Ella se acerca. Hermanos, ya está aquí.»

52

—Lo siento, Peter —dijo Olson Hand—. No puedo estar pendiente de todos tus amigos.

Peter se había enterado de la desaparición de Michael poco antes de que el sol se pusiera. Sara había ido a verlo al hospital, y se encontró con que su cama estaba vacía. Todo el edificio estaba vacío.

Se habían desplegado en dos grupos: Sara, Hollis y Caleb habían registrado los terrenos, y Alicia y Peter habían ido en busca de Olson. Su casa, la antigua residencia del alcaide, según había explicado Olson, era un pequeño edificio de dos plantas situado en una parcela de tierra reseca, entre el campo de trabajo y la antigua cárcel. Cuando llegaron, él salía por la puerta.

—Hablaré con Billie —continuó Olson—. Tal vez ella sepa adonde ha ido. —Parecía apresurado, como si su visita le hubiera sorprendido en mitad de una tarea importante. Aún así, se tomó la molestia de ofrecerles una de sus sonrisas tranquilizadoras—. Estoy seguro de que se encuentra bien. Mira fue a verlo al hospital hace unas horas. Dijo que se encontraba mejor y que quería salir a dar una vuelta. Pensé que estaría con vosotros.

—Apenas podía tenerse en pie —dijo Peter—. No estoy seguro de que pudiera caminar.

—En ese caso, no habrá ido muy lejos, ¿verdad?

—Sara dijo que el hospital estaba vacío. ¿No suele haber gente?

—Casi nunca. Si Michael decidió marcharse, no le pusieron trabas. —Su rostro se ensombreció. Miró a Peter—. Estoy seguro de que aparecerá. Os aconsejo que regreséis a vuestros aposentos y esperéis a que vuelva.

—No entiendo...

Olson lo interrumpió con la mano levantada.

—Eso es lo que os aconsejo, ya te lo he dicho. Sugiero que lo aceptes. Procura no perder más amigos.

Alicia había guardado silencio hasta aquel momento. Apoyada sobre sus muletas, dio un golpecito a Peter con el hombro.

—Vámonos.

—Pero...

—No pasa nada —dijo Alicia. Se volvió hacia Olson—. Estoy segura de que se encuentra bien. Si nos necesitas, ya sabes dónde encontrarnos.

Se retiraron a través del laberinto de cabañas. Reinaba un extraño silencio, y no vieron a nadie por los alrededores. Pasaron ante el cobertizo donde se había celebrado la fiesta y lo encontraron desierto. Todos los edificios estaban a oscuras. Peter notó un escalofrío en la piel cuando descendió la fría noche del desierto, pero sabía que esa sensación estaba causada por algo más que un cambio de temperatura. Notó los ojos de la gente que espiaba desde detrás de las ventanas.

—No mires —susurró Alicia—. Yo también lo noto. Limítate a caminar.

Llegaron a sus aposentos, al mismo tiempo que volvían Hollis y los demás. Sara estaba loca de preocupación. Peter relató su conversación con Olson.

—Se lo han llevado a alguna parte, ¿verdad? —preguntó Lish.

Eso parecía. Pero ¿adónde, y con qué propósito? Olson estaba mintiendo, no cabía duda. Aún más extraño, daba la impresión de que Olson deseaba que supieran que estaba mintiendo.

—¿Quién hay ahí fuera ahora, Zapatillas?

Caleb había ocupado su posición junto a la puerta.

—Los dos de costumbre. Están deambulando al otro lado de la plaza, fingiendo que no nos vigilan.

—¿Alguien más?

—No. Reina una calma absoluta. Tampoco hay pequeños.

—Ve a despertar a Maus —dijo Peter—. No le digas nada. Tráela, y a Amy también. Con sus mochilas.

—¿Nos vamos? —Caleb taladró con la mirada a Sara—. ¿Y Circuito?

—No nos iremos a ninguna parte sin él. Vete.

Caleb salió disparado por la puerta. Peter y Alicia intercambiaron una mirada: algo estaba pasando. Tendrían que proceder con rapidez.

Un momento después, Caleb regresó.

—Han desaparecido.

—¿Qué quieres decir con que han desaparecido?

El muchacho tenía el rostro demudado.

—Quiero decir que la cabaña está vacía. Allí no hay nadie, Peter.

Él tenía la culpa de todo. Con las prisas por encontrar a Michael, había dejado solas a las dos mujeres. Había dejado sola a Amy. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

Alicia había dejado a un lado las muletas y estaba desenrollando el vendaje de la pierna. Debajo, oculto desde el día de su llegada, había un cuchillo. La muleta era una artimaña, pues la herida estaba casi curada. Se levantó.

—Es hora de ir a buscar esos fusiles —dijo.

Los efectos de la sustancia que Billie había agregado a su bebida aún no se habían disipado.

Michael iba tumbado en la parte posterior de la furgoneta, cubierto con una lona de plástico. El suelo del vehículo estaba lleno de tubos que martilleaban a su alrededor. Billie le había dicho que estuviera callado, sin emitir el menor sonido, pero los nervios que sentía eran casi insoportables. ¿Creían que por haberle administrado aquel brebaje se iba a quedar quieto como un muerto? El efecto era como el del brillo pero al revés, como si todas las células de su cuerpo estuvieran entonando una sola nota. Como si su mente hubiera pasado por una especie de filtro, dotando a cada pensamiento de una deslumbrante claridad.

«Basta de sueños», había dicho la mujer. Se acabó la tía gorda, con su humo, su olor y la espantosa voz ronca. ¿Cómo sabía Billie lo que soñaba?

Se detuvieron una vez, pocos momentos después de dejar el hospital, del cual habían salido por la parte de atrás. Una especie de punto de control. Michael oyó una voz que no reconoció, la cual preguntó a Billie adónde iba. Michael había escuchado angustiado la conversación desde debajo de la lona.

—Hay un conducto roto en el campo del este —explicó ella—. Olson me ha pedido que lleve esos tubos para el equipo que irá mañana.

—Es luna nueva. No deberíais salir.

«Luna nueva —pensó Michael—. ¿Por qué es tan importante la luna nueva?

—Eso me ha dicho. Coméntalo con él, si quieres.

—No creo que podáis volver a tiempo.

—Ya me preocuparé yo de eso. ¿Vas a dejarme pasar o qué?

Un tenso silencio. Después:

—Volved antes de que oscurezca.

Ahora, un rato después, Michael notó que la furgoneta aminoraba la velocidad. Apartó la lona. El cielo tenía un color púrpura, y detrás de ellos había una nube de polvo. Las montañas formaban un bulto lejano, recortadas contra el horizonte.

—Ya puedes salir.

Billie estaba parada junto a la puerta trasera. Michael bajó del camión, agradecido de poder moverse al fin. Habían aparcado ante un enorme cobertizo metálico, de por lo menos doscientos metros de largo, con un abultado techo convexo. Vio la forma herrumbrada de depósitos de combustible detrás. La tierra estaba surcada de vías de ferrocarril, que se alejaban en todas direcciones.

Una pequeña puerta se abrió en un lado del edificio. Un hombre salió y caminó hacia ellos. Su piel estaba cubierta de grasa y aceite, de modo que tenía la cara casi negra por completo. Sostenía algo en las manos, que estaba frotando con un trapo sucio. Se paró y miró a Michael de arriba abajo. Llevaba una escopeta de cañón corto en una funda sujeta a la pierna. Michael recordó que era el conductor de la camioneta en la que habían llegado desde Las Vegas.

—¿Es él?

Billie asintió.

El hombre avanzó, hasta que sus rostros se encontraron separados por escasos centímetros, y escudriñó los ojos de Michael. Primero un ojo, y después el otro, al tiempo que movía la cabeza de derecha a izquierda. Tenía el aliento agrio, como de leche cortada, y los dientes teñidos de negro. Michael tuvo que contener las ganas de vomitar.

—¿Cuánto le has dado?

—Suficiente —contestó Billie.

El hombre le dirigió otra mirada escéptica, después retrocedió y escupió en el suelo.

—Soy Gus.

—Michael.

—Sé quién eres. —Extendió el objeto para que Michael lo viera—. ¿Sabes qué es esto?

Michael lo cogió.

—Es un solenoide, de 24 voltios. Yo diría que procede de una bomba de combustible, grande.

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