El pasaje (60 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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Chillaron. Un gran aullido agudo sacudió el aire con dolor y furia.

La biblioteca estaba envuelta en llamas por completo. Peter levantó el rifle y tanteó en busca del gatillo. Notó sus movimientos vagos, como desenfocados. La escena se le antojaba casi irreal, su mente no encontraba nada a lo que aferrarse. Emergieron más virales a través del espeso humo negro que se elevaba de las ventanas superiores, mientras los cristales estallaban en una lluvia centelleante de astillas, y la piel de los virales ardía, arrastrando líquidas frondas de llamas. Tuvo la impresión de que había transcurrido un enorme período de tiempo desde que levantara el rifle con la intención de disparar. El primer grupo se había refugiado en una zona en sombras, donde los peldaños de la biblioteca se alzaban por encima de la arena, una sola masa acurrucada, con los rostros aplastados contra el suelo, como si fueran pequeños que jugaran al escondite.

—¡Peter, no podemos quedarnos aquí!

Se sacudió el aturdimiento de encima al oír la voz de Alicia. A su lado, Theo apareció, clavado en el sitio, con el cañón del fusil apuntado inútilmente al suelo, el rostro desencajado, los ojos abiertos de par en par e inexpresivos: «¿De qué sirve?».

—Escúchame, Theo —dijo Alicia, al tiempo que le sacudía el brazo con fuerza. Por un momento, Peter pensó que iba a abofetearlo. Los virales que había en la base de las escaleras comenzaban a removerse. Un tic colectivo los sacudió, como una ola que rizara la superficie de un charco de agua—. Tenemos que irnos, pero ya.

Theo desvió la mirada hacia Peter.

—Oh, hermano —dijo—. Creo que la hemos cagado.

—Peter —suplicó Alicia—, ayúdame.

Cada uno lo cogió de un brazo. Cuando estaban a mitad del aparcamiento, Theo se puso a correr solo. La sensación de irrealidad había desaparecido, y fue sustituida por un único deseo: escapar. Doblaron la esquina de la gasolinera y vieron que Caleb huía deprisa a lomos de su caballo. Montaron en sus caballos y se pusieron al galope, siguiendo al muchacho. Peter oyó más explosiones de cristales. Alicia señaló con el dedo y gritó para hacerse oír por encima del viento: el centro comercial. Caleb se dirigía hacia allí. Salvaron a toda velocidad una cadena de dunas y bajaron por una rampa hacia un aparcamiento desierto. Vieron que Caleb saltaba del caballo junto a la entrada oeste del edificio. Le dio una palmada en los cuartos traseros y desapareció por la abertura, mientras el caballo se alejaba al galope.

—¡Adentro! —gritó Alicia. Ahora era ella quien daba las órdenes. Theo no dijo nada—. ¡Soltad los caballos!

Los animales eran un cebo, una ofrenda. No podían despedirse, de modo que desmontaron y salieron disparados al interior. Peter sabía que el mejor sitio sería el atrio. El techo de cristal se había desmoronado, había luz del sol y protección, y podrían organizar algún tipo de defensa. Corrieron por el pasillo en penumbras. La atmósfera era pesada y acre, y las paredes estaban sembradas de moho, con las vigas herrumbradas al descubierto, cables colgantes y tuberías corroídas. Casi todas las tiendas estaban cerradas, pero otras habían quedado abiertas como rostros asombrados, su interior en penumbra atestado de cascotes. Peter vio a Caleb corriendo delante de ellos, mientras gruesos rayos de luz del sol caían sobre el suelo.

Salieron al atrio, a un sol tan brillante que los cegó. La sala era como un bosque. Casi todas las superficies estaban invadidas de gruesas enredaderas verdes. En el centro, un grupo de palmeras se elevaba hacia el techo abierto. Más enredaderas caían de los puntales del techo que quedaban al descubierto, como si fueran rollos de cable vivientes. Se refugiaron detrás de una barricada de mesas volcadas en la base de los árboles. Caleb había desaparecido.

Peter miró a su hermano, acuclillado a su lado.

—¿Te encuentras bien?

Theo asintió vacilante. Todos respiraban a duras penas.

—Lo siento. Lo de ahí atrás. Es que... —Sacudió la cabeza—. No sé. —Se secó el sudor de los ojos—. Yo iré por la izquierda. Quédate con Lish.

Se alejó a toda prisa.

Lish, arrodillada a su lado, comprobó el cargador de su rifle y tiró del cerrojo. Cuatro pasillos desembocaban en el atrio. Si se producía un ataque, llegaría del oeste.

—¿Crees que el sol habrá acabado con ellos? —preguntó Peter.

—No lo sé, Peter. Parecían enloquecidos. Tal vez haya acabado con algunos, pero no con todos. —Enrolló el portafusil alrededor del antebrazo—. Quiero que me prometas algo —dijo—. No quiero ser como ellos. Si es necesario, quiero que te ocupes de eso.

—Vamos, Lish. Ni se te ocurra decirlo.

—Te lo digo en serio —replicó ella—. No vaciles.

No tenían más tiempo para hablar. Oyeron pasos que corrían hacia ellos. Caleb se materializó en el atrio, abrazando un objeto contra su pecho. Cuando saltó detrás de las mesas, Peter vio que era una caja de zapatos negra.

—No me lo puedo creer —dijo Alicia—. ¿Has ido a saquear?

Caleb levantó la tapa y la tiró a un lado. Un par de zapatillas de deporte amarillo estridente, todavía envueltas en papel. Se quitó de una patada las botas de Zander y se calzó las zapatillas.

—Mierda —dijo, con el ceño fruncido—, son demasiado grandes.

Y entonces cayó el primer viral, un movimiento borroso encima, y después, detrás de ellos, precipitándose a través del techo del atrio. Peter rodó a tiempo de ver que izaban a Theo, lo arrojaban a través del cielo raso, el rifle colgando del brazo, mientras sus manos y pies se agitaban en el aire. Un segundo viral, que colgaba cabeza abajo de uno de los puntales del techo, aferró al hermano de Peter por el tobillo como si no pesara nada. El cuerpo de Theo estaba invertido por completo. Peter vio la expresión de su hermano, una expresión de estupor absoluto. No emitía el menor sonido. Su rifle cayó dando vueltas hacia el suelo. Entonces el viral arrojó al hermano de Peter por el hueco del techo y desapareció.

Peter se incorporó, el dedo apretando el gatillo. Oyó una voz, su voz, que gritaba el nombre de su hermano, y el sonido del rifle de Alicia. Había tres virales en el cielo raso, y saltaban de puntal en puntal. Peter detectó por el rabillo del ojo que Alicia empujaba a Caleb por encima de la barra de un restaurante situado en el otro extremo del atrio. Peter disparó por fin, y luego otra vez. Pero los virales eran demasiado veloces. El punto al que disparaba siempre estaba vacío. A Peter le pareció que estaban jugando una especie de juego, como si los invitaran a gastar las municiones. «¿Desde cuándo hacen eso?», pensó, y se preguntó cuándo había oído aquellas mismas palabras.

Cuando el primero saltó, Peter vio con el ojo de su mente las fatales dimensiones del arco que describía. Alicia estaba parada dando la espalda a la barra. El viral caía hacia ella, con los brazos extendidos, las piernas dobladas para absorber el impacto, un ser de dientes, garras y flexible potencia muscular. Justo un segundo antes de que aterrizara, Alicia avanzó y se puso debajo de él con el rifle alejado de su cuerpo, como si fuera una espada.

Disparó.

Una niebla rojiza, una confusión de cuerpos caídos, y el rifle que saltaba al suelo. Durante el tiempo que Peter necesitó para comprender que Alicia no había muerto, ésta ya había vuelto a ponerse en pie. El viral yacía donde la había atacado, con la parte posterior de la cabeza convertida en un cráter de sangre. Ella le había acertado en la boca. Encima de ellos, los otros dos se habían puesto rígidos de golpe, exhibiendo los dientes y mirando hacia Alicia como si una sola cuerda tirara de ellas.

—¡Salid de aquí! —gritó ella, y saltó sobre la barra—. ¡Corred!

Peter obedeció. Corrió.

Había penetrado en las profundidades del centro comercial. Daba la impresión de que no había salida. Todas las salidas estaban atrancadas, bloqueadas por montañas de escombros: muebles, carritos de la compra, cubos llenos de basura.

Y Theo, su hermano, había desaparecido.

Lo único que podían hacer era esconderse. Recorrió la hilera de escaparates hechos añicos, tratando de subir las rejas, pero no había ninguno abierto. Todos estaban cerrados a cal y canto. A través de las tinieblas de su terror emergió una sola pregunta: ¿por qué no estaba muerto ya? Había huido del atrio convencido de que no podría avanzar más de diez pasos. Un fogonazo de dolor, y todo habría terminado. Transcurrió un minuto entero antes de darse cuenta de que los virales no lo perseguían.

Debían de estar ocupados, pensó. Tuvo que aferrarse a una de las persianas metálicas para tenerse en pie. Hundió los dedos entre las lamas y oprimió la frente contra el metal, falto de aliento. Sus amigos estaban muertos. Ésa era la única explicación. Theo estaba muerto, Caleb estaba muerto, Alicia estaba muerta. Y cuando los virales hubieran terminado, cuando hubieran bebido hasta saciarse, irían a por él.

A cazarlo.

Corrió. Por un pasillo y después por otro, pasando ante escaparate tras escaparate. Ya ni se molestaba en probar las persianas. Un único pensamiento ocupaba su mente: salir al exterior, a terreno descubierto. La luz del día lo rodeaba, y tenía una sensación de espacio. Dobló una esquina, patinó sobre las losas y salió a un amplio espacio, similar a una cúpula. Un segundo atrio. La zona estaba despojada de cascotes. La luz del sol descendía en haces brumosos desde un círculo de ventanas elevadas.

En el centro de la sala había un rebaño de caballos, inmóviles.

Estaban congregados en un círculo cerrado bajo una especie de refugio independiente. Peter se quedó de piedra, a la espera de que se dispersaran. ¿Cómo era posible que una manada de caballos hubiera irrumpido en el centro comercial? Avanzó con cautela. Descubrió la verdad: los caballos no eran reales. Era un tiovivo. Peter había visto un dibujo en un libro del Asilo. La base giraba y sonaba una música, y los niños montaban en los caballos, giraban y giraban. Subió a la plataforma. Estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, que emborronaba sus facciones. Se acercó a uno de los animales y barrió el polvo, hasta dejar al descubierto los colores brillantes, los detalles precisos: las pestañas de los ojos, las ranuras de los dientes, la larga pendiente del hocico y las fosas nasales dilatadas.

En aquel momento sintió un súbito aviso de sus extremidades, como el tacto del metal frío. Alzó la cabeza sobresaltado.

Ante él había una muchacha.

Una caminante.

Habría sido incapaz de calcular su edad. ¿Trece años? ¿Dieciséis? Tenía el pelo largo y oscuro, y enmarañado. Sus pantalones vaqueros estaban cortados en los tobillos y llevaba una camiseta acartonada a causa de la suciedad. Ambas prendas eran demasiado grandes para su cuerpo infantil. Un cable eléctrico hacía las veces de cinturón. Calzaba unas sandalias con margaritas de plástico que sobresalían entre los dedos.

Antes de que Peter pudiera hablar, se llevó un dedo a los labios. «No hables.» Se movió con agilidad hacia el centro de la plataforma y se volvió para indicarle con señas que la siguiera.

Los oyó. Entonces hubo un barullo procedente del pasillo y el ruido de las persianas metálicas de los escaparates cerrados.

Los virales se acercaban. Buscaban. Cazaban.

Los ojos de la muchacha eran muy grandes. «Deprisa», dijeron sus ojos. Lo tomó de la mano y tiró de él hacia el centro de la plataforma. Cayó de rodillas y tiró de una anilla metálica. Una trampilla, empotrada en la plataforma. Se metió dentro, hasta que sólo asomó su cara.

«Deprisa, deprisa.»

Peter la siguió agujero abajo y cerró la trampilla. Ahora estaban debajo del tiovivo, en un espacio angosto. Unas espadas de luz, adornadas con motas de polvo, caían en ángulo a través de las rendijas de la plataforma, y revelaban el bulto de la maquinaria, y en el suelo, al lado, un petate arrugado. Había botellas de agua de plástico y latas de comida apiladas en filas, con las etiquetas desprendidas hacía mucho tiempo. ¿Vivía la chica allí?

La plataforma se estremeció. La muchacha se había puesto de rodillas. Una sombra se movió sobre ellos. Le estaba enseñando qué debía hacer.

«Tiéndete. Quédate quieto.»

Peter obedeció. Entonces, ella se puso encima de él. Notó el calor de su cuerpo, la tibieza de su aliento sobre el cuello. Estaba cubriendo su cuerpo con el de ella. Los virales habían invadido el tiovivo. Notó que sus mentes sondeaban e investigaban, y oyó el suave chasquido de sus gargantas. ¿Cuánto tiempo tardarían en descubrir la trampilla?

«No te muevas. No respires.»

Cerró los ojos con fuerza, y se obligó a mantener una inmovilidad absoluta, a la espera del sonido de la puerta al ser arrancada de sus goznes. El rifle estaba en el suelo, a su lado. Tal vez lograría disparar una o dos veces, pero eso sería todo.

Pasaron los segundos. Se produjeron más estremecimientos arriba, la respiración aguda y entusiasta de los virales que percibían el olor humano. Que saboreaban la sangre en el aire. Pero había algo que no iba bien. Presintió su incertidumbre. La muchacha estaba apretada contra él. Lo protegía, le hacía de parapeto. Silencio arriba. ¿Se habrían ido los virales? Transcurrió un minuto, y después otro. Dejó de prestar atención a los virales, intrigado por lo que haría la chica a continuación. Por fin se levantó. Peter se puso de rodillas. Sus rostros estaban separados por escasos centímetros. La suave curva de su mejilla era la de una niña, pero sus ojos no, en absoluto. Percibió el olor de su aliento. Un aroma dulce, como miel.

—¿Cómo has...?

Ella sacudió la cabeza con fuerza para enmudecerlo, señaló el techo y se llevó de nuevo los dedos a los labios.

«Se han ido. Pero volverán.»

La muchacha se levantó y abrió la trampilla. Un veloz giro de la cabeza para comunicarle su mensaje.

«Sígueme. Ya.»

Salieron a la plataforma del tiovivo. La sala estaba vacía, pero se sentía la presencia demorada de los virales, el aire formaba remolinos invisibles alrededor de los lugares donde habían estado. Le muchacha lo guió a toda prisa hasta una puerta situada al otro lado del atrio. Estaba abierta, calzada con una cuña de hormigón. Entraron y ella dejó que la puerta se cerrara a su espalda. Peter oyó el chasquido de una cerradura.

Negrura.

Un nuevo pánico se apoderó de él, una sensación de desorientación absoluta. Pero entonces notó que ella lo tomaba de la mano. Su presa era fuerte, tranquilizadora. Tiró de él hacia adelante.

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