El pasaje (28 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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—¿Aún vamos a ver al médico?

—No lo sé. Ya veremos.

—Tiene una pistola.

—Lo sé, cariño. No pasa nada.

—Mi madre tenía una pistola.

El capó del Tahoe se cerró con estrépito, sin dar tiempo a Wolgast a pensar en qué responder a eso. Sobresaltado, se giró bruscamente a tiempo de ver los tres coches patrulla de la policía estatal que pasaban por delante de la gasolinera en dirección contraria.

La puerta del pasajero del Tahoe se abrió y entró una bocanada de aire húmedo.

—Mierda. —Doyle entregó las llaves a Wolgast y se volvió en el asiento para mirar los coches patrulla—. ¿Crees que nos están buscando?

Wolgast miró de reojo para buscar los vehículos por el retrovisor. Iban a ciento veinte, como mínimo, tal vez más. Podía tratarse de algo normal, un accidente o un incendio. Pero su instinto le decía que no era así. Contó los segundos, y vio las luces desaparecer en la distancia. Había contado hasta veinte cuando vio que daban media vuelta, sin el menor asomo de dudas.

Giró la llave y el motor cobró vida.

—En efecto, nos buscan a nosotros.

Eran las diez, y la hermana Arnette no podía dormir. Ni siquiera podía cerrar los ojos.

Oh, todo lo que había sucedido era espantoso, simplemente espantoso. Primero, los hombres que habían venido en busca de Amy, que la habían engañado, y engañado a todo el mundo, aunque la hermana Arnette seguía sin entender cómo podían ser al mismo tiempo del FBI y secuestradores. Y después, aquel terrible incidente en el zoo, los gritos y los chillidos y todo el mundo corriendo, y Lacey abrazando a Amy de aquella manera, negándose a soltarla. Durante las horas que habían pasado en la comisaría, el resto del día, no las habían tratado como a delincuentes, pero tampoco les habían hablado de la forma a la que la hermana Arnette estaba acostumbrada, como si las acusaran de algo, con el detective repitiendo las mismas preguntas una y otra vez. Y después, los reporteros y los camiones con las cámaras alineados en la calle ante la casa, los enormes focos que bañaban las ventanas delanteras a medida que caía la noche, el teléfono que sonaba sin parar hasta que la hermana Claire terminó por desenchufarlo.

La madre de la niña había matado a alguien, un chico. Eso le había dicho el detective. El detective se llamaba Dupree. Era un joven con perilla, y le hablaba con cortesía, con un leve acento de Nueva Orleans, lo cual significaba que debía ser católico, pero ¿acaso no había sido eso lo que pensó la hermana Arnette de los otros dos que habían aparecido en la puerta de su casa? Wolgast y el más joven, el guapo. Había vuelto a ver sus rostros en el vídeo granulado que Dupree le mostró. Habían tomado esas imágenes en algún lugar de Misisipi cuando, supuso, pensaban que nadie estaba mirando. ¿Acaso no había pensado que eran agradables, porque parecían agradables? Y la madre, le había dicho el detective Dupree, la madre era una prostituta. «Porque fosa profunda es la prostituta, y estrecho pozo, la mujer ajena. Se pone al acecho, como un bandido, y multiplica la infidelidad de los hombres.» Proverbios, 17, 27-28. «Pues miel destilan los labios de la extraña, su paladar es más suave que el aceite; pero al fin es amarga como el ajenjo, mordaz como espada de dos filos. Sus pies descienden a la muerte, sus pasos se dirigen al infierno.»

Al infierno
. Tan sólo las palabras consiguieron que la hermana Arnette se estremeciera en su cama. Porque el infierno era real, era un lugar real, donde las almas atormentadas se retorcían en su agonía eternamente. Ésa era la clase de mujer que Lacey había dejado entrar en su cocina, que había pisado el suelo de aquella casa no hacía más de treinta y seis horas. Una mujer cuyos pasos se dirigían al infierno. La mujer había seducido a aquel chico (la hermana Arnette no quería imaginar cómo), y después le había disparado, le había disparado con una pistola en la cabeza, y después entregado la niña a Lacey mientras escapaba, una niña que llevaba en su interior Dios sabía qué. Pues eso era cierto. Poseía algo... sobrenatural. No era agradable pensar en ello, pero no tenía más remedio que hacerlo. ¿Cómo explicar, si no, lo que había sucedido en el zoo, todos los animales corriendo y montando tal jaleo?

Todo aquello era espantoso. Espantoso, espantoso, espantoso.

Arnette intentó obligarse a dormir, pero no lo consiguió. Aún podía oír el zumbido de los generadores de las furgonetas a través del velo de sus ojos cerrados, el resplandor hambriento de los focos. Si encendía la televisión, sabía lo que encontraría: reporteros con sus micrófonos, hablando en tono engolado y señalando la casa donde Arnette y las demás hermanas intentaban dormir. La escena del crimen, la habían llamado, las últimas novedades en esa sensacional historia de asesinatos y secuestros, en la que estaban implicados agentes federales, aunque Dupree había prohibido terminantemente a las hermanas que hablaran de eso con nadie. Cuando las hermanas volvieron a casa en la furgoneta de la policía que las había trasladado desde la comisaría, todas ellas mudas de agotamiento, para encontrarse con los camiones de televisión, al menos una docena, alineados en el bordillo de delante de la casa, como si se tratara de un circo, fue la hermana Claire quien observó que no sólo se trataba de las cadenas locales de Memphis, sino que habían llegado desde Nashville, Paducah y Little Rock, e incluso desde San Luis. En cuanto enfilaron el camino de entrada, los reporteros se abalanzaron sobre la furgoneta, apuntando sus luces y cámaras y micrófonos, y ladrando sus furiosas preguntas incomprensibles. Esa gente carecía de decencia. La hermana Arnette estaba tan asustada que se puso a temblar. Había sido necesario recurrir a dos agentes de policía para echar a los reporteros de la propiedad y para que las hermanas pudieran entrar en la casa.

—¿Es que no se dan cuenta de que son monjas? ¿Para qué quieren molestar a un puñado de monjas? Todo el mundo atrás, pero ya.

Sí, el infierno existía en realidad, y Arnette sabía dónde estaba. Ahora estaba en él.

Después se habían sentado juntas en la cocina. Ninguna de ellas tenía hambre, pero necesitaban estar en algún sitio, todas salvo Lacey, a quien Claire había llevado a su habitación para que descansara. Era extraño, pero, de todas ellas, Lacey parecía la menos afectada por lo que había sucedido aquella tarde. Llevaba horas sin dirigir apenas la palabra a nadie, ni a las monjas ni a Dupree. Se había quedado sentada con las manos enlazadas sobre el regazo, mientras las lágrimas rodaban sobre sus mejillas. Pero entonces había ocurrido algo peculiar: los oficiales de policía le habían pasado la cinta de Misisipi, y cuando Dupree congeló la imagen de los dos hombres, Lacey avanzó y miró con fijeza el monitor. Arnette ya había dicho a Dupree que eran ellos, tenía buena vista y no albergaba la menor duda en su mente de que eran ellos, los dos que habían ido a la casa para apoderarse de la niña. Pero la expresión de Lacey, que reflejaba sorpresa, aunque no exactamente (Arnette pensó en la palabra «estupor»), los había animado a esperar.

—Me había equivocado —dijo Lacey por fin—. No es... él.

—¿Cuál, hermana? —preguntó Dupree con dulzura.

Señaló con el dedo al mayor de los dos agentes, el que había hablado todo el rato, aunque era el más joven, recordó Arnette, quien le había arrebatado a Amy para meterla en el coche. La imagen lo mostraba mirando a la cámara, sosteniendo un vaso de usar y tirar. En la esquina inferior derecha de la pantalla se veía que eran las 6:01 de la misma mañana en que los dos se habían presentado en el convento.

—Él —dijo Lacey, y tocó el cristal.

—¿No se llevó a la niña?

—Por supuesto que lo hizo, detective —afirmó Arnette. Se volvió y miró a la hermana Louise y a la hermana Claire, quienes asintieron—. Todas estamos de acuerdo en eso. La hermana está alterada.

Pero aquello no disuadió a Dupree.

—Hermana Lacey, ¿qué quiere decir?

El rostro de la hermana expresaba una absoluta convicción.

—Ese hombre —dijo—. ¿Lo ve? —Se volvió y miró a todo el mundo. Hasta sonrió—. ¿Lo veis? Él la quiere.

«Él la quiere.» ¿Qué había que deducir de eso? Pero eran las únicas palabras que Lacey había pronunciado sobre el asunto, por lo que Arnette sabía. ¿Insinuaba que Wolgast conocía de antes a la niña? ¿Y si fuera el padre de Amy? ¿Todo se reducía a eso? Pero eso no explicaba lo que había ocurrido en el zoo, que había sido algo terrible. Un niño había resultado pisoteado en el caos resultante y estaba en el hospital, y habían abatido a tiros a dos animales, un felino y uno de los monos. Tampoco explicaba lo del chico que había sido asesinado, ni nada de lo demás. Y no obstante, durante el resto de la tarde en la comisaría, entrando y saliendo de varios despachos, contando la historia, Lacey se había quedado sentada en silencio, sonriendo de aquella manera extraña, como si supiera algo que las demás ignoraran.

Todo se remontaba, creía Arnette, a lo sucedido a Lacey hacía tanto tiempo, cuando era una niña en África. Arnette se lo había confesado todo a las demás hermanas, cuando esperaban sentadas en la cocina la hora en que podrían ir a dormir. No tendría que haberlo hecho, pero se lo tuvo que contar a Dupree. En cuanto volvieron a la casa, le salió de sopetón. Una experiencia semejante jamás abandonaba a la víctima, admitieron las hermanas. Se quedaba grabada en su interior para siempre. La hermana Claire (pues no podía ser otra que la hermana Claire, que había ido a la universidad y conservaba en el ropero un bonito vestido y unos zapatos estupendos, como si en cualquier momento fuera a recibir una invitación a una fiesta) sabía cómo se llamaba aquello: trastorno por estrés postraumático. Era lógico, dijo la hermana Claire. Eso explicaba el sentimiento protector de Lacey hacia la niña, y por qué no salía nunca de la casa, y el hecho de que pareciera aislada de todas ellas, viviendo en su seno pero no del todo, como si una parte de ella se encontrara en otro lugar. Pobre Lacey, cargar con tal recuerdo en su interior.

Arnette consultó el reloj: eran las 12:05. El estruendo de los generadores del exterior había cesado por fin. Los equipos de cámaras se habían ido a sus casas. Apartó las mantas y lanzó un suspiro de preocupación. No había forma de negarlo. Todo era culpa de Lacey. Arnette jamás habría entregado la niña a aquellos hombres si Lacey no les hubiera mentido, pero ahora Lacey estaría dormida como un tronco, mientras ella, Arnette, era incapaz de conciliar el sueño. ¿No se daban cuenta las demás hermanas? Pero también estarían durmiendo. Sólo ella, la hermana Arnette, estaba sentenciada a pasar la noche recorriendo los pasillos de su mente.

Porque estaba preocupada. Muy preocupada. Algo no encajaba, dijera lo que dijera la hermana Claire. «No es él. Él la quiere.» Aquella extraña sonrisa de complicidad en los labios de Lacey. Dupree había interrogado a fondo a Lacey, le había preguntado qué quería decir, pero Lacey se había limitado a sonreír y repetir las mismas palabras, como si lo explicaran todo. Y se daban de bofetadas con los hechos. Wolgast era el hombre: todas habían estado de acuerdo en ese punto. Wolgast y el otro, el que se había apoderado de la niña, cuyo nombre Arnette recordó por fin: Doyle, Phil Doyle. ¿Adónde habían llevado a la niña, y por qué? Bien, nadie había dicho nada a Arnette. Sentía que Dupree también estaba confuso, por la forma en que no paraba de repetir las mismas preguntas, haciendo chasquear el bolígrafo, con el ceño fruncido, meneando la cabeza con incredulidad, llamando por teléfono, bebiendo taza tras taza de café.

Y después, pese a todas aquellas preocupaciones, sintió que su mente empezaba a relajarse, las imágenes del día empezaban a desenrollarse en su interior como un carrete de hilo y la empujaban hacia el sueño. «Háblenos otra vez de lo que sucedió en el aparcamiento, hermana.» Arnette, en la pequeña habitación con un espejo que no era un espejo, ella lo sabía. «Háblenos de los hombres. Háblenos de Lacey.» Arnette estaba de cara al espejo. Por detrás de Dupree vio su cara reflejada en él, una cara vieja, arrugada por el tiempo y el agotamiento, los bordes enmarcados por la tela gris del velo, de modo que parecía incorpórea, como si flotara en el espacio. Y detrás, al otro lado del espejo, encima y alrededor de ella, detectó la presencia de una forma oscura que la vigilaba. ¿Quién había detrás de su cara? Oyó la voz de Lacey, Lacey en el aparcamiento, la loca de Lacey, que parecía aislada de todas ellas, sentada en el suelo y abrazando a la niña con ferocidad. Arnette estaba de pie sobre ella, y Lacey y la niña lloraban. «No se la lleven.» Su mente siguió el sonido de la voz de Lacey hasta un lugar oscuro.

«No se me lleven, no se me lleven, no se me lleven...»

Una punzada de angustia atravesó su pecho. Se incorporó, con excesiva rapidez. El aire de la habitación se le antojó más ligero, como si todo el oxígeno se hubiera evaporado. El corazón martilleaba en su pecho. ¿Se había dormido? ¿Estaba soñando? ¿Qué pasaba?

Y entonces lo supo, lo supo con certeza. Corrían peligro, un peligro terrible. Estaba a punto de ocurrir algo. No sabía qué. Una fuerza oscura corría suelta por el mundo, y se precipitaba hacia ellas.

Pero Lacey lo sabía. Lacey, que había permanecido tendida en el campo durante horas, sabía lo que era la maldad.

Arnette salió en tromba de su habitación al pasillo. ¡A los sesenta y ocho años, consumida por tamaño terror! ¡Ofrecer la vida a Dios, a su amorosa paz, y llegar a tal momento! ¡Estar a solas en la oscuridad con eso! Una docena de pasos hasta la puerta de Lacey. Arnette giró el pomo, pero la puerta le negó la entrada. Estaba cerrada con llave por dentro. Golpeó la puerta con los puños.

—¡Hermana Lacey! ¡Abra la puerta, hermana Lacey!

Entonces, Claire se materializó a su lado. Iba en camiseta y parecía brillar en el pasillo a oscuras. Una penumbra de crema azulina manchaba su rostro.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—¡Hermana Lacey, abra la puerta ahora mismo! —Silencio desde el otro lado. Arnette aferró el pomo y lo sacudió como un perro que sujetara un trapo entre los dientes. Golpeó y golpeó—. ¡Obedezca ahora mismo!

Se encendieron luces, se oyeron ruidos de puertas y voces, un gran alboroto a su alrededor. Las demás hermanas habían salido al pasillo también, con los ojos abiertos de par en par, y todo el mundo hablaba a la vez.

—¿Qué pasa?

—No lo sé, no lo sé...

—¿Lacey se encuentra bien?

—¡Que alguien llame al 911!

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