El pasaje (42 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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CHICAGO CAE

El virus «Vampiro» llega a la Costa Este.

Millones de muertos.

La frontera de la cuarentena se traslada hacia el centro de Ohio.

California se separa de la Unión y jura defenderse por sus propios medios.

India agita el poder de los misiles y amenaza a Pakistán con un ataque nuclear «limitado».

Washington, 10 de julio - El presidente Hughes ordenó hoy a las fuerzas militares estadounidenses que abandonaran el perímetro de Chicago, después de que se produjeran numerosas bajas durante la noche, cuando las unidades del ejército y la Guardia Nacional fueron aplastadas por una enorme fuerza de personas infectadas que avanzaban hacia la ciudad.

«Hemos perdido una gran ciudad estadounidense —dijo el señor Hughes en un comunicado oficial—. Nuestras oraciones están con el pueblo de Chicago, y con los hombres y mujeres que han sacrificado sus vidas para defenderlo. Su recuerdo nos sostendrá en esta gran batalla.»

El ataque se produjo poco después del anochecer, cuando las fuerzas estadounidenses apostadas a lo largo del nudo sur informaron de que una fuerza de envergadura desconocida se había congregado ante el distrito comercial de la ciudad.

«No cabe duda de que el ataque estaba organizado», declaró el general Carson White, comandante de la Zona Central de Cuarentena, quien calificó el episodio de «inquietante».

«Se ha establecido un nuevo perímetro defensivo en la Ruta 75, desde Toledo a Cincinnati —dijo White a los periodistas la mañana del martes—. Ése es nuestro nuevo Rubicón.»

Cuando los reporteros le preguntaron por el número de tropas que estaban abandonando sus puestos, White contestó que «no había oído nada por el estilo», y tachó tales rumores de «irresponsables».

«Son los hombres y mujeres más valientes con los que he tenido el honor de servir a la patria», dijo el general.

Se han detectado brotes de la epidemia en ciudades desde Tallahassee, en Florida, y Charleston, en Carolina del Sur, hasta Helena, en Montana, y Flagstaff, en Arizona, al igual que al sur de Ontario y al norte de México. La Casa Blanca y los centros de control de enfermedades han calculado que las bajas ascienden a unos treinta millones. El Pentágono ha situado la cifra de personas infectadas en unos tres millones.

Amplias zonas de San Luis, abandonada el domingo, estaban ardiendo anoche, así como zonas de Memphis, Tulsa y Des Moines. Observadores in situ informaron de haber visto aviones sobrevolando a baja altura el famoso arco de la ciudad pocos momentos antes de que se declararan los incendios que engulleron poco después la Zona Central. Nadie de la administración ha dado crédito a los rumores de que los incendios fueron provocados por las fuerzas federales con el fin de desinfectar las principales ciudades de la Zona Central de Cuarentena.

La gasolina escasea o es inexistente en todo el país, pues los pasillos de transporte continúan obstruidos por la gente que huye de la epidemia. Es asimismo difícil encontrar comida, así como suministros médicos, desde vendajes a antibióticos.

Muchos refugiados de la nación no tienen adónde ir ni medios para desplazarse.

«Estamos atrapados, como todos los demás», dice David Callahan, delante de un McDonald’s situado al este de Pittsburgh. Callahan se había trasladado en coche con su familia, su mujer y dos hijos pequeños, desde Akron, en Ohio, un viaje que, en circunstancias normales, habría durado dos horas, pero que aquella noche le había costado veinte. Con la gasolina casi agotada, Callahan paró delante de una gasolinera de los alrededores de Monroeville, y descubrió que los surtidores estaban secos y el restaurante se había quedado sin comida dos días antes.

«Íbamos a casa de mi madre, en Johnstown, pero me he enterado de que ha llegado también allí», dice Callahan, mientras un convoy del ejército, compuesto por cincuenta vehículos, pasa por la carretera.

«Nadie sabe adónde ir —dice—. Esos monstruos están por todas partes.»

Aunque la enfermedad aún no se ha propagado más allá de Estados Unidos, Canadá y México, naciones de todo el mundo se están preparando para dicha eventualidad. Italia, Francia, España y otros estados europeos han cerrado sus fronteras, mientras que otras naciones han hecho acopio de suministros médicos o prohibido los desplazamientos interurbanos. La Asamblea General de las Naciones Unidas, reunida por primera vez en La Haya desde que abandonó su sede central de Nueva York a principios de la semana pasada, aprobó una resolución de cuarentena internacional, que prohíbe a cualquier buque o avión acercarse a menos de doscientas millas de América del Norte.

A lo largo y ancho de Estados Unidos, las iglesias y sinagogas han informado de récords de asistencia, cuando millones de fieles se han congregado para rezar. En Texas, donde el virus está muy extendido, el alcalde de Houston, Barry Wooten, escritor de éxito y ex líder espiritual de la Iglesia de la Biblia del Santo Esplendor, mayoritaria en la nación, ha declarado la ciudad «Puerta del Cielo», y animado a ciudadanos y refugiados llegados de otros puntos del estado a congregarse en el Reliant Stadium de Houston para preparar «nuestra ascensión al trono del Señor, no como monstruos, sino como hombres y mujeres de Dios».

En California, donde la infección todavía no ha llegado, el Parlamento estatal se reunió anoche en una sesión de urgencia, y aprobó sin más trámites la declaración de independencia de California, por la que dicho estado cortaba sus vínculos con la Unión y se declaraba nación soberana. En su primer acto como presidenta de la República de California, la ex gobernadora Cindy Shaw ordenó que todas las fuerzas militares y policiales estadounidenses quedaran bajo el mando de la Guardia Nacional de California.

«Nos defenderemos, como es el deber de cualquier nación —dijo Shaw al Parlamento, entre aplausos ensordecedores—. California, y todo cuanto defiende, resistirá.»

Desde Sacramento, el portavoz de la administración Hughes, Tim Romer, dijo a los informadores: «Esto es absurdo. No es el momento más adecuado para que cualquier gobierno estatal o local tome en sus manos la seguridad del pueblo estadounidense. Nuestra postura es que California sigue siendo parte de Estados Unidos».

Romer también advirtió de que cualquier fuerza militar o policial californiana que se opusiera a los esfuerzos de liberación federales sería objeto de duras sanciones.

«Que nadie se equivoque —dijo Romer—. Serán considerados combatientes enemigos ilegales.»

El miércoles, California había sido reconocida por los gobiernos de Suiza, Finlandia, la diminuta república de Palau, en el sur del Pacífico, y el Vaticano.

El gobierno de India, al parecer en respuesta a la salida de las fuerzas militares de Estados Unidos del sur de Asia, repitió ayer sus anteriores amenazas de utilizar armas nucleares contra las fuerzas rebeldes del este de Pakistán.

«Ha llegado el momento de contener la expansión del extremismo islamista —dijo al Parlamento el primer ministro indio Suresh Mitra—. «El cancerbero se ha ido a dormir.»

De modo que ya era un hecho consumado, pensó Wolgast. Al final, había sucedido. Conocía una expresión en la que pensó ahora. Sólo la había oído utilizar en el contexto de la aviación, para explicar cómo, en un día por lo demás claro, un avión podía desplomarse desde el cielo de un momento a otro. SPLA. Superado Por Los Acontecimientos. Eso era lo que estaba pasando. El mundo, la raza humana, estaba superado por los acontecimientos.

—Cuide de Amy —había dicho Lacey—. Amy es suya.

Pensó en Doyle, que había depositado en sus manos las llaves del Lexus, y en el beso que Lacey le dio en su mejilla. Pensó en Doyle corriendo detrás de ellos, agitando las manos, mientras gritaba «¡Vete, vete!», y en cómo Lacey saltó del coche para llamar a las estrellas (pues así los consideraba Wolgast, estrellas humanas, provistas de un brillo mortífero) y conseguir que se precipitaran sobre ella.

El tiempo de dormir, de descansar, había terminado. Wolgast se quedó despierto toda la noche, con el.38 de Carl en una mano y la Springfield en la otra. Esa noche había refrescado, la temperatura era inferior a los diez grados, y Wolgast había encendido la estufa de leña para cuando regresaran de la tienda. Sacó el periódico y lo dobló en cuartos, después en octavos, y finalmente en dieciseisavos. Abrió la puerta de la estufa.. Después, entregó el periódico al fuego y contempló asombrado la velocidad con que desaparecía.

17

El verano terminó, llegó el otoño, y el mundo los dejó en paz.

Las primeras nieves cayeron la última semana de octubre. Wolgast estaba cortando leña en el patio cuando vio por el rabillo del ojo los primeros copos que caían, gordas plumas ligeras como polvo. Se había subido las mangas de la camisa para trabajar, y cuando paró para alzar la cara y sentir el frío en su piel húmeda, se dio cuenta de lo que estaba pasando, la llegada del invierno.

Clavó el hacha en un tronco, volvió a casa y gritó:

—¡Amy!

Ella apareció en lo alto de la escalera. Su piel veía tan poco la luz del sol que era blanca como la porcelana.

—¿Has visto la nieve?

—No lo sé. ¿Es posible?

—Bien, ahora está nevando. —Rió y percibió la satisfacción en su voz—. No querrás perdértelo. Vamos.

Cuando la hubo vestido (con chaqueta y botas, pero también con gafas de sol y gorro, más una espesa capa de filtro solar sobre cada centímetro de piel expuesta), la nieve caía en grandes cantidades. La niña salió a la blancura remolineante, con movimientos pomposos, como un explorador que estuviera pisando un nuevo planeta.

—¿Qué te parece?

Amy inclinó la cabeza y sacó la lengua, un gesto instintivo para atrapar y saborear la nieve.

—Me gusta —anunció.

Tenían refugio, comida y calefacción. En otoño había hecho dos viajes más a Milton’s, consciente de que, en cuanto el invierno llegara a la carretera, no podrían pasar, y se llevó toda la comida restante. A base de racionar los alimentos enlatados, la leche en polvo, el arroz y las judías, Wolgast creía que su almacén podría durar hasta la primavera. El lago estaba lleno de peces, y en una de las cabañas había encontrado un barreno. Por consiguiente, pergeñar sedales sería tarea fácil. El depósito de propano estaba a medias. Bien, el invierno. Le dio la bienvenida, sintió que su mente se relajaba y adoptaba su ritmo. Al fin y al cabo, no había aparecido nadie. El mundo se había olvidado de ellos. Estaban aislados juntos, sanos y salvos.

Por la mañana había una capa de treinta centímetros de nieve alrededor de la cabaña. El sol brillaba entre las nubes. Wolgast dedicó la tarde a desenterrar la leña, abrió un sendero que la comunicaba con la casa, y después otro hasta la pequeña cabaña que pensaba utilizar como heladera, ahora que había llegado el frío. Vivía una existencia casi por completo nocturna (era más sencillo adaptarse al horario de Amy), y el reflejo del sol sobre la nieve parecía cegarlo, como si fuera una explosión que estuviera obligado a presenciar. Eso debía de sentir Amy en todo momento, incluso con luz más suave. Cuando caía la oscuridad, los dos volvían a salir.

—Te voy a enseñar a hacer ángeles de nieve —dijo Wolgast. Se tendió de espaldas. Sobre él, un cielo repleto de estrellas. Había descubierto en Milton’s un tarro lleno de cacao en polvo, del que no había hablado a Amy, pues su plan era reservarlo para una ocasión especial. Esa noche secarían su ropa húmeda en la estufa, se sentarían acariciados por su resplandor y beberían cacao caliente—. Mueve tus brazos y piernas —le dijo—, así.

Ella se sentó sobre la nieve a su lado. Su cuerpo diminuto era tan ligero y ágil como el de una gimnasta. Movió sus flexibles miembros adelante y atrás.

—¿Qué es un ángel?

Wolgast pensó un momento. En ninguna de sus conversaciones había surgido nada por el estilo.

—Bien, es una especie de fantasma, supongo.

—Un fantasma. Como Jacob Marley.

Habían leído
Cuento de Navidad
, o mejor dicho, Amy se lo había leído. Desde aquella noche de verano en que había descubierto que la niña sabía leer (y no sólo leer, sino leer bien, con sentimiento y expresión), Wolgast se había limitado a escuchar.

—Sí, supongo. Pero no tan aterrador como Jacob Marley. —Seguían acostados, el uno al lado del otro, sobre la nieve—. Los ángeles son... Bien, supongo que son como fantasmas buenos. Fantasmas que nos vigilan desde el cielo. O al menos, eso cree alguna gente.

—¿Y tú?

Wolgast se contuvo. No terminaba de acostumbrarse a la franqueza de Amy. Su falta de inhibiciones se le antojaba, por una parte, muy infantil, pero con frecuencia era cierto que las cosas que decía y las preguntas que formulaba poseían una sinceridad que lindaba con la sabiduría.

—No lo sé. Mi madre sí. Era muy religiosa, muy devota. Mi padre, creo que no. Era un buen hombre, pero era ingeniero. No pensaba así.

Durante un momento ambos guardaron silencio.

—Está muerta —dijo en voz baja—. Lo sé.

Wolgast se incorporó. Amy tenía los ojos cerrados.

—¿Quién es ella, Amy?

Pero en cuanto hizo la pregunta, supo a qué se refería Amy: «Mi madre. Mi madre está muerta».

—No me acuerdo de ella —dijo Amy. Su voz era impasible, como si le estuviera diciendo algo que él ya debería saber—. Pero sé que está muerta.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sentí —La mirada de Amy se encontró con la de Wolgast en la oscuridad—. Los siento a todos.

A veces, en las horas que preceden al amanecer, Amy soñaba. Wolgast oía sus sollozos en la habitación de al lado, el crujido de los muelles de su catre cuando se removía de un lado a otro. No eran sollozos exactamente, sino murmullos, como voces que hablaran en su sueño. A veces se levantaba y bajaba a la habitación principal de la casa, que tenía amplios ventanales con vistas al lago. Wolgast la observaba desde la escalera. Se quedaba parada unos momentos, al resplandor y el calor de la estufa, con la cara vuelta hacia las ventanas. Era evidente que seguí dormida, y Wolgast sabía que no debía despertarla. Después, daba media vuelta, subía las escaleras y se acostaba.

—¿Cómo los sientes, Amy? —le había preguntado—. ¿Qué sientes?

—No lo sé —había contestado—, no lo sé. Están tristes. Son muchos. Han olvidado quiénes eran.

—¿Quiénes eran, Amy?

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