El pasaje (19 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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—Parecen... policías.

Arnette llegó a la puerta principal justo cuando sonaba el timbre. Apartó la cortina de la ventana para mirar. Dos hombres. Uno de ellos tal vez fuera veinteañero, y el otro era mayor; aun así, se podía considerar un hombre joven. Los dos tenían pinta de directores de funeraria, con trajes y corbatas oscuros. Policías, pero no exactamente. Algo serio, oficial. Estaban de pie bajo el sol al pie de los peldaños, apartados de la puerta. El mayor la vio y sonrió con cordialidad, pero no dijo nada. Era bien parecido pero vulgar, delgado y con una cara agradable, bien formada. Tenía algunas canas en las sienes, que brillaban de manera tenue a causa del sudor.

—¿Deberíamos abrir? —preguntó Claire, que estaba detrás de ella. La hermana Louise había oído el timbre y también estaba bajando.

Arnette respiró hondo para calmarse.

—Por supuesto, hermana.

Abrió la puerta, pero dejó la mosquitera cerrada y sujeta. Los dos hombres avanzaron.

—¿En qué puedo ayudarlos, caballeros?

El mayor introdujo la mano en el bolsillo del pecho y extrajo un pequeño billetero. Lo abrió, y Arnette apenas tuvo tiempo de distinguir las iniciales. FBI.

—Señora, soy el agente especial Wolgast. Éste es el agente especial Doyle. —El billetero había desaparecido como por arte de magia en el interior de la chaqueta. Vio un rasguño en su barbilla. Se habría cortado al afeitarse—. Siento molestarlas así un sábado por la mañana...

—Es por Amy —dijo Arnette. No podía explicarlo. Se le había escapado, como si él la hubiera obligado. Como no contestó, continuó—. Es eso, ¿verdad? Es por Amy.

El agente más veterano (cuyo nombre ya había olvidado) miró a la hermana Louise y le dirigió una veloz mirada tranquilizadora, antes de volver la vista hacia Arnette.

—Sí, señora. Correcto. Es por Amy. ¿Le parece bien que entremos, para hacerles unas preguntas a usted y a las demás señoras?

Por eso estaban ahora de pie en la sala de estar del convento de las Hermanas de la Misericordia: dos hombres voluminosos con trajes oscuros, que olían a sudor masculino. Dio la impresión de que su abultada presencia cambiaba la estancia, la empequeñecía. Excepto algún técnico o el padre Fagan, de la rectoría, en aquella casa no entraban hombres.

—Lo siento, agentes —dijo Arnette—, ¿me podrían repetir sus nombres?

—Faltaría más. —La obsequió otra vez con aquella sonrisa que desprendía confianza. Hasta el momento, el más joven no había abierto la boca—. Soy el agente Wolgast, y éste es el agente Doyle. —Paseó la vista a su alrededor—. ¿Amy está aquí?

La hermana Claire intervino.

—¿Qué quieren de ella?

—Me temo que no se lo puedo contar todo, señoras. Pero deberían saber, por su propia seguridad, que Amy es una testigo federal. Hemos venido para protegerla.

¡Protección federal! El pecho de Arnette se contrajo de pánico. Era peor de lo que había supuesto. ¡Protección federal! Sonaba como algo de la televisión, de aquellas series de policías que no quería ver, pero que a veces veía, porque las demás hermanas querían.

—¿Qué ha hecho Lacey?

El agente enarcó las cejas, intrigado.

—¿Lacey?

Intentaba fingir que sabía, abrir un espacio para que ella hablara y sacarle información. Arnette se percató enseguida. Pero de todos modos ya lo había hecho, le había revelado el nombre de Lacey. Nadie había dicho nada sobre Lacey, excepto Arnette. Detrás de ella, notó el silencio de las demás hermanas, como metiéndole presión.

—La hermana Lacey —explicó—. Nos dijo que la madre de Amy era amiga suya.

—Entiendo. —El agente miró a su compañero—. Bien, tal vez deberíamos hablar con ella también.

—¿Estamos en peligro? —preguntó la hermana Louise.

La hermana Arnette se volvió hacia ella con una expresión adusta que exigía silencio.

—Hermana, sé que sus intenciones son buenas, pero deje que yo me ocupe de esto, por favor.

—Yo no diría eso —explicó el agente—, pero creo que lo mejor sería que habláramos con ella. ¿Está en casa?

—No. —Era la hermana Claire. Su postura era desafiante, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Se han ido. Hace una hora, como poco.

—¿Sabe adónde fueron?

Por un momento, nadie dijo nada. Después sonó el teléfono de la casa.

—Si me disculpan... —dijo Arnette.

Fue a la cocina. El corazón martilleaba en su pecho. Estaba agradecida por la interrupción, pues así tendría tiempo para pensar. Pero cuando contestó al teléfono, no reconoció la voz que había al otro extremo.

—¿Es el convento? Las he visto ahí, señoras. Tendrán que perdonar que las llame de esta forma.

—¿Quién es?

—Lo siento. —El hombre hablaba deprisa, con voz distraída—. Me llamo Joe Murphy. Soy el jefe de seguridad del zoo de Memphis.

Al fondo se oía un alboroto. Por un momento, el hombre habló a otra persona: «Abre la puerta. Ya».

Después volvió a la línea.

—¿Sabe algo de una monja que tal vez haya venido aquí con una niña? Una señora negra, vestida como ustedes.

Una ingravidez mareante, como un enjambre de abejas, se apoderó de la hermana Arnette. Durante una agradable mañana de sábado había pasado algo terrible. La puerta de la cocina se abrió. Los agentes entraron, seguidos de la hermana Claire y la hermana Louise. Todo el mundo estaba mirándola fijamente.

—Sí, sí, la conozco. —Arnette intentaba hablar en voz baja, pero sabía que era inútil—. ¿Qué pasa? ¿Qué está sucediendo?

Por un momento, no oyó nada. El hombre del zoo había tapado el auricular con la mano. Cuando la levantó, oyó gritos, y niños que lloraban, y al fondo algo más: el sonido de animales. Monos, leones, elefantes y aves, que chillaban y rugían. Arnette tardó un momento en darse cuenta de que no estaba oyendo estos sonidos sólo por teléfono: entraban por la ventana abierta, atravesaban el parque y se colaban en la cocina.

—¿Qué está pasando? —suplicó.

—Será mejor que venga aquí, hermana —dijo el hombre—. Esto es lo más increíble que he visto en mi vida.

Lacey, que corría sin aliento, estaba empapada hasta los huesos. Cargaba con Amy, agarrándola del pecho, las piernas de la niña enlazadas alrededor de su cintura, las dos perdidas en el zoo, en su laberinto de senderos. Amy estaba llorando sobre la blusa de Lacey («¿Qué soy?, ¿qué soy?»), y toda la gente también corría. Todo había empezado con los osos, cuyos movimientos se habían hecho cada vez más frenéticos, hasta que Lacey alejó a Amy del cristal, y después las focas, que empezaron a saltar fuera del agua con furia maníaca. Y cuando dieron media vuelta y corrieron hacia el centro del zoo, los animales de las praderas, las gacelas, cebras, okapis y jirafas se pusieron a correr en círculos y cargaron contra las verjas. Lacey sabía que Amy estaba provocando todo eso. Lo que había pasado con los osos polares estaba pasando ahora con todo el mundo, y no sólo los animales, sino también la gente, un círculo de caos que se ensanchaba sobre todo el zoo. Pasaron junto a los elefantes, y al instante tomaron conciencia de su tamaño y fuerza. Pisoteaban el suelo con sus inmensas patas, alzaban la trompa y rugían al calor de Memphis. Un rinoceronte cargó contra la verja, con un gran estruendo, como el de un coche al estrellarse, y empezó a atacarla con su gigantesco cuerno. El aire se inflamó de esos sonidos, grandes, terribles y henchidos de dolor, y la gente corría y llamaba a sus hijos, empujaban, tiraban y lanzaban codazos, abrían paso a Lacey.

—¡Es ella! —resonó una voz, y las palabras alcanzaron a Lacey por detrás como una flecha. Lacey se volvió y vio al hombre de la cámara, que la señalaba con un largo dedo. Estaba al lado de un guardia de seguridad, vestido con un jersey amarillo pastel—. ¡Ésa es la niña!

Sin soltar a Amy, Lacey dio media vuelta y corrió, dejó atrás las jaulas de los monos, una laguna donde los cisnes graznaban y agitaban sus enormes e inútiles alas, altas jaulas en que resonaban los gritos de las aves selváticas. Una muchedumbre aterrorizada salía del terrario. Un grupo de escolares que habían sido presa del pánico, todos ellos vestidos con camisetas rojas idénticas, se interpusieron en el camino de Lacey, y ella intentó esquivarlos. Estuvo a punto de caer, pero logró conservar el equilibrio. El suelo estaba sembrado de restos de la huida, folletos y pequeños artículos de ropa y grumos de helado pegados al papel. Un grupo de hombres pasó a toda prisa, con la respiración agitada. Uno portaba un rifle. En alguna parte, una voz de hombre estaba diciendo, con calma robótica:

—El zoo está cerrado. Hagan el favor de dirigirse con rapidez hacia la salida más cercana. El zoo está cerrado...

Lacey corría en círculos en busca de una salida, pero no descubría ninguna. Los leones rugían. Llegaban ruidos de todas partes: de los babuinos, los suricatos y los monos que escuchaba desde su dormitorio en las noches de verano. Invadían su mente como un coro, rebotaban como el sonido de disparos, como los disparos en el campo, como la voz de su madre cuando gritaba desde la puerta: «Huye, huye lo más deprisa posible».

Se detuvo. Y entonces lo presintió. Le presintió. La sombra. El hombre que no estaba pero sí estaba. Lacey supo que iba a por Amy. Eso era lo que le decían los animales. El hombre oscuro vendría para llevar a Amy al campo donde estaban las ramas, las que Lacey había contemplado durante horas y horas, mientras yacía tendida y miraba el cielo, mientras iba virando de la noche a la mañana, y oía los sonidos de lo que le estaba pasando y los gritos que surgían de su boca. Pero había expulsado la mente de su cuerpo, a través de las ramas hacia el cielo, donde estaba Dios, y la niña del campo era otra persona, nadie a quien ella recordara, y el mundo estaba envuelto en una luz cálida que la mantendría a salvo eternamente.

Notó el sabor de la sal en su boca, pero no se debía sólo agua del tanque. Ella también estaba llorando, veía el sendero a través de un titilante velo de lágrimas, mientras sostenía ferozmente a Amy y corría. Entonces lo vio: el quiosco de chucherías. Apareció ante ella como un faro, el quiosco con el gran parasol donde había comprado los cacahuetes, y al otro lado, abierta como una boca, la amplia puerta de salida. Guardias de jersey amarillo estaban ladrando en sus
walkie-talkies
e indicando a la gente con señas frenéticas que saliera. Lacey respiró hondo y se adentró entre la muchedumbre, con Amy apretada contra su pecho.

Estaba a pocos metros de la salida cuando una mano le aferró un brazo. Giró en redondo: era uno de los guardias. Con la mano libre hizo un gesto a otra persona por encima de la cabeza de Lacey, al tiempo que afirmaba su presa.

«Lacey. Lacey.»

—Señora, haga el favor de acompañarme...

No esperó. Se echó hacia adelante con todas las fuerzas que le quedaban, y notó que la multitud se desviaba. Detrás de ella oyó los gritos y gemidos de la gente que caía cuando ella se soltó, y al guardia que le ordenaba que se detuviera, pero ya habían atravesado la puerta y tomado el sendero que conducía al aparcamiento, mientras un aullido de sirenas se acercaba. Sudaba, tenía la respiración agitada, y era consciente de que podía caerse en cualquier momento. No sabía adónde iba, pero le daba igual.

«Lejos —pensó—, vete lejos. Corre lo más deprisa que puedas, hija. Vete lejos con Amy, lejos.»

Entonces, detrás de ella, en el zoo, oyó un disparo de rifle. El sonido hendió el aire y Lacey se quedó de piedra. En el repentino silencio posterior, una furgoneta frenó delante de ella. Amy se había desplomado contra su pecho. Lacey vio que era la furgoneta que utilizaban las hermanas, la gran furgoneta azul con la que iban a la despensa y a hacer recados. La hermana Claire estaba al volante, todavía en chándal. Un segundo vehículo, un sedán negro, se detuvo detrás de ellas, al tiempo que irrumpía la hermana Arnette, procedente del asiento del pasajero de la furgoneta. A su alrededor, las multitudes corrían y los coches salían zumbando del aparcamiento.

—Lacey, ¿qué demonios...?

Dos hombres bajaron del segundo vehículo. Proyectaban oscuridad. El corazón de Lacey dio un vuelco y la voz se estranguló en su garganta. No tuvo que mirar para saber lo que eran. «¡Es demasiado tarde! ¡Todo está perdido!»

—¡No! —Empezó a retroceder—. ¡No!

Arnette la agarró del brazo.

—¡Tranquilícese, hermana!

La gente tiraba de ella. Unas manos intentaban apoderarse de la niña. Lacey resistió con todas sus fuerzas y apretó a la niña contra su pecho.

—¡No deje que lo hagan! —gritó—. ¡Ayúdeme!

—¡Hermana Lacey, estos hombres son del FBI! ¡Haga lo que le dicen!

—¡No se la lleven! —Lacey había caído al suelo—. ¡No se la lleven! ¡No se la lleven!

A fin de cuentas, era Arnette. Era la hermana Arnette quien se llevaba a Amy de su lado. Como había sucedido en el campo, mientras Lacey pataleaba, se revolvía y chillaba.

—¡Amy, Amy!

Un gran sollozo estremeció su cuerpo, y las fuerzas la abandonaron en un abrir y cerrar de ojos. Un espacio se abrió a su alrededor cuando notó que se llevaban a Amy. Oyó la vocecita de la niña que gritaba: «Lacey, Lacey, Lacey», y después el sonido apagado de las puertas del coche cuando encerraron a Amy. Oyó el ruido del motor, ruedas que giraban, y un coche que se alejaba a toda velocidad. Apoyó la cara en las manos.

—No me llevéis, no me llevéis —sollozó—. No me llevéis, no me llevéis, no me llevéis.

Claire estaba a su lado. Pasó un brazo alrededor de los hombros temblorosos de Lacey.

—No pasa nada, hermana —dijo, y Lacey comprendió que ella también estaba llorando—. No pasa nada. Ahora está a salvo.

Pero sí pasaba algo.
Ella
no estaba a salvo. Nadie estaba a salvo: Lacey, Claire, Arnette, la mujer del bebé, el guardia de la camisa amarilla... Nadie. Lacey lo sabía. ¿Cómo podía decirle Claire que no pasaba nada? Porque estaba pasando algo. Era lo que las voces le habían dicho durante todos estos años, desde aquella noche en el campo, cuando sólo era una niña.

«Lacey Antoinette Kudoto. Escucha. Mira.»

Lo vio todo en el ojo de su mente, por fin lo vio todo: los ejércitos que avanzaban y las llamas de la batalla; las tumbas, fosas y gritos de agonía de cien millones de almas; la oscuridad que se propagaba como un ala negra que se cerniera sobre la tierra; las últimas y amargas horas de crueldad y dolor, la terrible huida final; el dominio de la muerte sobre todas las cosas, y al final, las ciudades desiertas, encalmadas por el silencio de un siglo. Esas cosas estaban a punto de suceder. Lacey lloró, y volvió a llorar. Porque, sentada en un bordillo de Memphis, en Tennessee, también veía a Amy. Su Amy, a quien Lacey no podía salvar, del mismo modo que no podía salvarse a sí misma. Amy, suspendida en el tiempo y anónima, que vagaba eternamente por el mundo olvidado y oscuro, sola y sin voz, salvo para preguntar:

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