Authors: Justin Cronin
—Necesito algunas provisiones —dijo Wolgast—. Municiones.
El hombre lo miró un momento, y enarcó sus pobladas cejas grises.
—¿Qué lleva?
—Una Springfield. Una.459 —dijo Wolgast.
El hombre tamborileó con los dedos sobre el mostrador.
—Bien, echemos un vistazo. Sé que lo lleva encima.
Wolgast extrajo el arma de la espalda. Era la que Lacey había dejado en el suelo del Lexus. El cargador estaba vacío. Wolgast ignoraba si quien disparó había sido ella u otra persona. Tal vez había dicho algo, pero no se acordaba. Con aquel caos, costaba saber quién era quién. En cualquier caso, conocía el arma. La Agencia utilizaba ese modelo. Liberó el cargador y corrió el cerrojo para mostrar al hombre que estaba vacío, y la dejó sobre el mostrador.
El hombre tomó el arma en su manaza y la examinó. Por la forma en que le dio la vuelta, dejando que su acabado reflejara la luz, Wolgast adivinó que el hombre entendía de armas.
—Armazón de tungsteno, boca de expulsión biselada, perno de titanio... Muy bonita. —Miró a Wolgast expectante—. Me atrevería a decir que es usted un federal.
Wolgast compuso su mejor expresión de inocencia.
—Podríamos decir que lo fui. En otra vida.
El hombre sonrió con tristeza. Dejó la pistola sobre el mostrador.
—Otra vida —dijo, y meneó la cabeza con desgana—. Supongo que todos hemos tenido una. Déjeme echar un vistazo.
Atravesó la cortina para ir a la parte de atrás, y regresó al cabo de un momento con una cajita de cartón.
—Esto es todo lo que tengo para la.459. Guardaba algo para un tipo jubilado de la ATF,
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a quien le gusta coger un paquete de doce, ir al bosque y tirar contra las latas mientras las vacía. Lo llama su día de reciclaje. Pero hace tiempo que no lo veo. Es usted la primera persona que se presenta aquí desde hace casi una semana. Será mejor que se la quede. —Dejó la caja sobre el mostrador: cincuenta balas, punta hueca. Inclinó la cabeza hacia el mostrador—. Adelante, en la caja no sirven de nada. Cargue el arma, si así lo desea.
Wolgast liberó el cargador y empezó a colocar las balas.
—¿Puedo conseguir más en algún otro sitio?
—No, a menos que baje hasta Whiteriver. —El hombre se dio dos golpecitos en el esternón con el dedo índice—. Dicen que hay que dispararles aquí. Un solo disparo. Se derrumban como un saco si aciertas. De lo contrario, eres historia. —Lo dijo como si tal cosa, sin miedo o satisfacción, como si estuviera hablando del tiempo—. Da igual que fuera su novia o su abuela. Le chupará la sangre antes de que pueda disparar por segunda vez.
Wolgast terminó de cargar el arma, tiró de la corredera para cargar una bala y comprobó el seguro.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Internet. Hay de todo. —Se encogió de hombros—. Teorías conspirativas, que dicen que es cosa del gobierno. El rollo de los vampiros. Casi todo parece cosa de locos. Cuesta saber lo que son chorradas y lo que no.
Wolgast devolvió el arma a la base de la espalda. Se le pasó por la cabeza preguntar al hombre si podía utilizar su ordenador para ver las noticias, pero ya sabía más que suficiente. Pero se dio cuenta de que era muy posible que supiera más que ninguna otra persona viva. Había visto a Carter y a los demás, y todo lo que eran capaces de hacer.
—Le diré una cosa. Hay un tipo que se hace llamar «el Último Resistente de Denver». Ha colgado un videoblog desde una loma del centro. Dice que está atrincherado con un rifle de gran potencia. Ha filmado buenas tomas, debería ver cómo se mueven esos hijos de puta. —El hombre volvió a darse unos golpecitos en el esternón—. Recuerde lo que le he dicho. Un disparo. De lo contrario, no hará el segundo. Se mueven de noche, en los árboles.
El hombre ayudó a Wolgast a recoger las provisiones y transportarlas al coche: alimentos enlatados, leche en polvo y café, pilas, papel higiénico, velas y combustible. Un par de cañas de pescar y una caja de aparejos de pesca. El sol brillaba en todo su esplendor. A su alrededor, el aire parecía congelado en una inmensa inmovilidad, como el silencio que se hace en un auditorio antes de que la orquesta comience a tocar.
Se dieron un apretón de manos delante del maletero del coche.
—Está en Bear Mountain, ¿verdad? —preguntó el hombre—. Si no le importa que se lo pregunte.
No parecían existir motivos para ocultarlo.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Por el camino del que ha llegado. —El hombre se encogió de hombros—. Allí arriba no hay nada, salvo el campamento. No sé por qué no pudieron venderlo.
—Fui allí de pequeño. Es curioso, pero no ha cambiado nada. Supongo que eso es lo que vale la pena de esos sitios.
—Bien, es usted listo. Es un punto estratégico. No se preocupe, no se lo diré a nadie.
—Usted también debería largarse —dijo Wolgast—. Dirigirse a un punto más alto de las montañas, o ir al norte.
Wolgast lo leyó en los ojos del hombre: estaba tomando una decisión.
—Venga —dijo por fin—. Le enseñaré algo.
Guió a Wolgast al interior de la tienda y atravesó la cortina de cuentas. Detrás estaba la pequeña zona habitable de la tienda. El aire olía a rancio y cerrado, y todas las persianas estaban bajadas. Un aparato de aire acondicionado zumbaba en la ventana. Wolgast se detuvo en el umbral y dejó que sus ojos se adaptaran a la penumbra. En el centro de la habitación había una cama grande de hospital en la que dormía una mujer. La cabecera de la cama estaba elevada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, de modo que pudo ver su cara demacrada, inclinada a un lado, hacia la luz que latía en las ventanas cubiertas por persianas. Su cuerpo estaba cubierto con una manta, pero la delgadez era patente. Sobre una mesita descansaban docenas de frascos de pastillas, gasa y pomada, una palangana de cromo, y jeringas plastificadas. Había un tanque de oxígeno verde claro, aparcado al lado de la cama. Una esquina de la manta, subida, dejaba al descubierto los pies descalzos. Tenía bolitas de algodón encajadas entre los dedos amarillentos. Había una silla al pie de la cama, y sobre ella vio Wolgast una lima de uñas y frascos de esmalte.
—Siempre le gustaba llevar los pies bonitos —dijo el hombre en voz baja—. Se los estaba haciendo cuando usted entró.
Salieron de la habitación. Wolgast no sabía qué decir. La situación era evidente: el hombre y su esposa no irían a ninguna parte. Los dos salieron a la brillante luz del sol que caía sobre el aparcamiento.
—Tiene esclerosis múltiple —explicó el hombre—. Confiaba en quedarme con ella en casa todo el tiempo que fuera posible. Ése fue el acuerdo al que llegamos, cuando empezó a encontrarse mal el pasado invierno. Se supone que enviarán una enfermera, pero no vemos una desde hace una semana. —Removió los pies sobre la grava y carraspeó—. Creo que no habrá más visitas a domicilio.
Wolgast le dijo cómo se llamaba. El hombre era Carl, y su esposa, Martha. Tenían dos hijos adultos, uno en California y el otro en Florida. Carl había sido electricista en Corvallis, en Oregón, hasta que había comprado la tienda y solicitado la jubilación.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Wolgast. Se habían dado un apretón de manos antes, pero volvieron a hacerlo.
—Mantenerse con vida —respondió Carl.
Wolgast estaba regresando al campamento cuando, de repente, pensó en Lila. Eran recuerdos de otro tiempo, otra vida. Una vida que ahora había terminado, para él, para todo el mundo. Pensar en Lila era como despedirse.
Los incendios llegaron en los días largos y secos del mes de agosto.
Wolgast percibió el olor del humo una tarde, mientras trabajaba en el patio. Por la mañana el aire estaba impregnado de una neblina acre. Subió al tejado para mirar, pero sólo vio los árboles y el lago, las montañas onduladas en la distancia. No tenía forma de saber a qué distancia se hallaban los incendios. El viento podía empujar el humo durante cientos de kilómetros.
Hacía más de dos meses que no bajaba de la montaña, desde su viaje a la tienda de Milton. Habían descubierto una rutina: Wolgast dormía todos los días hasta casi mediodía, y trabajaba fuera hasta el anochecer. Después de cenar y nadar, los dos se quedaban levantados durante la mitad de la noche, leyendo o jugando a juegos de mesa, como si fueran pasajeros en un largo viaje por mar. Había encontrado una caja llena de juegos en una de las cabañas: Monopoly, parchís y damas. Durante un tiempo dejó ganar a Amy, pero descubrió que no era necesario. Era una jugadora astuta, sobre todo de Monopoly, pues compraba propiedad tras propiedad, y calculaba al instante las rentas que producirían y contaba su dinero con regocijo. Boardwalk, Park Place y Marvin Gardens. ¿Qué significaban para ella los nombres de aquellos lugares? Una noche en que se había acomodado para leerle algo (
Veinte mil leguas de viaje submarino
, que ya habían leído antes, pero que ella deseaba volver a escuchar), ella le arrebató el libro y, a la luz parpadeante de la vela, empezó a leerle en voz alta. Ni siquiera hizo una pausa en las palabras más difíciles del libro, con su sintaxis farragosa y anticuada. Cuando ella se detuvo para pasar página, Wolgast, incrédulo, le preguntó cuándo había aprendido a leer.
—Bien, ya lo habíamos leído —explicó ella—. Supongo que me acuerdo.
El mundo exterior a la montaña se había convertido en un recuerdo, cada día más lejano. No consiguió que el generador funcionara (esperaba poder utilizar la radio de onda corta), y hacía tiempo que había dejado de intentarlo. Si estaba sucediendo lo que él sospechaba, razonó, lo mejor era no saberlo. ¿Qué podría hacer con la información? ¿Adónde podrían ir?
Pero ahora los bosques estaban ardiendo, empujaban una muralla de humo asfixiante desde el oeste. Cuando llegó la tarde del día siguiente, estaba claro que tendrían que marcharse, pues el incendio se dirigía hacia ellos. Si saltaba el río, nada lo detendría. Wolgast cargó el Toyota y depositó a Amy, envuelta en una manta, en el asiento del pasajero. Cogió un paño mojado para cada uno, con el fin de taparse la boca y los ojos irritados.
No habían recorrido ni tres kilómetros cuando vieron las llamas. El humo cortaba la carretera, y el aire era irrespirable, una muralla tóxica. Un viento soplaba con fuerza y lanzaba el fuego hacia la montaña, hacia ellos. Tuvieron que dar media vuelta.
No sabía cuánto tiempo les quedaba hasta que llegara el incendio. No podía mojar el tejado de la casa. Tendrían que esperar. Al menos, las ventanas atrancadas ofrecían cierta protección del fuego, pero al anochecer los dos estaban tosiendo y asfixiándose.
En uno de los edificios anexos había una vieja canoa de aluminio. Wolgast la arrastró hasta la orilla, y después se llevó a Amy. Remó hasta el centro del lago, mientras veía los incendios devorar la montaña en dirección al campamento, una visión de furiosa belleza, como si se hubieran abierto las puertas del infierno. Amy estaba tumbada contra él en el fondo de la canoa. Si tenía miedo, no lo demostraba. No había otra cosa que hacer. Toda la energía del día lo abandonó y, bien a su pesar, cayó dormido.
Cuando despertó por la mañana, el campamento seguía en pie. Los incendios no habían saltado el río. El viento había cambiado en algún momento de la noche y empujado las llamas hacia el sur. El aire continuaba impregnado de humo, pero dedujo que el peligro había pasado. Después, esa misma tarde oyeron un gran trueno, como si alguien sacudiese una enorme hoja de hojalata sobre sus cabezas, y una lluvia torrencial los acompañó durante toda la noche. No daba crédito a su buena suerte.
Por la mañana decidió utilizar los últimos litros de gasolina para bajar la montaña y echar un vistazo a Carl y Martha. Esa vez iría con Amy. Después de los incendios, haría todo lo posible por no volver a perderla de vista. Esperó al anochecer y se pusieron en camino.
Los incendios habían llegado cerca. A menos de un kilómetro de la entrada del campamento, el bosque había quedado reducido a ruinas humeantes, y la tierra estaba chamuscada y arrasada, como si se hubiera librado una terrible batalla. Desde la carretera, Wolgast vio cadáveres de animales, no sólo pequeños, como zarigüeyas y mapaches, sino ciervos, antílopes e incluso un oso, hecho un ovillo sobre sí mismo en la base de un árbol de tronco ennegrecido, muerto mientras buscaba en la tierra una bolsa de aire respirable.
La tienda continuaba en pie, incólume. No había luces encendidas, pero no cabía duda de que la corriente eléctrica estaría desconectada. Wolgast dijo a Amy que esperara en el coche, recuperó una linterna y entró en el porche. La puerta estaba cerrada con llave. Llamó con los nudillos, una y otra vez, y llamó a Carl por el nombre, pero no obtuvo respuesta. Por fin, utilizó la linterna para romper la ventana.
Carl y Martha estaban muertos. Se habían acostado juntos en la cama de hospital de Martha, Carl acuclillado contra los hombros, rodeando su pecho con el brazo, como si estuvieran echando una siesta. Podría haber sido el humo, pero el aire de la habitación reveló a Wolgast que llevaban muertos mucho más tiempo. Sobre la mesita de noche había una botella medio vacía de
whisky
, y al lado un periódico doblado, como el primero que había visto, inquietantemente delgado, con un enorme titular del que desvió la mirada, ya que prefirió guardarlo en el bolsillo para leerlo después. Paró un momento al pie de la cama. Después, cerró la habitación y, por primera vez, lloró.
La furgoneta de Carl seguía aparcada detrás de la tienda. Wolgast cortó un fragmento de manguera, condujo el Toyota hasta la parte de atrás y trasladó el contenido del depósito de la camioneta a su coche. No sabía adónde tendría que ir, pero la temporada de incendios no había terminado. Había sido un error casi fatal el haberse dejado sorprender. Encontró una lata de gasolina vacía en un cobertizo que había detrás de la casa, y cuando el depósito del Toyota estuvo hasta los topes, también la llenó. Después, Amy lo ayudó a examinar las provisiones de la tienda. Se llevó toda la comida, baterías y propano que creyó que podía cargar, lo guardó en cajas y las transportó hasta el coche. Después, regresó a la habitación donde yacían los cadáveres y, con cuidado, conteniendo la respiración, extrajo el.38 de Carl de la funda sujeta al cinto.
Al amanecer, cuando Amy se durmió por fin, Wolgast sacó el periódico del bolsillo de su chaqueta. En esa ocasión, una única hoja, con fecha del 10 de julio, hacía casi un mes. A saber dónde la había conseguido Carl. Tal vez habría ido a Whiteriver, y después, al regresar, basándose en lo que había visto y leído, puso fin a la situación. La casa estaba llena de medicamentos. Le habría resultado muy fácil llevar a la práctica sus propósitos. Wolgast había escondido el periódico en su bolsillo por miedo, pero también a causa de una certeza fatalista sobre lo que descubriría en él. Tan sólo los detalles constituirían una novedad.