El Palacio de la Luna (28 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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—Quiero que le envíe mi autobiografía. ¿Por qué cree que hemos trabajado tanto en ella? No era simplemente para pasar el rato, muchacho, había un propósito en ello. Siempre hay un propósito en lo que yo hago, recuérdelo. Cuando me muera, quiero que se la mande junto con una carta explicándole cómo se escribió. ¿Está claro?

—No del todo. Después de haberse mantenido alejado de él desde 1947, no veo por qué está de repente tan ansioso de tener contacto con él. No tiene mucho sentido.

—Todo el mundo tiene derecho a conocer su pasado. No puedo hacer mucho por él, pero al menos puedo hacer eso.

—¿Aunque él prefiriese no conocerlo?

—Así es, aunque él prefiriese no conocerlo.

—No parece justo.

—¿Quién habla de justicia? No tiene nada que ver con eso. Me he mantenido alejado de él mientras vivía, pero ahora que estoy muerto, es hora de que se sepa la historia.

—No me parece que esté usted muerto.

—Ya falta poco, se lo aseguro. Muy poco.

—Lleva meses diciendo eso, pero está usted tan sano como siempre.

—¿Qué fecha es hoy?

—Doce de marzo.

—Eso significa que me quedan dos meses. Me voy a morir el doce de mayo, exactamente dentro de dos meses.

—No puede usted saberlo. Nadie lo sabe.

—Pero yo sí, Fogg. Tome nota de mis palabras. Dentro de dos meses a partir de hoy, me moriré.

Después de esa extraña conversación, volvimos a nuestra antigua rutina. Le leía por las mañanas, y por las tardes salíamos a dar un paseo. Era la misma rutina, pero ya no me parecía igual. Antes, Effing tenía un programa con los libros, pero ahora su selección me parecía arbitraria, totalmente incoherente. Un día me pedía que le leyera cuentos de
El Decamerón
o de
Las mil y una noches
, al día siguiente elegía
La comedia de las equivocaciones
y al otro prescindía por completo de los libros y me hacía que le leyera las noticias de los entrenamientos de primavera de los equipos de béisbol en los campamentos de Florida. Tal vez era que había decidido escoger las cosas al azar de entonces en adelante, repasar ligeramente una multitud de obras para despedirse de ellas, como si ésa fuera una manera de despedirse del mundo. Durante tres o cuatro días seguidos me hizo leerle novelas pornográficas (que estaban guardadas en un pequeño armario debajo de las estanterías), pero ni siquiera esos libros consiguieron animarle notoriamente. Se rió una o dos veces, divertido, pero también se durmió en mitad de uno de los párrafos más excitantes. Yo seguí leyendo mientras él dormitaba y cuando se despertó media hora después, me dijo que había estado practicando cómo estar muerto.

—Quiero morirme pensando en el sexo —murmuró—. No hay mejor manera de irse que ésa.

Yo nunca había leído pornografía y los libros me parecieron a la vez absurdos y estimulantes. Un día me aprendí de memoria varios de los párrafos mejores y se los cité a Kitty cuando la vi esa noche. Al parecer le produjeron el mismo efecto que a mí. Le hicieron reír, pero al mismo tiempo le dieron ganas de desnudarse y meterse en la cama conmigo.

Los paseos también eran diferentes. Effing ya no mostraba mucho entusiasmo y en lugar de acosarme para que le describiera las cosas que encontrábamos por el camino, iba en silenció, pensativo y retraído. Por la fuerza de la costumbre, yo seguía comentando todo lo que vela, pero él apenas me escuchaba, y sin tener sus desagradables comentarios y críticas a los que responder, noté que mi ánimo también empezaba a languidecer. Por primera vez desde que le conocí, Effing parecía ausente, indiferente a lo que le rodeaba, casi tranquilo. Le hablé a la señora Hume de los cambios que había observado en él y me confesó que también habían empezado a preocuparla a ella. Físicamente, sin embargo, ni ella ni yo detectábamos ninguna transformación importante. Effing comía tanto, o tan poco, como siempre; sus movimientos intestinales eran normales; no se quejaba de nuevos dolores o molestias. Este extraño período letárgico duró aproximadamente tres semanas. Luego, justo cuando yo empezaba a pensar que Effing había entrado en un declive serio, una mañana se presentó en la mesa del desayuno completamente como era antes, lleno de buen humor y todo lo feliz que le había visto siempre.

—¡Está decidido! —anunció, dando un puñetazo en la mesa. El golpe fue tan fuerte que los cubiertos saltaron y entrechocaron—. Día tras día he estado reflexionando, dándole vueltas en mi cabeza, tratando de encontrar un plan perfecto. Después de mucho esfuerzo mental, me complace informarles de que ya lo tengo. ¡Está decidido! Es la mejor idea que he tenido en mi vida. Es una obra maestra, una verdadera obra maestra. ¿Está dispuesto a divertirse, muchacho?

—Por supuesto —contesté, pensando que era mejor seguirle la corriente—. Siempre estoy dispuesto a divertirme.

—Espléndido, ése es el espíritu —dijo, frotándose las manos—. Les prometo, hijos míos, que va a ser una magnífica canción del cisne, una reverencia final como ninguna otra. ¿Qué condiciones meteorológicas tenemos hoy?

—Despejado y fresco —dijo la señora Hume—. En la radio han dicho que esta tarde subiría hasta los doce o trece grados.

—Despejado y fresco —repitió—, doce o trece grados. No podría ser mejor. ¿Y la fecha, Fogg? ¿A qué día estamos?

—Uno de abril, el principio de un nuevo mes.

—¡Uno de abril! El día de las bromas. En Francia le llamaban el día del pescado. Bueno, pues hoy les daremos a oler algo de pescado, ¿verdad, Fogg? ¡Les daremos toda una cesta de pescado!

—Seguro —dije—. Les daremos de todo.

Effing siguió charlando muy excitado durante todo el desayuno, sin apenas detenerse para llevarse una cucharada de cereales a la boca. La señora Hume parecía preocupada, pero a pesar de todo yo me sentía bastante animado por aquel ataque de energía maníaca. Nos llevara a donde nos llevara, tenía que ser mejor que las semanas de melancolía que acabábamos de dejar atrás. A Effing no le iba el papel de viejo taciturno y yo prefería que le matara su propio entusiasmo a que viviera en silencioso abatimiento.

Después de desayunar, nos ordenó que le trajésemos sus cosas y le preparásemos para salir. Le envolvimos con el acostumbrado equipo —manta, bufanda, abrigo, sombrero, guantes— y luego me dijo que abriera el armario empotrado y sacara un pequeño maletín de cuadros escoceses que estaba debajo de un montón de botas y chanclos.

—¿Qué le parece, Fogg? —me preguntó—. ¿Cree que es lo bastante grande?

—Eso depende de para qué quiera usarlo.

—Vamos a usarlo para llevar dinero. Veinte mil dólares en metálico.

Antes de que yo pudiera decir nada, intervino la señora Hume.

—No hará usted nada semejante, señor Thomas —dijo—. No lo consentiré. Un ciego paseándose por las calles con veinte mil dólares en metálico. Quítese esa tontería de la cabeza.

—Cállese, bruja —respondió Eifing bruscamente—. Cállese o le daré una paliza. Es mi dinero y haré con él lo que me dé la gana. Tengo a mi guardaespaldas de confianza para protegerme y no me va a pasar nada. Pero aunque así fuera, eso no es asunto suyo. ¿Me ha entendido, vaca gorda?

—Sólo está cumpliendo con su obligación —dije, tratando de defender a la señora Hume de este demencial ataque—. No hay por qué ponerse así.

—Lo mismo va para usted, farsante —me gritó—. Haga lo que le digo o despídase de su puesto. Una, dos y tres y le pongo de patitas en la calle. Inténtelo si no me cree.

—Mal rayo le parta —dijo la señora Hume—. No es usted más que un viejo imbécil, Thomas Effing. Espero que pierda hasta el último dólar de ese dinero. Espero que salgan volando de ese maletín y no los vuelva a ver.

—¡Ja! —dijo Effing—. ¡Ja, ja, ja! ¿Y qué cree que pienso hacer con el dinero, cara de caballo? ¿Gastármelo? ¿Cree que Thomas Effing iba a descender a semejantes banalidades? Tengo grandes planes para ese dinero, planes maravillosos que no se le ocurrirían a nadie.

—Bobadas —respondió la señora Hume—. Por mí, puede usted salir y gastarse un millón de dólares. A mí me trae sin cuidado. Yo me lavo las manos respecto a usted..., a usted y a todos sus embustes.

—Vamos, vamos —dijo Effing, repentinamente desbordante de un untuoso encanto—. No se ponga de morros, patita. —Alargó la mano para coger la de ella y le besó el brazo de arriba abajo varias veces, como si lo hiciera sinceramente—. Fogg cuidará de mí. Es un muchacho robusto y no nos pasará nada. Confíe en mí, tengo toda la operación pensada hasta en los menores detalles.

—A mí no me la da —dijo ella, apartando la mano con irritación—. Usted está tramando algo estúpido, lo sé. Acuérdese de que se lo he advertido. No me venga luego llorando y pidiendo disculpas. Es demasiado tarde para eso. El que es tonto no tiene remedio. Eso es lo que me decía mi madre, y cuánta razón tenía.

—Se lo explicaría ahora si pudiera —dijo Effing—, pero no tenemos tiempo. Además, si Fogg no me saca pronto de aquí, me voy a asar debajo de todas estas mantas.

—Pues váyase —dijo la señora Hume—. A mí me da igual.

Effing sonrio, irguió la espalda y se volvió hacia mí.

—¿Está listo, muchacho? —me ladró como un capitán de barco.

—Cuando usted quiera —contesté.

—Bien. Entonces, vámonos.

Nuestra primera parada fue en el Chase Manhattan Bank de Broadway, donde Effing retiró los veinte mil dólares. Debido a la importancia de la suma, tardamos casi una hora en realizar la operación. Primero, el director tuvo que dar su aprobación y luego los cajeros tardaron bastante tiempo en reunir el número exigido en billetes de cincuenta dólares, que eran los únicos que Effing quería. Era cliente de ese banco desde hacia muchos años, “un cliente importante”, como le recordó más de una vez al director, y éste, intuyendo la posibilidad de una escena desagradable, hizo todo lo posible por complacerle. Effing continuó haciéndose el misterioso. Se negó a permitir que le ayudara y cuando sacó su libreta del bolsillo, procuró ocultármela, como si temiera que yo viese cuánto dinero tenía en la cuenta. Hacía mucho tiempo que había dejado de ofenderme cuando se comportaba así y además la verdad era que yo no tenía el menor interés por conocer esa cifra. Cuando el dinero estuvo listo al fin, un cajero lo contó dos veces y luego Effing me obligó a contarlo una vez más como medida de precaución. Yo nunca había visto tanto dinero junto, pero cuando terminé de contarlo, la magia habla desaparecido y el dinero habla quedado reducido a lo que realmente era: cuatrocientos pedazos de papel verde. Effing sonrió con satisfacción cuando le dije que estaba todo y entonces me ordenó que metiera los fajos en el maletín, que resultó ser lo bastante amplio para que cupiera todo. Cerré la cremallera, lo coloqué con cuidado sobre el regazo de Effing y salimos del banco. Él fue armando jaleo hasta que llegamos a la puerta, agitando su bastón y silbando como si el mañana no existiera.

Una vez fuera, me hizo llevarle a una de las isletas en medio de Broadway. Era un sitio muy ruidoso, pues los coches y los camiones pasaban a ambos lados, pero Effing parecía indiferente al bullicio. Me preguntó si había alguien sentado en el banco y cuando le aseguré que no, me dijo que tomara asiento. Aquel día llevaba sus gafas negras y, con los dos brazos rodeando el maletín y estrechándolo contra su pecho, parecía menos humano que de costumbre, como si fuera una especie de colibrí gigante recién llegado del espacio exterior.

—Quiero repasar mi plan con usted antes de que empecemos —me dijo—. El banco no era un sitio indicado para hablar y tampoco quería que esa entrometida nos espiase en casa. Se habrá usted hecho un montón de preguntas y puesto que va a ser mi cómplice en esto, ya es hora de que se lo cuente.

—Me figuraba que lo haría antes o después.

—La cosa es la siguiente, muchacho. Ya casi ha llegado mi hora y por eso he pasado estos últimos meses arreglando mis asuntos. He hecho mi testamento, he escrito mi necrología, he atado cabos sueltos. Hay sólo una cosa que todavía me preocupa, podríamos llamarle una deuda pendiente, y ahora que he tenido un par de semanas para pensar en ello, he dado con la solución. Hace cincuenta y dos años, como recordará, me encontré una bolsa de dinero. Me quedé con él y lo usé para hacer más dinero, dinero del que he vivido desde entonces. Ahora que he llegado al final de mi vida ya no necesito esa bolsa de dinero. Por lo tanto, ¿qué debo hacer con él? Lo único que tiene sentido es devolverlo.

—¿Devolverlo? Pero ¿a quién se lo va a devolver? Los Gresham están muertos, y además ni siquiera era de ellos. Le habían robado el dinero a gente que usted no conocía, a desconocidos anónimos. Aun suponiendo que consiguiera averiguar quiénes eran, probablemente estarán ya todos muertos.

—Exactamente. Esas personas estarán ya todas muertas y no sería posible localizar a sus herederos, ¿verdad?

—Eso es lo que acabo de decir.

—También ha dicho que esas personas eran desconocidos anónimos. Párese a pensar en ello un momento. Si hay una cosa que esta ciudad dejada de la mano de Dios tiene en abundancia, son desconocidos anónimos. Las calles están llenas de ellos. Allá donde uno mire hay un desconocido anónimo. Hay millones de ellos a nuestro alrededor.

—No hablará en serio.

—Claro que hablo en serio. Siempre hablo en serio. A estas alturas debería saberlo.

—¿Quiere decir que vamos a ir por las calles repartiendo billetes de cincuenta dólares a desconocidos? Eso causaría un tumulto. La gente se volvería loca, nos destrozarían.

—No si lo hacemos bien. Todo es cuestión de tener un buen plan, y lo tenemos. Confíe en mí, Fogg. Será lo más grande que haya hecho nunca, ¡el logro que coronará mi vida!

Su plan era muy sencillo. En lugar de ir por la calle a plena luz del día dándole dinero a todo el que se cruzara con nosotros (cosa que sin duda atraería a una multitud incontrolable), realizaríamos una serie de rápidas incursiones guerrilleras en diversas zonas cuidadosamente elegidas. Toda la operación duraría diez días; nunca recibirían dinero más de cuarenta personas en cada salida, lo cual reduciría drásticamente las posibilidades de tener tropiezos. Yo llevaría el dinero en el bolsillo, de modo que si alguien nos robaba, lo más que sacaría serian dos mil dólares. Entre tanto, el resto del dinero estaría en casa en su maletín, fuera de peligro. Recorreríamos toda la ciudad, dijo Effing, pero nunca iríamos a dos barrios colindantes en días consecutivos. Un día iríamos a la parte alta de la ciudad, y al día siguiente, al centro; el lunes a la zona este, el martes a la zona oeste. Nunca nos quedaríamos en ninguna parte el tiempo suficiente para que la gente se diera cuenta de lo que estábamos haciendo. Evitaríamos nuestro barrio hasta el final. Eso haría que el proyecto pareciese una de esas cosas que sólo ocurren una vez en la vida y todo habría terminado antes de que nadie pudiera echarnos el guante.

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