En la primavera de 1939, Barber tuvo una última oportunidad de saber algo más acerca de su padre, pero no dio ningún resultado. Estaba en su primer año en Columbia y hacia mediados de mayo, justo una semana después de su hipotético encuentro con el tío Victor en la Exposición Mundial, su tía Clara le llamó para decirle que su madre había muerto mientras dormía. Cogió el primer tren de la mañana para Long Island y luego pasó por las diversas pruebas de enterrarla: los trámites para el funeral, la lectura del testamento, las tortuosas conversaciones con abogados y contables. Pagó las facturas de la clínica donde su madre había pasado los últimos seis meses, firmó documentos e impresos, sollozó intermitentemente en contra de su voluntad. Después del funeral, volvió a la casona para pasar la noche, consciente de que probablemente sería la última noche que pasaría allí. La tía Clara era la única persona que quedaba ya en la casa y no estaba en condiciones de sentarse a charlar con él. Por última vez ese día, Barber llevó a cabo con paciencia el ritual de decirle que podía continuar viviendo en la casa todo el tiempo que deseara. Una vez más, ella le bendijo por su bondad, poniéndose de puntillas para besarle en la mejilla, y una vez más regresó a la botella de jerez que tenía escondida en su habitación. La servidumbre, compuesta por siete personas en la época en que Barber nació, estaba ahora reducida a una sola —una negra coja llamada Hattie Newcombe que cocinaba para tía Clara y de vez en cuando realizaba una tentativa de limpiar la casa—, y desde hacia ya algunos años aquello se estaba viniendo abajo. El jardín estaba abandonado desde la muerte de su abuelo en 1934, y lo que en otro tiempo había sido una decorosa profusión de flores y césped era ahora una maraña de feas hierbas que llegaban a la altura del pecho. En el interior colgaban telarañas de casi todos los techos; no se podía tocar una silla sin que soltara nubes de polvo; los ratones correteaban descaradamente por las habitaciones, y Clara, achispada y perpetuamente sonriente, no se enteraba de nada. Las cosas eran así desde hacia tanto tiempo que Barber había dejado de preocuparse por ello. Sabía que nunca tendría el valor de vivir en aquella casa y que cuando la tía Clara tuviese la misma muerte alcohólica que su marido, a él le daría exactamente igual que el techo se hundiera o no.
A la mañana siguiente encontró a tía Clara sentada en la sala del piso de abajo. Aún no había llegado la hora de la primera copa de jerez (por regla general, la botella no se destapaba hasta después de comer) y Barber comprendió que, si quería hablar con ella alguna vez, tendría que ser entonces. Estaba sentada delante de la mesa de juego del rincón cuando él entró en el cuarto, la cabecita de gorrión inclinada sobre un solitario, tarareando por lo bajo una canción desafinada e interminable. “El hombre del trapecio volador”, pensó él. Se acercó a ella por la espalda y le puso una mano en el hombro. Su cuerpo era todo huesos bajo el chal de lana.
—El tres rojo sobre el cuatro negro —le dijo, señalando las cartas que había sobre la mesita.
Ella chasqueó la lengua reprochándose su estupidez, mezcló dos montones y luego volvió la carta que había quedado libre. Era un rey rojo.
—Gracias, Sol —dijo—. Hoy no estoy concentrada. No veo los movimientos que tengo que hacer y acabo haciéndome trampas sin necesidad.
Emitió una risita gorjeante y reanudó su tarea.
Barber se sentó trabajosamente en la butaca que había enfrente de Clara, tratando de encontrar la forma de empezar. Dudaba que ella tuviera mucho que decirle, pero no había nadie más con quien hablar. Durante varios minutos se quedó allí sentado mirándola a la cara, examinando la intrincada red de arrugas, los polvos blancos apelmazados sobre las mejillas, el grotesco lápiz de labios rojo. La encontraba patética, conmovedora. No debía de haber sido fácil para ella formar parte de aquella familia, pensó, vivir con el hermano de su madre tantos años, no haber tenido hijos. Binkey era un tenorio bobalicón y buenazo que se casó con Clara en la década de 1880, menos de una semana después de verla actuar en el escenario del teatro Galileo, en Providence, como ayudante en el número de magia del Maestro Rudolfo. A Barber siempre le había gustado escuchar las historias frívolas que ella contaba de sus tiempos de artista de variedades y pensó que era extraño que ellos dos fuesen ahora los únicos miembros de la familia.
El último Barber y la última Wheeler. Una chica de clase baja, como la llamaba siempre su abuela, una fulanita tonta que había perdido su belleza hacía más de treinta anos, y el Señor Obesidad en persona, el prodigioso fenómeno, nacido de una loca y un fantasma. Nunca había sentido tanta ternura por la tía Clara como en aquel momento.
—Vuelvo a Nueva York esta noche —dijo.
—No te preocupes por mí —contestó ella, sin levantar la vista de las cartas—. Estaré bien aquí sola. Ya estoy acostumbrada.
—Me marcho esta noche —repitió él—, y nunca volveré a poner los pies en esta casa.
La tía Clara puso un seis rojo sobre un siete negro, examinó las cartas buscando un sitio donde colocar la reina negra, suspiró decepcionada y luego miró a Barber.
—Oh, Sol —dijo—. No tienes por qué ponerte tan dramático.
—No me pongo dramático. Lo que pasa es que probablemente ésta será la última vez que nos veamos.
La tía Clara seguía sin entender.
—Ya sé que es triste perder a tu madre —dijo—. Pero no debes tomártelo así. En realidad es una bendición que Elizabeth haya muerto. Su vida era un tormento y ahora por fin descansa en paz.
—La tía Clara hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. No debes dejar que se te metan ideas absurdas en la cabeza.
—El problema no es mi cabeza, tía Clara, es la casa. Creo que no podría soportar volver aquí.
—Pero ahora es tu casa, eres su propietario. Todo lo que hay en ella te pertenece.
—Eso no quiere decir que tenga que conservarla. Puedo deshacerme de ella cuando quiera.
—Pero Solly..., ayer me dijiste que no ibas a vender la casa. Me lo prometiste.
—No voy a venderla. Pero nada me impide regalarla, ¿no es cierto?
—Viene a ser lo mismo. La casa seria propiedad de otra persona y a mí me echarían y me llevarían a morir en una habitación llena de viejas.
—No si te la regalo a ti. Entonces podrías quedarte aquí.
—Deja de decir tonterías. Si sigues hablando así me va a dar un ataque al corazón.
—No hay ninguna dificultad en transferir la escritura. Puedo llamar al abogado hoy para que inicie los trámites.
—Pero Solly...
—Es probable que me lleve algunos de los cuadros. Pero todo lo demás se quedará aquí contigo.
—Está mal. No sé por qué, pero está mal que hables así.
—Sólo hay una cosa que quiero que hagas por mí —siguió él, sin hacer caso de su comentario—. Quiero que hagas testamento legal y le dejes la casa a Hattie Newcombe.
—¿
Nuestra
Hattie Newcombe?
—Sí,
nuestra
Hattie Newcombe.
—Pero Sol, ¿tú crees que eso está bien? Quiero decir que Hattie..., Hattie, ya sabes, Hattie es...
—¿Es qué, tía Clara?
—Una mujer de color. Hattie es una mujer de color.
—Si a Hattie no le importa, no veo por qué ha de preocuparte a ti.
—Pero ¿te imaginas lo que dirá la gente? Una mujer de color viviendo en la Casa del Acantilado. Sabes tan bien como yo que las únicas personas de color que viven en este pueblo son sirvientes.
—Eso no altera el hecho de que Hattie es tu mejor amiga. Que yo sepa, es tu única amiga. ¿Y por qué ha de importarnos lo que diga la gente? No hay nada más importante en el mundo que ser bueno con los amigos.
Cuando la tía Clara comprendió que su sobrino hablaba en serio, empezó a reírse. Las palabras de él habían demolido de pronto todo un sistema de valores y le resultaba emocionante ver que eso era posible.
—Lo único malo es que tengo que morirme antes de que Hattie tome posesión —dijo—. Ojalá pudiera vivir para verlo con mis propios ojos.
—Si el cielo es como dicen que es, estoy seguro de que lo veras.
—Nunca conseguiré entender por qué haces esto.
—No hace falta que lo entiendas. Tengo mis razones y no es necesario que te preocupes por ellas. Primero quiero hablar contigo de unas cuantas cosas y luego podemos dar este asunto por zanjado.
—¿Qué clase de cosas?
—Cosas antiguas. Cosas del pasado. ¿Del teatro Galileo?
—No, hoy no. Estaba pensando en otras cosas.
—Oh. —Tía Clara se calló, momentáneamente confusa—. Es que antes siempre te gustaba oírme hablar de Rudolfo. La forma en que me ponía en el ataúd y me cortaba en dos con una sierra. Era un buen número, el mejor. ¿Te acuerdas?
—Claro que me acuerdo. Pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora.
—Como quieras. Hay muchos días en el pasado, después de todo, especialmente cuando se llega a mi edad.
—Estaba pensando en mi padre.
—Ah, tu padre. Si, eso también fue hace mucho tiempo. Ciertamente que sí. No tanto como otras cosas, pero mucho.
—Ya sé que Binkey y tú no vinisteis a vivir aquí hasta después de que él desapareciera, pero me preguntaba si recordarías algo del equipo de rescate que fue en su busca.
—Tu abuelo lo organizó todo junto con el señor como-se-llame.
—¿El señor Byrne?
—Eso es, el señor Byrne, el padre del muchacho. Los buscaron durante seis meses, pero nunca encontraron nada. Binkey también estuvo allí algún tiempo, ya sabes. Volvió contando un montón de historias raras. Fue él quien pensó que los habían matado los indios.
—Pero eso no era más que una suposición, ¿no?
—A Binkey le encantaba contar historias increíbles. Nunca había ni una pizca de verdad en nada de lo que decía.
—¿Y mi madre, también fue al Oeste?
—¿Tu madre? Oh, no. Elizabeth estuvo aquí todo el tiempo. No estaba... ¿Cómo te lo diría yo?... No estaba en condiciones de viajar.
—¿Porque estaba embarazada?
—Bueno, eso en parte.
—¿Y la otra parte?
—Su estado mental. No era muy bueno.
—¿Ya estaba loca?
—Elizabeth siempre fue lo que podríamos llamar inestable. Mohína un minuto, y al minuto siguiente riendo y cantando. Incluso muchos años antes, cuando la conocí.
Excitable
es la palabra que usábamos entonces.
—¿Cuándo se puso peor?
—Cuando tu padre no volvió.
—¿Fue empeorando lentamente o sucedió de golpe?
—De golpe, Sol. Fue algo terrible de ver.
—¿Tú lo viste?
—Con mis propios ojos. Toda la escena. Nunca lo olvidaré.
—¿Cuándo ocurrió?
—La noche en que tú..., quiero decir, una noche..., no recuerdo cuándo. Una noche durante el invierno.
—¿Qué noche fue, tía Clara?
—Una noche en que nevaba. Hacia frío y había una gran tormenta. Lo recuerdo porque al médico le costó mucho llegar aquí.
—Era una noche de enero, ¿no?
—Puede que sí. En enero suele nevar. Pero no recuerdo qué mes era.
—Fue el once de enero, ¿no? La noche en que nací.
—Oh, Sol, no debes insistir en hacerme preguntas. Eso sucedió hace mucho tiempo, ya no importa.
—A mí sí me importa, tía Clara. Y tú eres la única persona que puede contármelo. ¿Comprendes? Eres la única que queda.
—No me grites. Te oigo perfectamente, Solomon. No hay necesidad de avasallar ni de hablar con aspereza.
—No estoy avasallando. Sólo estoy tratando de hacerte una pregunta.
—Ya sabes la respuesta. Se me escapó hace un momento y ahora lo lamento.
—No tienes por qué lamentarlo. Lo importante es decir la verdad. No hay nada más importante que eso.
—Pero es que fue tan..., tan... No quiero que creas que me lo estoy inventando. Yo estaba en la habitación con ella esa noche. Molly Sharp y yo estábamos allí, esperando a que viniera el médico, y Elizabeth gritaba y armaba tanto jaleo que pensé que se iba a venir la casa abajo.
—¿Qué gritaba?
—Cosas espantosas. Cosas que me pone enferma recordar.
—Dímelas, tía Clara.
—“Trata de matarme —chillaba una y otra vez—. Trata de matarme. No podemos dejarle salir.”
—¿Se refería a mí?
—Sí, al bebé. No me preguntes cómo sabía que era un niño, pero así era. Se acercaba el momento y el médico seguía sin llegar. Molly y yo intentábamos que se tumbara en la cama, procurábamos convencerla de que se pusiera en la postura adecuada, pero ella no quería colaborar. “Abre las piernas —le decíamos— te aliviará el dolor.” Pero Elizabeth se negaba. Dios sabe de dónde sacaba las fuerzas. Una y otra vez conseguía soltarse de nosotras y se iba a la puerta, repitiendo a gritos esas terribles palabras. “Trata de matarme. No podemos dejarle salir.” Finalmente logramos llevarla a la cama, mejor dicho, lo logró Molly con una pequeña ayuda por mi parte, esa Molly era como un buey. Pero, una vez en la cama, no había forma de hacerle abrir las piernas. “No voy a dejarle salir —vociferaba—. Antes le asfixiaré ahí dentro. Un niño monstruo, un niño monstruo. No le dejaré salir hasta que le haya matado.” Tratamos de separarle las piernas a la fuerza, pero Elizabeth no cesaba de retorcerse y debatirse hasta que Molly empezó a darle de bofetadas, zas, zas, zas, bien fuerte, lo cual enfureció tanto a Elizabeth que después de eso no pudo hacer más que chillar, como un recién nacido, con la cara toda colorada, berreaba como si quisiera despertar a los muertos.
—Dios Santo.
—Fue lo peor que he visto. Por eso no quería contártelo.
—A pesar de todo logré salir, ¿no?
—Eras el niño más grande y más fuerte que nadie hubiera visto. Casi seis kilos, dijo el médico. Un gigante. Creo sinceramente que si no hubieses sido tan enorme, Sol, nunca lo habrías logrado.
—¿Y mi madre?
—El médico llegó al fin, era el doctor Bowles, el que murió en un accidente de coche hace seis o siete años, y le puso una inyección a Elizabeth para dormirla. No despertó hasta el día siguiente y cuando se despertó se había olvidado de todo. No me refiero a lo sucedido la noche anterior, quiero decir todo, su vida entera, no recordaba nada de lo que le había sucedido en los últimos veinte años. Cuando Molly y yo te llevamos a su habitación para que viera a su hijo, pensó que eras su hermanito. Fue todo tan extraño, Sol... Se había convertido en una niña y no sabía quién era.
Barber estaba a punto de hacerle otra pregunta, pero justo en ese momento el reloj de péndulo del recibidor empezó a dar las horas. Tía Clara ladeó la cabeza y escuchó las campanadas, contando las horas con los dedos. Cuando las campanadas cesaron, había contado hasta doce y esto hizo que en su cara apareciera una expresión ansiosa, casi implorante.