El Palacio de la Luna (27 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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Siguió contándome su historia durante dos o tres semanas más, pero ya no me apasionaba de la misma forma. Ya me había contado lo esencial; no quedaban más secretos, ni más oscuras verdades que arrancarle. Los momentos más cruciales de la vida de Effing habían tenido lugar en Estados Unidos, en los años que transcurrieron entre su partida hacia Utah y el accidente que tuvo en San Francisco, y una vez que llegó a Europa, la historia se convirtió en otra historia, una cronología de hechos y sucesos, un cuento del paso del tiempo. Me pareció que Effing era consciente de ello y, aunque no lo dijo directamente, su manera de contar empezó a cambiar, a perder la precisión y la intensidad de los episodios anteriores. Ahora se permitía más digresiones, parecía perder el hilo de su pensamiento con más frecuencia e incluso caía en flagrantes contradicciones. Un día, por ejemplo, afirmaba que había pasado esos años dedicado al ocio —leyendo libros, jugando al ajedrez, frecuentando los
bistros
— y al día siguiente me hablaba de complicados negocios, de cuadros que había pintado y luego destruido, de que tuvo una librería, de que trabajó como espía, de que recaudó fondos para el ejército republicano español. No había duda de que mentía, pero me pareció que lo hacia más por costumbre que con intención de engañarme. Hacia el final, me habló de un modo conmovedor de su amistad con Pavel Shum, me contó con mucho detalle que había continuado manteniendo relaciones sexuales a pesar de su estado y me soltó varias largas arengas acerca de sus teorías sobre el universo: la electricidad de los pensamientos, las conexiones de la materia, la transmigración de las almas. El último día me contó cómo Pavel y él lograron escapar de París antes de la ocupación alemana, repitió la historia de su encuentro con Tesla en Bryant Park y luego, sin previo aviso, paró en seco.

—Con eso es suficiente —dijo—. Lo dejaremos aquí.

—Pero todavía falta una hora para el almuerzo —dije, mirando el reloj que había en la repisa de la chimenea—. Tenemos tiempo de sobra para empezar el próximo episodio.

—No me contradiga, muchacho. Cuando digo que hemos terminado, quiere decir que hemos terminado.

—Pero sólo estamos en 1939. Quedan treinta años que contar.

—No son importantes. Puede resolverlos con una o dos frases. “Cuando se marchó de Europa a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, el señor Effing regresó a Nueva York, donde pasó los últimos treinta años de su vida.” Algo así. No le será difícil.

—Entonces, no se refiere sólo a hoy. Me está usted diciendo que hemos llegado al final de la historia, ¿no es eso?

—Creía haberlo dejado claro.

—No importa, ya entiendo. Me sigue pareciendo que no tiene sentido, pero entiendo.

—No nos queda mucho tiempo, idiota, ésa es la razón. Si no empezamos enseguida a escribir la dichosa necrología, no lo haremos nunca.

Durante los veinte días siguientes, pasé las mañanas en mi habitación, escribiendo diferentes versiones de la vida de Effing en la vieja Underwood. Había una versión corta para enviar a los periódicos, quinientas palabras inexpresivas que tocaban sólo los aspectos más superficiales; luego había una versión más completa titulada
La misteriosa vida de Julian Barber
, que resultó un relato bastante sensacional, de unas tres mil palabras, que Effing quería que yo ofreciera a una revista de artes plásticas después de su muerte; por último, estaba la versión corregida de la transcripción completa, la historia de Effing contada por él mismo. Tenía más de cien páginas y fue la que más trabajo me dio, pues tuve que eliminar cuidadosamente las repeticiones y los vulgarismos, pulir las frases y procurar convertir la palabra hablada en escrita sin que perdiera su fuerza. Descubrí que era una tarea difícil y delicada y en muchos casos me vi obligado a reconstruir casi por completo algunos párrafos para ser fiel al sentido original. No sabía qué pretendía hacer Effing con esta autobiografía (en sentido estricto, esto ya no era una necrología), pero evidentemente tenía mucho interés en que saliera perfecta y me presionaba para que realizara nuevas revisiones, regañándome y gritándome cada vez que le leía una frase que no le gustaba. Cada tarde teníamos una sesión de éstas y nos peleábamos por las más nimias cuestiones de estilo. Fue una experiencia agotadora para ambos (dos almas obstinadas empeñadas en un combate mortal), pero, uno por uno, acabamos llegando a un acuerdo respecto a los diferentes puntos y a principios de marzo habíamos terminado el trabajo.

Al día siguiente encontré tres libros sobre mi cama. Estaban escritos por un hombre llamado Solomon Barber, y aunque Effing no los mencionó cuando le vi a la hora del desayuno, supuse que era él quien los había dejado en mi cuarto. Era un gesto típico de Effing —enrevesado, oscuro, sin motivo aparente— pero ya le conocía lo suficiente para saber que ésta era su manera de decirme que leyera los libros. Teniendo en cuenta el nombre del autor, parecía bastante claro que no era una petición casual. Varios meses antes, el viejo había usado la palabra “consecuencias” y me pregunté si no se estaba preparando para hablarme de ellas.

Los libros trataban de la historia de los Estados Unidos y cada uno había sido publicado por una universidad diferente:
El obispo Berkeley los indios
(1947),
La colonia perdida de Roanoke
(1955) y Las
tierras vírgenes americanas
(1963). Las notas biográficas de la sobrecubierta eran muy escuetas, pero, reuniendo los pocos datos que ofrecían, me enteré de que Solomon Barber había hecho su doctorado en historia en 1944, había publicado numerosos artículos en revistas especializadas y había enseñado en varias universidades del Medio Oeste. La referencia a 1944 era fundamental. Si Effing había fecundado a su esposa justo antes de su marcha en 1916, su hijo habría nacido al año siguiente, lo cual quería decir que en 1944 tendría veintisiete años, una edad muy lógica para terminar un doctorado. Todo parecía encajar, pero sabía que no debía sacar conclusiones precipitadas. Tuve que esperar tres días más antes de que Effing mencionara el tema y sólo entonces supe que mis sospechas eran acertadas.

—Supongo que no habrá mirado los libros que le dejé en su cuarto el martes —me dijo, hablando con la misma tranquilidad de alguien que acabase de pedir un terrón de azúcar para el té.

—Los he mirado —contesté—. E incluso los he leído.

—Me sorprende, muchacho. Teniendo en cuenta su edad, empiezo a pensar que tal vez haya esperanza para usted.

—Hay esperanza para todos, señor. Eso es lo que hace que el mundo siga en marcha.

—Ahórreme los aforismos, Fogg. ¿Qué le parecieron los libros?

—Los encontré admirables. Bien escritos, convincentemente argumentados y llenos de información que era enteramente nueva para mí.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, yo no sabia nada del plan de Berkeley
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para educar a los indios de las Bermudas y tampoco sabía nada de los años que pasó en Rhode Island. Todo eso fue una sorpresa para mí, pero lo mejor del libro es la parte en que Barber relaciona las experiencias de Berkeley con sus trabajos filosóficos sobre la percepción. Me pareció muy hábil y original, muy profundo.

—¿Qué me dice de los otros libros?

—Lo mismo. Tampoco sabía mucho sobre Roanoke. Creo que Barber contribuye decisivamente a aclarar el misterio y tiendo a estar de acuerdo con él en que los colonos perdidos sobrevivieron gracias a que unieron sus fuerzas con las de los indios croatanos.
{6}
También me gustó el material sobre los antecedentes de Raleigh y Thomas Harriot. ¿Sabía usted que Harriot fue el primer hombre que miró la luna a través de un telescopio? Yo siempre pensé que había sido Galileo, pero Harriot se le adelantó en varios meses.

—Sí, muchacho, ya lo sabía. No hace falta que me dé una conferencia.

—Estaba contestando a su pregunta. Usted me preguntó qué era lo que había aprendido y yo se lo he dicho.

—No me replique. Aquí soy yo el que hace las preguntas. ¿Comprendido?

—Comprendido. Puede preguntarme lo que quiera, señor Effing, pero no es preciso que siga usted dando rodeos.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que no es necesario que perdamos más tiempo. Usted puso esos libros en mi cuarto porque quería contarme algo y no veo por qué no me lo cuenta de una vez.

—Vaya, vaya, nos creemos muy listos hoy, ¿no?

—No era muy difícil de adivinar.

—No, supongo que no. Más o menos ya se lo había dicho, ¿no?

—Solomon Barber es su hijo.

Effing hizo una larga pausa, como si aún se resistiera a admitir adónde nos había llevado la conversación. Miró al vacío, se quitó las gafas oscuras y limpió los cristales con un pañuelo —un gesto inútil y absurdo en un ciego— y luego gruñó algo con voz profunda.

—Solomon. Un nombre verdaderamente espantoso. Pero yo no tuve nada que ver en ello, naturalmente. Mal puedes ponerle nombre a alguien si ni siquiera sabes que existe, ¿verdad?

—¿Llegó a conocerle?

—Nunca le he conocido, ni él a mi. Él cree que su padre murió en Utah en 1916.

—¿Cuándo se enteró usted de su existencia?

—En 1947. La culpa la tuvo Pavel Shum, él fue quien despertó mi curiosidad. Un día se presentó con un ejemplar de ese libro sobre el obispo Berkeley. Pavel era un gran lector, como creo haberle comentado ya, y cuando empezó a hablarme de un joven historiador apellidado Barber, como es natural agucé el oído. Pavel no sabía nada acerca de mi vida anterior, así que tuve que fingir que me interesaba el libro para averiguar más cosas del autor. En aquel momento nada era seguro. Barber no es un apellido tan raro, después de todo, y no había ninguna razón para pensar que ese Solomon tuviese algo que ver conmigo. Pero tuve una corazonada, y si hay algo que he aprendido en mi larga y estúpida carrera como hombre, es a hacer caso de mis corazonadas. Me inventé un cuento para Pavel, aunque probablemente no era necesario. Él habría hecho cualquier cosa por mí. Si le hubiera pedido que se fuese al Polo Norte, se habría ido sin rechistar. Lo único que necesitaba era un poco de información, pero me pareció que podría ser demasiado arriesgado abordar el asunto directamente, así que le dije que estaba pensando en crear una fundación que concediese un premio anual a un escritor joven que lo mereciera. Este Barber parece prometedor, le dije, ¿por qué no investigamos un poco y vemos si necesita ese dinero? A Pavel le entusiasmó la idea. En su opinión, no había nada más importante en el mundo que fomentar la vida intelectual.

—Pero ¿qué me dice de su esposa? ¿Nunca averiguó qué había sido de ella? No habría sido muy difícil enterarse de si había tenido un hijo o no. Debe de haber cien maneras diferentes de obtener esa clase de información.

—Indudablemente. Pero yo me había prometido no hacer averiguaciones respecto a Elizabeth. Sentía curiosidad, hubiese sido imposible no sentirla, pero al mismo tiempo no quería abrir viejas heridas. El pasado era el pasado y para mí estaba cerrado y sellado. ¿De qué me habría servido saber si estaba viva o muerta, si se había vuelto a casar o no? Me obligué a permanecer en la ignorancia. Esa actitud me provocaba una fuerte tensión y me ayudaba a recordar quién era yo, a mantenerme alerta para no olvidar que ahora era otra persona. No había vuelta atrás, eso era lo importante. Nada de arrepentimientos, nada de compasión, nada de debilidades. Negándome a investigar sobre la vida de Elizabeth, conservaba mi fuerza.

—Pero sí quería investigar acerca de su hijo.

—Eso era distinto. Si era responsable de haber traído a otra persona al mundo, tenía derecho a saberlo. Sólo quería conocer la verdad, nada más.

—¿Tardó mucho Pavel en conseguir la información?

—No mucho. Descubrimos que Solomon Barber enseñaba en una modesta universidad del Medio Oeste, en Iowa, o Nebraska, no recuerdo. Pavel le escribió una carta hablando de su libro, una carta de admirador, por así decirlo. Después de eso no hubo ningún problema. Barber le contestó amablemente y Pavel volvió a escribirle diciéndole que iba a estar de paso en Iowa, o Nebraska, y que le gustaría conocerle. Por pura coincidencia, claro. ¡Ja! Como si las coincidencias existieran. Barber dijo que estaría encantado, y así fue como sucedió. Pavel cogió un tren para Iowa, o Nebraska, pasaron una velada juntos y cuando Pavel volvió me informó de todo lo que deseaba saber.

—¿Qué era?

—Que era: Solomon Barber había nacido en Shoreham, Long Island, en 1917. Que su padre era pintor y había muerto en Utah hacia mucho tiempo. Que su madre había muerto en 1939.

—El mismo año en que usted volvió a Estados Unidos.

—Eso parece.

—Y luego, ¿qué pasó?

—Nada. Le dije a Pavel que había cambiado de idea respecto a la fundación, y eso fue todo.

—Y usted nunca sintió deseos de verle. Es difícil creer que pudiera dejar el asunto así, sin más.

—Tenía mis razones, muchacho. No crea que no me costó, pero me mantuve firme. Me mantuve firme pese a todo.

—Muy noble por su parte.

—Sí, muy noble. Soy un príncipe de los pies a la cabeza.

—¿Y ahora?

—A pesar de todo, he conseguido seguirle la pista. Pavel siguió escribiéndose con él y me tenía al corriente de lo que hacía Barber. Por eso le estoy contando esto ahora. Hay algo que quiero que haga usted por mí cuando me muera. Podría encargar el asunto a mis abogados, pero preferiría que lo hiciera usted. Lo hará mejor que ellos.

—¿Qué piensa hacer?

—Voy a dejarle mi dinero a él. Habrá algo para la señora Hume, naturalmente, pero el resto será para mi hijo. El pobre diablo se ha destrozado la vida de tal modo que puede que le venga bien. Es una calamidad, gordo, soltero, sin hijos, depresivo, un desastre andante. A pesar de su inteligencia y su talento, su carrera profesional ha sido una larga catástrofe. Le echaron de su primer puesto en el año cuarenta y tantos a causa de un escándalo (por acosar a los estudiantes del sexo masculino, según creo) y luego, justo cuando empezaba a rehacerse, le pilló la persecución de McCarthy y volvió a hundirse hasta el fondo. Se ha pasado la vida en los sitios más remotos que se pueda imaginar, enseñando en universidades de las que nadie ha oído hablar.

—Parece una historia patética.

—Eso es exactamente lo que es. Patética. Cien por cien patética.

—Pero ¿qué tengo yo que ver en esto? Le deja usted el dinero en su testamento y los abogados se lo dan. La cosa parece bastante sencilla.

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