El pájaro pintado (34 page)

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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

BOOK: El pájaro pintado
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Salimos a la calle y mi padre me ayudó a llevar los libros. El caos reinaba por todas partes. Las personas harapientas, sucias, escuálidas, con sacos echados sobre la espalda, volvían a sus casas y reñían con quienes habían usurpado sus lugares durante la guerra. Yo caminaba entre mis padres, y sentía sus manos sobre mis hombros y mi pelo. Su cariño y su protección me sofocaban.

Me condujeron a su apartamento. Lo habían obtenido en préstamo, con grandes dificultades, cuando se enteraron de que en el Centro local estaba internado un niño que respondía a la descripción de su hijo, y que se podía concertar una entrevista. En el apartamento me aguardaba una sorpresa. Tenían otro niño, de cuatro años. Mis padres me explicaron que era un huérfano: sus padres y su hermana mayor habían muerto en la guerra. Lo había salvado su antigua institutriz, que se lo había pasado a mi padre durante las peregrinaciones del tercer año de la contienda. Lo habían adoptado, y me di cuenta de que lo querían mucho.

Esto sólo sirvió para reforzar mis dudas. ¿No sería mejor seguir solo y aguardar a Gavrila, quien finalmente me adoptaría? Preferiría con creces estar nuevamente solo, vagabundeando de una aldea a la siguiente, de una ciudad a otra, sin saber nunca lo que sucedería a continuación. Allí todo era perfectamente previsible.

El apartamento era pequeño y sólo constaba de una habitación y una cocina. Había un lavabo en la escalera. Era sofocante, estábamos hacinados y nos molestábamos unos a otros. Mi padre padecía una afección cardíaca. Cuando algo le alteraba se ponía pálido y su rostro se cubría de sudor. Entonces tragaba una píldora. Mi madre iba a colocarse, al amanecer, en las colas interminables que se formaban frente a las tiendas de comestibles. Cuando volvía, empezaba a cocinar y limpiar.

El pequeño era un incordio. Se encaprichaba en jugar precisamente cuando yo leía los periódicos que informaban acerca de los éxitos del ejército rojo. Manoteaba mis pantalones y tiraba al suelo mis libros. Un día me fastidió tanto que le así el brazo y lo apreté con fuerza. Algo crujió y el crío comenzó a gritar como un loco. Mi padre llamó al médico y éste anunció que el hueso estaba roto. Esa noche, mientras yacía en la cama con el brazo escayolado, gemía suavemente y me espiaba aterrorizado. Mis padres me miraban sin pronunciar una palabra.

A menudo salía disimuladamente para ir a encontrarme con el Silencioso. Un día no apareció a la hora convenida. Más tarde me informaron en el orfanato que le habían trasladado a otra ciudad.

Llegó la primavera. En un día lluvioso de mayo dieron la noticia de que había terminado la guerra. La gente bailaba en la calle, intercambiando besos y abrazos. Por la noche oímos a las ambulancias que recorrían la ciudad recogiendo a las personas heridas en reyertas, una vez finalizadas las celebraciones con alcohol. Durante los días siguientes visité a menudo el orfanato, con la esperanza de encontrar una carta de Gavrila o Mitka. Pero no recibía ninguna.

Leía cuidadosamente los diarios, tratando de entender lo que sucedía en el mundo. No todos los ejércitos regresarían a sus países de origen. Alemania sería ocupada, y tal vez transcurrirían años antes de que volvieran Gavrila y Mitka.

La vida en la ciudad era cada vez más ardua. Diariamente llegaban aluviones humanos desde todos los puntos del país, con la esperanza de que fuera más fácil arreglárselas en un centro industrial que en el campo, y con la ilusión de poder recuperar allí todo lo perdido. Los individuos ofuscados, que no encontraban trabajo ni vivienda, caminaban sin rumbo por las calles y se disputaban los asientos en los tranvías, los autobuses y los restaurantes. Estaban nerviosos, malhumorados y agresivos. Aparentemente, todos se creían elegidos por el destino sólo porque habían sobrevivido en la guerra, y pensaban que esto les otorgaba derecho a consideraciones especiales.

Una tarde mis padres me dieron un poco de dinero para ir al cine. Proyectaban una película soviética acerca de un hombre y una mujer que se habían citado para encontrarse a las seis del primer día siguiente al fin de la guerra.

Había una muchedumbre frente a la taquilla y esperé pacientemente en la cola durante varias horas. Cuando me llegó el turno descubrí que había perdido una de mis monedas. Al ver que era mudo la cajera separó mi entrada para que la recogiera cuando trajese el dinero que faltaba. Corrí a casa, regresé antes de que hubiera transcurrido media hora y traté de obtener la entrada en la taquilla. Un acomodador me dijo que volviera a colocarme en la cola. Como no tenía la pizarra conmigo, intenté explicarle, mediante señas, que ya había estado en la cola y que me habían reservado la entrada. No hizo ningún esfuerzo por entender. Con gran regocijo de la gente que esperaba fuera me cogió por la oreja y me sacó bruscamente a empellones. Resbalé y caí sobre los adoquines. La sangre que manaba de mi nariz me salpicó el uniforme. Volví de prisa a casa, me apliqué una compresa fría en la cara y empecé a planear la venganza.

Por la noche, cuando mis padres se preparaban para acostarse, me vestí. Me preguntaron ansiosamente a dónde iba. Les contesté por señas que iba a pasear. Intentaron persuadirme de que era peligroso salir de casa a esa hora.

Fui directamente al cine. No había mucha gente haciendo cola en la taquilla, y el acomodador que me había lanzado al suelo se paseaba ociosamente por el callejón. Recogí dos ladrillos de respetables dimensiones y subí furtivamente por la escalera de un edificio vecino al cine. Desde el rellano del tercer piso dejé caer una botella vacía. Tal como lo había previsto, el acomodador se acercó corriendo al lugar donde se había estrellado. Cuando se inclinó para examinarla, solté los dos ladrillos. Y luego corrí escaleras abajo hasta la calle.

A partir de ese episodio empecé a salir únicamente de noche. Mis padres trataron de hacerme entrar en razón pero no les hice caso. Pasaba el día durmiendo, y cuando oscurecía me hallaba dispuesto para iniciar mi merodeo nocturno.

De noche todos los gatos son pardos, dice el proverbio. Pero ciertamente no sucedía lo mismo con los seres humanos. Por lo que a ellos se refería había que decir precisamente lo contrario. Durante el día eran todos iguales, y se comportaban rutinariamente. Por la noche cambiaban tanto que era imposible reconocerlos. Los hombres vagaban por la calle, o brincaban como saltamontes de la sombra de un farol a la del próximo, y de cuando en cuando empinaban la botella que llevaban en el bolsillo. En los oscuros zaguanes abiertos se apostaban mujeres con blusas abiertas y faldas ceñidas. Los hombres se acercaban a ellas con paso vacilante, y después ambos desaparecían juntos. Desde la anémica vegetación urbana surgían los chillidos de las parejas que hacían el amor. Entre las ruinas de una casa bombardeada varios muchachos violaban a una chica que había cometido la temeridad de salir sola. Una ambulancia viraba en una esquina lejana con un chirrido de neumáticos. En una taberna vecina había estallado una riña, y se oía el estrépito de vidrios rotos.

No tardé en familiarizarme con la ciudad nocturna. Conocía las callejuelas tranquilas donde chicas más jóvenes que yo se ofrecían a hombres más viejos que mi padre. Encontré lugares donde hombres elegantemente vestidos, que lucían en sus muñecas relojes de oro, traficaban objetos cuya sola posesión podría haberles costado años de cárcel. Encontré también una casa de aspecto poco llamativo, donde algunos jóvenes recogían pilas de panfletos para pegarlos en los edificios del Gobierno, panfletos que los milicianos y soldados arrancaban con ira. Vi cómo la milicia organizaba una cacería de hombres y vi cómo civiles armados mataban a un soldado. De día reinaba la paz. La guerra sólo se libraba durante la noche.

Todas las noches acudía a un parque próximo al jardín zoológico, en los arrabales de la ciudad. Hombres y mujeres se congregaban allí para traficar, beber y jugar a las cartas. Esas personas eran buenas conmigo. Me daban chocolate, que era difícil de conseguir, y me enseñaron a arrojar un cuchillo y a arrebatarlo de la mano de un hombre. A cambio de ello me pedían que llevara paquetitos a diversos domicilios, eludiendo a los milicianos y a los policías de paisano. Cuando regresaba de cumplir esas misiones las mujeres me estrechaban contra sus cuerpos perfumados y me incitaban a acostarme con ellas y a acariciarlas con las técnicas que me había enseñado Ewka. Me sentía cómodo entre esos seres cuyos rostros quedaban ocultos por las tinieblas de la noche. No fastidiaba a nadie, no me cruzaba en el camino de nadie. Mi mudez era para ellos una virtud y la garantía de que ejecutaría mis misiones con discreción.

Pero todo terminó una noche. Unos reflectores deslumbrantes nos enfocaron desde atrás de los árboles y los silbatos policiales desgarraron el silencio. El parque estaba rodeado de milicianos y nos llevaron a todos a la cárcel. En el trayecto casi le rompí el dedo a un oficial que me empujó descomedidamente, sin importarle la Estrella Roja que lucía sobre el pecho.

A la mañana siguiente mis padres fueron a buscarme. Me sacaron cubierto de mugre y con el uniforme hecho jirones después de la noche de insomnio. Me separé con pena de mis amigos, los habitantes de la noche. Mis padres me miraron intrigados, pero no dijeron nada.

20

Estaba excesivamente delgado y no crecía. Los médicos aconsejaron aire de montaña y mucho ejercicio. Los maestros dijeron que la ciudad no era un lugar apropiado para mí. En el otoño, mi padre consiguió un empleo cerca de las montañas en la zona occidental del país, y abandonamos la ciudad. Cuando cayeron las primeras nevadas me enviaron a las montañas, donde un viejo profesor de esquí aceptó tomarme bajo su tutela. Me reuní con él en su refugio de montaña y mis padres sólo me veían una vez por semana.

Todas las mañanas nos levantábamos muy temprano. El profesor se arrodillaba para rezar mientras yo le miraba con indulgencia. Tenía ante mí a un hombre maduro, educado en la ciudad, que se comportaba como un palurdo y no se resignaba a aceptar que estaba solo en el mundo y que no podía esperar la ayuda de nadie. Todos estábamos solos, y cuanto antes se diera cuenta de que todos los Gavrilas, Mitkas y Silenciosos eran prescindibles, tanto mejor sería para él. Poco importaba la mudez: de todas maneras los seres humanos no se entendían. Chocaban con sus prójimos o los seducían, se abrazaban o se pisoteaban los unos a los otros, pero cada uno sólo se conocía a sí mismo. Sus emociones, recuerdos y sentidos los separaban de los demás tan nítidamente como el espeso juncal separa la corriente del río de la ribera cenagosa. Nos mirábamos como los picos montañosos que nos circundaban, separados por valles, demasiado altos para pasar inadvertidos, demasiado bajos para tocar el cielo.

Pasaba los días esquiando por los largos senderos de la montaña. Las laderas estaban desiertas. Los hoteles habían sido incendiados y los habitantes de los valles habían sido expulsados. Los nuevos colonos apenas empezaban a llegar.

El profesor era un hombre sereno y paciente. Yo procuraba obedecerlo y me sentía complacido cuando ganaba sus parcos elogios.

La ventisca se desató repentinamente, bloqueando los picos y los cerros con remolinos de nieve. Perdí de vista al profesor y descendí solo por la empinada ladera, tratando de llegar al refugio lo antes posible. Mis esquíes rebotaban sobre la nieve endurecida y helada, y la velocidad me cortaba la respiración. Cuando vi súbitamente una garganta profunda ya era demasiado tarde para virar.

El sol de abril llenaba la habitación. Moví la cabeza y me pareció que no me dolía. Me levanté sobre las manos y me disponía a acostarme nuevamente cuando sonó el teléfono. La enfermera ya se había ido, pero el teléfono seguía sonando insistentemente.

Bajé de la cama y me acerqué a la mesa. Levanté el auricular y oí una voz masculina.

Acerqué el receptor a mi oído, escuchando sus palabras impacientes; en el otro extremo del hilo había un hombre que deseaba hablar conmigo… Sentí un deseo avasallador de contestar.

Abrí la boca e hice un esfuerzo. Los sonidos treparon dificultosamente por mi garganta. Tenso y concentrado empecé a ordenarlos en sílabas y palabras. Oí claramente que brotaban de mí unos tras otros, como guisantes de una vaina reventada. Dejé el auricular a un lado, casi sin poder convencerme de que eso era cierto. Empecé a recitar palabras y oraciones, fragmentos de las canciones de Mitka. La voz perdida en la iglesia de una aldea remota había vuelto a encontrarme y llenaba la estancia. Hablé en voz alta e incesantemente como los campesinos, y después como la gente de la ciudad, fascinado por los sonidos que estaban grávidos de significado como la nieve húmeda lo está de agua, convenciéndome una y otra vez de que ya era dueño del habla y de que ésta no pretendía escapar por la puerta del balcón.

FIN

Jerzy Kosinski (nacido con el nombre Josek Lewinkopf) (1933-1991) fue un novelista estadounidense de origen polaco. Sus obras más conocidas son
El Pájaro Pintado
(1965) y
Desde el jardín
(1971).

El nombre real de Kosinski era Josek Lewinkopf. Nació en Lodz, Polonia, el 18 de junio de 1933, de modo que era un niño cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial. Sobrevivió a las matanzas al cambiarse el nombre por el de Jerzy Kosinski y hacerse pasar por católico, acogido por una familia campesina de la Polonia Oriental gracias a las gestiones de su padre, que incluso logró para él una partida de bautismo falsa.

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