El país de uno (38 page)

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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

BOOK: El país de uno
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Como alcalde administró —según un reporte de la
SIEDO—
una policía municipal infiltrada por el cartel de los Arellano Félix. Como empresario creó un Hipódromo que —según un cable de Wikileaks— se volvió refugio inexpugnable para cualquiera que cometiera un crimen o fuera buscado por las autoridades estadounidenses. Como hijo de una prominente familia política creó el Grupo Caliente que —según el Centro Nacional de Inteligencia sobre Drogas de Justicia de Estados Unidos— “representa el centro de las actividades delictivas, incluido el lavado de dinero y el almacenamiento de drogas”. De acuerdo con la Operación White Tiger, basada en un análisis de setenta mil páginas, Jorge Hank Rhon es más abiertamente criminal, más peligroso y más propenso a la violencia que cualquier otro miembro de su familia.

Esta es una podredumbre que Felipe Calderón conocía, el
PAN
sabía, y el gobierno federal ignoró hasta que el
PRI
se volvió una amenaza electoral. Hasta que Enrique Peña Nieto se convirtió en el político más popular de México. Hasta que el Revolucionario Institucional se posicionó para ganar la gubernatura del Estado de México y la presidencia de la República. Y por ello el
timing
del golpe, un mes antes de la contienda mexiquense. Y por ello la dirección del golpe, dirigido a un miembro prominente del Grupo Atlacomulco. Y por ello la intempestiva y poco creíble “llamada anónima” que denunció el acopio de armas y permitió la irrupción en la casa de Hank Rhon sin orden de cateo u orden de aprehensión. Y por ello la consigna gubernamental de detener primero e investigar después. El golpe a Jorge Hank Rhon fue un golpe merecido pero mal dado. Fue un golpe exigido pero mal propinado. Fue un golpe justificado pero mal ejecutado. Fue un macanazo meritorio que evidenció la manera discrecional en la que se apela al Estado de Derecho.

En México es popular hablar del Estado de Derecho como si existiera. En México es un pasatiempo nacional referirse a “la legalidad” como si fuera respetada. Muchos expiden títulos de propiedad sobre el imperio de la ley pero el país está asentado irregularmente allí. Muchos exigen que se respeten las reglas que rigen a la sociedad civilizada pero la mexicana dista de serlo.

No es un país de jueces ni de decisiones imparciales. No es un país de abogados impolutos ni de procesos intachables. Más bien es un paraje en el cual hay demasiada ley para quienes pueden comprarla, y muy poca para quienes no pueden hacerlo. Más bien es un predio en el que la justicia refleja cuánto se pagó por ella. Más bien es un terreno en el que pisa con más fuerza el que más relaciones tiene.

Emerson escribió que la gente dice “ley” pero quiere decir “riqueza”. El bolsillo más grande determina cuándo y cómo se aplica, a quién amenaza y a quién protege, si refleja la justicia o la pone en jaque. Nueve décimas de la ley son determinadas por quien posee lo suficiente para influenciarla. Durante décadas el presidente priísta en turno declaraba sin reparo “la ley soy yo”. Desde el pináculo del poder expropiaba y decretaba, ordenaba y presionaba, interpretaba la ley y decidía la dirección de su ejercicio. Durante décadas el poder judicial se limitaba a instrumentar la voluntad de un individuo particular y asegurar que se llevara a cabo. La Suprema Corte no era un contrapeso respetado sino un cómplice amodorrado. Dormía el sueño de los injustos y sólo ahora comienza a despertar de su letargo. Por ello entra al debate democrático con un déficit de credibilidad, rodeada de cuestionamientos en torno a su capacidad para hablar con la verdad. El Poder Judicial no siempre actuó con apego estricto a la letra de la ley y ahora no se le percibe como su representante.

Un asunto medular para México es la precariedad, la desigualdad, incluso —en muchos casos y en muchas latitudes— la inexistencia del Estado de Derecho. Hoy por hoy, el Poder judicial no puede asegurarlo. Hoy por hoy, la Suprema Corte no puede corroborar incuestionablemente su aplicación. Todos los días, en todos los tribunales, en todos los ministerios públicos del país alguien viola o manipula o tuerce la ley.

Allí está una realidad innegable: la impunidad existe, la corrupción persiste, las cortes no pueden lidiar con la criminalidad, los jueces no están preparados para hacerlo. La población lo sabe cuando es asaltada en un microbús, cuando es secuestrada en un cajero automático, cuando sabe que un título de propiedad no vale ni el papel en el cual está impreso, cuando se enfrenta a firmas falsificadas y dueños apócrifos, cuando ve metros cuadrados sustituidos por hectáreas cuadradas, cuando presencia expropiaciones irregulares e indemnizaciones que lo son aún más.

En México las instituciones son disfuncionales y los ciudadanos también. La falta de respeto a la ley está incrustada en el ser nacional, en la conducta colectiva, en la forma de ver el mundo e interactuar con él. En una encuesta, 49 por ciento de los mexicanos cree que las leyes no deben ser obedecidas si son injustas. Los mexicanos se han acostumbrado a actuar por encima de la ley, por debajo de la ley, lejos de la ley y al margen de su aplicación. Los mexicanos se han acostumbrado a negociar la legalidad y lo hacen de manera cotidiana con toda naturalidad: ignoran semáforos, evaden impuestos, pagan mordidas, se vuelven cómplices de todo aquello que denuncian. Obedecen las leyes de manera parcial y negocian su instrumentación, toleran la ilegalidad y están dispuestos a justificarla. México vive atrapado en la cultura de la ambigüedad.

Ambigüedad que se ha vuelto una reacción racional frente al sistema de procuración de justicia que tenemos. Un sistema oscuro, sinuoso, solitario. Un muy largo túnel. Así se vive para quienes lo padecen día tras día. En los Ministerios Públicos y en las patrullas y en los juzgados y en los reclusorios. Un sistema que entorpece en vez de esclarecer; que obstaculiza en vez de destrabar; que llena las cárceles de personas inocentes pero no puede apresar a quienes no lo son. Un Estado de Derecho negociable, intermitente, insuficiente. Los muros de un infierno cada vez más hermético, donde hay demasiada ley para quienes pueden pagarla y muy poca para quienes no tienen con qué.

A la vista de todos en las secuelas de lo que ocurrió hace unos años en Atenco y más allá de allí. Atenco se convirtió en el microcosmos de lo que el país no ha logrado resolver. La pobreza y la marginación; la ausencia del Estado de Derecho y la dificultad para lograr su aplicación; hombres que quieren actuar al margen de la ley y —al mismo tiempo— padecen su uso discrecional. Atenco es ese México repleto de contradicciones. Lleno de exclusiones. Donde se exige la mano dura para quienes toman banquetas pero no para quienes compran mansiones. Ignacio del Valle —líder popular de Atenco— encarcelado en una prisión de alta seguridad y Arturo Montiel vacacionando en Whistler. Decenas de personas acusadas de crimen organizado y políticos impunes a quienes el gobierno ni siquiera ha investigado. La ley del pueblo y la ley contra el pueblo.

En Atenco la violencia estatal es una confesión de fracaso, una admisión de incompetencia. Evidenciada allí en los golpes de las macanas. En las casas saqueadas. En la agresividad desmedida de los policías. En las mujeres a las cuales se les subió la ropa por encima de la cintura. En aquellas a las que se les penetró, se les tocó, se les hurgó. En las exigencias de sexo oral. En las 189 personas arrestadas y encarceladas en un penal de alta seguridad. En ejemplo tras ejemplo de fuerzas públicas que imponen el orden violando la ley.

Atenco.

Con autoridades que no saben comportarse como tales. Con brutalidad sin excusa ni pretexto. Con revancha permitida y la venganza avalada. Con un Estado que existe para impedir la ley de la selva pero se vuelve promotor de ella. Porque el Estado tiene el monopolio legítimo de la violencia, pero debe usarla con responsabilidad, con proporcionalidad. Con apego a la ley y no con macanazos por encima de ella. Dentro de los límites que marca la Constitución y no con toletazos que la mancillan.

Atenco evidenciando un sistema policial, judicial y legal que no funciona. Que no satisface ni a las víctimas ni a los acusados. Que permite los abusos en nombre de la seguridad pública. Que se vale de la tortura para extraer confesiones. Que descarta la presunción de inocencia. Que permite la violación de mujeres durante su traslado a un penal. Que exige la presentación de pruebas por parte de las agraviadas, como si hubieran provocado lo que padecieron. Todo en nombre de la ley y el orden. Todo por pensar —como lo critican de manera reiterada los reportes de
Human Rights Watch
sobre México— que la seguridad pública y los derechos humanos son prioridades en conflicto.

Y de allí que la vida de tantos mexicanos transite por un sitio oscuro, sinuoso, solitario. Insisto, como un largo túnel, largo. Así funciona la justicia en México. Los Ministerios públicos y los juzgados y los penales, conectados por largos pasillos de papel. A la vista de todos en el magnífico documental
El túnel
de Roberto Hernández y el
CIDE
, sobre las penurias de la justicia penal mexicana. Allí están, las voces y los rostros y las víctima de un sistema penal retrógrada. Donde a los agentes del Ministerio público se les pide una cuota de consignados a la semana. Donde se consigna por consignar y más vale la cantidad que la calidad, para demostrar la “eficiencia”. Donde prevalece la lógica de “vas pa’ dentro”. Una mujer condenada a seis años y once días por robarse 200 pesos. Otra que lleva dos meses en el penal de Santa Martha, todo por culpa de un oso de peluche. Catorce personas apiladas en una celda para seis. Pudriéndose. Encogiéndose. Los que han caído en manos de “la ley” y no podría haberles pasado algo peor.

Esa ley que victimiza a las víctimas, absuelve a los culpables, condena a los inocentes. Ese hombre común y corriente —asaltado— que habla una y otra vez para obtener información sobre su caso sin conseguirla. Esos agentes del Ministerio Público levantando denuncias que tienen poco que ver con lo denunciado. Esos policías apresando a personas que el denunciante mismo no reconoce como responsables del delito. Esos jueces declarando que el sistema judicial es “bueno” y la corrupción es “mínima”. Ese adolescente condenado a siete años de prisión por robo, aunque la parte acusadora dice que no lo conoce. Ese entrevistado hablando del bono que da el gobierno por cada aprehensión. Llevando con ello a 60 250 detenciones injustificadas en el 2003. Llevando con ello a la detención preventiva de inocentes, encarcelados durante meses al lado de criminales. Caso insostenible tras caso insostenible. A un costo de 120 pesos diarios por cada persona aprehendida y confinada.

Por cada mexicano pobre. Cada mexicano que no puede pagar para salir; que no puede pagar para maniobrar; que no puede pagar para asegurar su libertad como tantos lo hacen. Atrapado por leyes que son como telarañas: capturan a los débiles pero son fácilmente rotas por los poderosos, como escribiera Plutarco. Atrapado por el peor enemigo de la justicia que es el privilegio. Atrapado por esa justicia discriminatoria que aprisiona a floricultores pero no a ex gobernadores; que aprehende a quienes toman 200 pesos pero deja en libertad a quienes desvían millones del sindicato petrolero a las arcas de un candidato presidencial. En México, la “ley” es para quien la pueda comprar. Para todos los demás está la cárcel. Para todos los demás está sentarse al lado del protagonista de la novela
El proceso
, de Kafka. Sentarse del lado perdedor.

Ese lugar sin garantías, sin audiencias, sin defensores, sin contacto con los jueces, sin llamadas a familiares. Ese lugar sin límites. Sin voz. Sin derechos. Donde se le dice a una mujer “déjanos usarte y te dejamos libre”. Donde 72 por ciento de los detenidos en el Ministerio público permanecen incomunicados. Donde 80 por ciento de los condenados nunca fueron escuchados por un juez. Un juez como cualquier otro, sentado detrás de su escritorio, revisando montañas y montañas de papel, auscultando copias en triplicado. Evaluando a alguien a quien nunca ha visto, a quien nunca ha escuchado. Decidiendo en función de un expediente y no de la persona que respira y sufre y vive y muere detrás de él. Decidiendo —con demasiada frecuencia— mal.

Y los resultados de todo esto. Un país donde 75 por ciento de los crimenes no son denunciados por falta de confianza en las autoridades. Un país en el cual 99 por ciento de los crímenes quedan impunes. Un país donde el crimen es contagioso, porque cuando el gobierno mismo aplica de mala manera la ley, invita a otros a despreciarla. Cuando un gobierno abusa de la ley, invita a cada persona a interpretarla por sí misma, ya sea con un machete o con un soborno. Cuando un gobierno argumenta —como lo ha hecho el de Enrique Peña Nieto— que el fin justifica los medios, y que para perseguir criminales hay que cometer crímenes, invita a la retribución. Esa retribución compartida en las calles de Atenco.

De allí la necesidad urgente de algo mejor. De allí la necesidad de los juicios orales y los testimonios verbales. De un sistema más transparente, más eficaz, más humano, más satisfactorio. De un Congreso capaz de aprobar iniciativas que lo aseguren. Para integrar el combate a la inseguridad con el respeto a los derechos humanos. Para disminuir el peso del papel y la discrecionalidad que conlleva. Para terminar con el túnel y la oscuridad que ha creado para quienes han quedado atrapados allí. Para contestar ante una de las preguntas definitorias de la democracia: “¿Cómo puede asegurarse la justicia en Atenas?”, a lo que Solón responde: “Cuando aquellos que no hayan sido lastimados se sientan tan indignados como los que sí lo han sido.” Cuando aquellos mexicanos que nunca hayan transitado por el túnel, exigan que nadie más debe languidecer en él.

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