Ahora bien, la cultura heredada, promovida, aprendida por los mexicanos a partir de la Revolución es una invención interesada, un cálculo deliberado; es aquello que los políticos y los ideólogos del régimen decidieron enseñarnos en la escuela pública. Las costumbres iliberales y las creencias reaccionarias que dibujan el mapa mental de tantos mexicanos fueron colocadas allí porque eran útiles. El poder político de México vivió —y vive aún— de alimentarlas.
La cultura política del país ha servido para apuntalar ese artificio contractual que es el corporativismo post revolucionario y el “capitalismo de cuates” que engendró. Para justificar la permanente redistribución de la riqueza en favor de los grupos beneficiarios del
statu quo
que este acuerdo ha entrañado. Para legitimar las prácticas de rentismo acendrado que este pacto ha perpetuado. Para justificar la apabullante concentración de la riqueza que este modelo ha permitido. Para legitimar la economía oligopolizada que este arreglo ha producido. Ésas son las raíces de tantas mentiras piadosas que la clase política elaboró y sigue diseminando; ésas son las razones detrás de códigos culturales que las élites han usado para controlar a la población. El problema del país es cultural pero también estructural; abarca valores e intereses. A México le hace falta ir al psiquiatra para resolver un problema mental, y a la vez necesita combatir una estructura de privilegios que ni la Independencia ni la Revolución lograron encarar.
Al país le urgen nuevas ideas que trasciendan el patriotismo mal entendido, porque como lo escribió Samuel Johnson: “El patriotismo es el último refugio de un bribón”. Pero en México suele ser el primer lugar en el cual muchos actores prominentes buscan resguardo. Buscan refugio. Buscan protección. Llaman a la sociedad a cerrar filas detrás de institituciones o causas del Estado cuyo desempeño ha generado cuestionamientos crecientes, como las guarderías subrogadas del
IMSS
, el Ejército, o la guerra contra el narcotráfico librada por Felipe Calderón. Para muchos mexicanos, ser patriota entraña “hablar bien de México”. Ser patriota significa ser porrista incondicional, en todo momento y en todo lugar. Ser patriota implica envolverse en la bandera nacional, aunque debajo de ella ocurra lo indefendible.
Pero el tipo de patriotismo enarbolado por los defensores de la situación actual es un impulso contraproducente y peligroso. Constituye un llamado a la conformidad en un país que ya no puede darse el lujo de permanecer tal y como está. Constituye un llamado al silencio que ofusca y tapa aquello que debería ser la preocupación de todos los que se ocupan de vivir en México. La injusticia, la impunidad y la incompetencia institucional pueden continuar cuando las personas dejan de hablar. Cuando dejan de disentir. Cuando quienes revelan lo que para tantos es evidente —el incendio en la Guardería
ABC
fue producto de omisiones que involucran a los altos mandos del
IMSS
, y el Ejército lamentablemente incurre en violaciones recurrentes a los derechos humanos— son catalogados como “tontos útiles”. Cuando se vuelven objeto del ostracismo o la condena, por haberse atrevido a llamar a las cosas por su nombre y asignar responsabilidades que en una democracia funcional, nadie hubiera osado rehuir.
En México, los que disienten se vuelven objeto de burla, de sorna, de descalificación. El aparato del Estado se encarga de pintarlos como individuos protagónicos con una agenda propia que corre en contra del bienestar de la colectividad. Los conformistas emergen entonces como héroes verdaderos que defienden la reputación del
IMSS
, el honor del Ejército, la valentía del presidente, la ley, los intereses de la sociedad. Pero en un sentido importante, lo contrario se acerca más a la verdad. Como lo argumenta el célebre académico constitucionalista Cass Sunstein en
Why Societies Need Dissent
, quienes disienten suelen beneficiar a los demás, mientras los conformistas se benefician a sí mismos y a su grupo. Tal y como la Suprema Corte benefició a la élite política al negar un precedente de responsabilidad ante errores cometidos en el caso de la Guardería
ABC
, o al negar que el Ejército hubiera matado a los niños Bryan y Martín en fuego cruzado. Y mientras tanto, quienes disienten corren el riesgo de perder su trabajo, enfrentar el ostracismo, ser vistos como traidores a su clase o al consenso que la ha permitido a los altos funcionarios del Estado mexicano operar en la más absoluta impunidad.
Si a quienes disienten se les diera la razón, alguien tendría que renunciar, alguien tendría que ser enjuiciado, alguien tendría que asumir los costos. Alguien tendría que pagar las consecuencias por los 49 niños de la Guardería
ABC
o por los dos pequeños que murieron en la carretera debido al fuego cruzado o por los estudiantes asesinados en la balacera afuera del Tec de Monterrey, cuyo caso aún no ha sido cabalmente explicado. Pero la conformidad “patriótica” sustenta una ortodoxia de protección que hace imposible mejorar a México. Impide que información relevante sea tomada en cuenta, como el hecho de que Juan Molinar renovó el contrato de subrogación de la Guardería
ABC
, pese al reporte que denunciaba serias fallas de seguridad. Impide que la Suprema Corte reconozca errores o que el Ejército los evite.
En México el disenso necesario incomoda; es visto como peligroso, desestabilizador, anti patriótico. Produce tensión entre los jueces, miedo en la burocracia, ansiedad en la cabeza de la clase política. La conformidad en la Suprema Corte o en la Secretaría de Gobernación suele ser mucho más redituable que la actitud contraria. Conlleva ascensos y aceptación, longevidad y muy buena remuneración. Resulta bastante más lucrativo aceptar la encomienda del Ejecutivo que cuestionarla. Resulta menos políticamente condenable “defender a las instituciones” que reconocer cuando fallan. Pero el patriotismo mal entendido —tan popular en estos tiempos— lleva a la aceptación de hechos que son moralmente inaceptables. Conduce a la resignación ante eventos donde la injusticia es obvia. Produce, paradójicamente, el descrédito institucional que tantos quieren evitar. Porque como lo escribió Mark Twain, “el patriotismo moderno, el único patriotismo verdadero es la lealtad a la nación todo el tiempo, y la lealtad al gobierno sólo cuando se la merece”.
Hace un tiempo, Felipe Calderón criticó a los críticos y convocó a hablar bien de México: “Hablar bien de México, de las ventajas que México tiene… es la manera de construir, precisamente, el futuro del país.” Y de allí, siguiendo su propio exhorto, pasó a congratularse porque la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes aquí es más baja que en Colombia, Brasil, El Salvador o Nueva Orleans. Las ventajas de México quedarán claras cuando decidamos hablar bien del país, concluyó.
Ante ello, quisiera pedirte —lector o lectora— que hagas exactamente lo contrario a lo que el presidente exige. Quisiera recordarte que el estoicismo, la resignación, la complicidad, el silencio, y la impasibilidad de tantos explican por qué un país tan majestuoso como México ha sido tan mal gobernado. Es la tarea del ciudadano, como lo apuntaba Günter Grass, “vivir con la boca abierta”. Hablar bien de los ríos claros y transparentes, pero hablar mal de los políticos opacos y tramposos; hablar bien de los árboles erguidos y frondosos, pero hablar mal de las instituciones torcidas y corrompidas; hablar bien del país, pero hablar mal de quienes se lo han embolsado.
El oficio de ser un buen ciudadano parte del compromiso de vivir anclado en la indignación permanente: criticando, proponiendo, sacudiendo. De alzar la vara de medición. De convertirte en autor de un lenguaje que intenta decirle la verdad al poder. Porque hay pocas cosas peores —como lo advertía Martin Luther King— que el apabullante silencio de la gente buena. Hay pocas cosas tan trágicas como la muerte de la fe que los seres humanos tienen en sí mismos y en su capacidad de dirigir su propio futuro. Ser ciudadano requiere entender que la obligación intelectual mayor es rendirle tributo a tu país a través de la crítica.
Ahora bien, ser un buen ciudadano en México no es una tarea fácil. Implica tolerar los vituperios de quienes te exigen que te pases el alto, cuando insistes en pararte allí. Implica resistir las burlas de quienes te rodean cuando admites que pagas impuestos, porque lo consideras una obligación moral. Lleva con frecuencia a la sensación de desesperación ante el poder omnipresente de los medios, la gerontocracia sindical, los empresarios resistentes al cambio, los empeñados en proteger sus privilegios.
Aun así me parece que hay un gran valor en el espíritu de oposición permanente y constructivo
versus
el acomodamiento fácil. Hay algo intelectual y moralmente poderoso en disentir del
statu quo
y encabezar la lucha por la representación de quienes no tienen voz en su propio país. Como apunta el escritor J.M. Coetzee, “cuando algunos hombres sufren injustamente, es el destino de quienes son testigos de su sufrimiento, padecer la humillación de presenciarlo”. Por ello se vuelve imperativo criticar la corrupción, defender a los débiles, retar a la autoridad imperfecta u opresiva. Por ello se vuelve fundamental seguir denunciando las mansiones de Arturo Montiel y los pasaportes falsos de Raúl Salinas de Gortari y las mentiras de Mario Marín y los abusos de Carlos Romero Deschamps y el escandaloso Partido Verde y los niños muertos de la Guardería
ABC
y la impunidad prevaleciente.
Quienes hacen suyo el oficio de disentir no están en busca del avance material, del avance personal o de una relación cercana con un diputado o un delegado o un presidente municipal o un secretario de Estado o un presidente. Viven en ese lugar habitado por quienes entienden que ningún poder es demasiado grande para ser criticado. El oficio de ser incómodo no trae consigo privilegios ni reconocimiento, ni premios, ni honores.
El ciudadano crítico debe poseer una gran capacidad para resistir las imágenes convencionales, las narrativas oficiales, las justificaciones circuladas por televisoras poderosas o presidentes porristas. La tarea que le toca —te toca— precisamente es la de desenmascarar versiones alternativas y desenterrar lo olvidado. No es una tarea fácil porque “implica estar parado siempre del lado de los que no tienen quién los represente”, escribe Edward Said. Y no por idealismo romántico, sino por el compromiso de formar parte del equipo de rescate de un país secuestrado por gobernadores caciquiles y líderes sindicales corruptos y monopolistas rapaces. Aunque la voz del crítico es solitaria, adquiere resonancia en la medida en la que es capaz de articular la realidad de un movimiento o las aspiraciones de un grupo. Es una voz que nos recuerda aquello que está escrito en la tumba de Sigmund Freud en Viena: “La voz de la razón es pequeña pero muy persistente”.
Vivir así tiene una extraordinaria ventaja: la libertad. El enorme placer de pensar por uno mismo. Eso que te lleva a ver las cosas no simplemente como son, sino por qué llegaron a ser de esa manera. Cuando asumes el pensamiento crítico, no percibes a la realidad como un hecho dado, inamovible, incambiable, sino como una situación contingente, resultado de decisiones humanas. La crisis del país se convierte en algo que es posible revertir, que es posible alterar mediante la acción decidida y el debate público intenso. La crítica se convierte en una forma de abastecer la esperanza en el país posible. Hablar mal de México se vuelve una forma de aspirar a un país mejor.
Ante esa propensión arraigada al conformismo te invito a hablar mal de México. A formar parte de los ciudadanos que se rehúsan a aceptar la lógica compartida del “por lo menos”. A los que ejercen a cabalidad el oficio de la ciudadanía crítica. A los que alzan un espejo para que un país pueda verse a sí mismo tal y como es. A los que dicen “no”. A los que resisten el uso arbitrario de la autoridad. A los que asumen el reto de la inteligencia libre. A los que piensan diferente. A los que declaran que el emperador está desnudo. A los que se involucran en causas y en temas y en movimientos más grandes que sí mismos. A los que en tiempos de grandes disyuntivas éticas no pemanecen neutrales. A los que se niegan a ser espectadores de la injusticia o la estupidez. A los que critican a México porque están cansados de aquello que Carlos Pellicer llamó “el esplendor ausente”. A los que cantan en la oscuridad porque es la única forma de iluminarla.
Marcha por la paz y la justicia convocada por Javier Sicilia.
A los que dicen “punto final”. A los que tiene el valor de encarar las razones por las cuales México ha sido un país tan mal gobernado durante tanto tiempo. Tan mal liderado a lo largo de demasiadas décadas. Tan mal administrado por quienes se llaman representantes de la población, pero se dedican a ordeñarla. A éso habrá que ponerle punto final; al gobierno como botín compartido por quienes aterrizan en él y lo comparten con sus cuates; al gobierno como circulación de élites que promueven intereses particulares por encima del interés público. Punto final a aquello que Pedro Ángel Palou advierte en su luminosa novela sobre Emiliano Zapata: “la ignominia de quienes teniéndolo todo no pueden permitir que quienes no tienen nada vivan un poco mejor”.
Punto final al gobierno que ha permitido la concentración de la riqueza y no ha procurado, de manera decidida, distribuirla mejor. Al gobierno que ha mantenido reglas del juego económico en beneficio de pocos y en perjuicio de muchos. Punto final, sí, al capitalismo de terreno desnivelado que ha producido más multimillonarios en México que en Suiza. Al privilegio de las “posiciones dominantes” en el mercado con cargos desorbitados para el consumidor. A quienes han construido sus fortunas en sectores donde la competencia es baja o inexistente. A quienes han sido rescatados por el gobierno pero no le han pagado los impuestos que les correspondería. Punto final a quienes se erigen como “campeones nacionales” de la economía, pero en realidad obstaculizan su modernización.