Este argumento parece contraintuitivo, pero lleva a conjeturas interesantes. La llegada del Ejército muchas veces trae consigo el desmantelamiento de la policía municipal. Y esa policía —corrupta, infiltrada, cooptada— era la encargada de mantener el orden a través de acuerdos informales, de pactos extra legales. Su desaparición trae consigo el desmoronamiento de arreglos ancestrales, de negociaciones de largo tiempo y de largo alcance. La paz corrupta desde abajo es sustituida por la imposición del orden desde arriba. Y ese orden impuesto desde el Ejecutivo Federal es demasiado intermitente, demasiado insuficiente, demasiado desconocedor de la realidad local.
Ejército.
La presencia del Ejército genera vacíos que cualquier persona con un arma se apresta a llenar; la presencia de la policía federal genera la incertidumbre que distintos grupos armados quieren aprovechar. Ya sean comuneros o ejidatarios o rancheros o talamontes o contrabandistas o ambulantes o policías privados o guardaespaldas o sindicalistas o ex policías. El rompimiento del orden local genera la defensa de lo individual. El colapso del entramado institucional conlleva la protección de lo personal, pistola en mano. Allí está la clave de la violencia más allá de lo que el gobierno de Felipe Calderón necesita encarar. Allí está el reto para México: cómo recomponer el orden local pero sobre los cimientos de la ley y no con base en los disparos.
Mientras tanto, Felipe Calderón ha declarado con vehemencia: “No nos vamos a dejar dominar por una bola de maleantes que son una ridícula minoría.” Sin duda se refiere a los narcotraficantes, a los criminales organizados, a los secuestradores, a los capos, a los Zetas, a los sicarios, a todos aquellos que retan a la autoridad y buscan ser dueños de la plaza que el Estado necesita monopolizar. Pero al escucharlo, resulta difícil minimizar el problema como él intenta hacerlo. Resulta inverosímil pensar que el reto para México se reduce a un manojo de personas violentas con camionetas y ametralladoras que el despliegue creciente de la fuerza pública logrará —algún día— subyugar. La situación es más grave de lo que se admite, más compleja de lo que se discute, más difícil de lo que el gobierno calderonista quiere reconocer.
Como lo revela el libro
El México narco
coordinado por Rafael Rodríguez Castañeda, el narcotráfico ha invadido el territorio nacional, región tras región, estado tras estado. Con la complacencia y la complicidad de las autoridades —civiles, policiacas, militares— el narcotráfico ha convertido al país en una potencia de producción, venta, distribución y exportación de estupefacientes. Desde Tijuana hasta Cancún, desde Reynosa hasta Tapachula, los cárteles imponen sus propias leyes, cobran sus propios impuestos, instalan sus propios gobiernos. La “ridícula minoría” ha logrado poner en jaque a la impotente mayoría. México no puede ser catalogado como un Estado fallido, pero se ha convertido —en ciertas franjas del territorio nacional— en un Estado acorralado.
Si durante el sexenio de Vicente Fox, la
PGR
había detectado la presencia de siete cárteles bien estructurados y bien protegidos, ahora vemos su multiplicación. Su diversificación. Su participación en nuevos negocios como el secuestro y el tráfico de personas. El mercado del delito es más amplio y más competido; más grande y más reñido. Basta con mirar a Aguascalientes que dejó de ser el “oasis de tranquilidad” para convertirse en un sitio de enfrentamientos constantes entre los cárteles de Juárez y Sinaloa. O Durango, el estado de la impunidad garantizada. O Campeche, donde la exuberancia natural, la pobreza de sus habitantes y la añeja corrupción gubernamental han creado una base ideal para el narco. O Chihuahua, donde las peleas entre los Carrillo Fuentes y “El Chapo” Guzmán han diezmado a la región. O el Distrito Federal, donde células de los cárteles de Júarez, los Arellano Félix, los Valencia, del Golfo, de Culiacán, los Beltrán Leyva, y La familia Michoacana mantienen una activa presencia, al igual que en la tierra de Enrique Peña Nieto.
Ejemplos de cómo las “ridiculas minorías” van inflitrando, avanzando, imponiendo, erosionando, montadas sobre un andamiaje institucional corroído. El tamaño del narcotráfico en México equivale a la magnitud de la corrupción; a la existencia precaria o inexistente del Estado de Derecho. El mapa de los cárteles de la droga coincide, casi calcado, con el entramado gubernamental. Con los miembros del Ejército comprados. Con las corporaciones policiacas corrompidas. Con el Poder Judicial cómplice. Con los periodistas locales intimidados o asesinados. En México la frontera entre legalidad y delito es cada vez más tenue, más difusa, más permeable.
Como argumenta Rodríguez Castañeda, “se corrompe arriba, se corrompe abajo y a los lados”. La complicidad generada por un mercado multimillonario trastoca tanto la base de la pirámide social como la punta del poder oficial. Ante ello, Felipe Calderón argumenta que sería ingenuo cambiar de estrategia; fustiga a sus críticos por tan sólo sugerirlo; defiende lo que ha hecho sin abrir la posibilidad de un planteamiento alternativo. Pero la realidad recalcitrante sugiere que llegó la hora de repensar la visión oficial y nadie está proponiendo que deje de combatir a los criminales. De lo que se trata es de hacerlo con más inteligencia y con una visión más amplia que vaya a la raíz del problema. México es un país de crímenes sin castigos; de delincuentes rara vez aprehendidos y muchas veces liberados. De 100 delitos denunciados sólo en tres casos se llega a sancionar a algún responsable. Combatir el narcotráfico sin combatir la impunidad, eso sí, es una guerra fallida.
De poco sirve un despliegue masivo de tropas y fuerzas de seguridad federal, que en el mejor de los casos, son un disuasivo temporal para la actividad criminal. Hay que pensar menos en como atrapar capos y más en como profesionalizar policías. Hay que centrar menos atención a la interdicción de drogas y más hacia la construcción de juzgados funcionales. Hay que dedicar menos tiempo a perseguir narcotraficantes dentro de las universidades y más tiempo investigando y frenando los flujos financieros que les permiten operar. Hay que utilizar menos recursos atrapando a quienes viven del mercado del narcotráfico, y más en cómo despenalizarlo para coartar sus ganancias. Si no, la “ridícula minoría” seguirá riéndose de Felipe Calderón mientras se adueña de su plaza.
Pelear mejor esta guerra requiriría, como lo ha subrayado Edgardo Buscaglia del
ITAM
, una estrategia menos centrada en la aprehensión de los cabecillas y más en la incautación de sus bienes. Requeriría no sólo el combate militar, sino también una estrategia financiera para confiscar cuentas y combatir frontalmente la corrupción en las cortes y en las presidencias municipales y en las gubernaturas y en cada pasillo del poder. Si no, por cada criminal aprehendido, habrá un criminal liberado. Por cada líder extraditado, habrá otro que lo reemplace. Por cada narcotraficante capturado, habrá otro entre los millones de desempleados en el país que lo sustituirá. Y México continuará siendo un lugar donde si no entregas la plata, te dispararán el plomo.
No es tiempo de caer en la tentación fácil de denominar a México como un Estado fallido. Pero sí es momento de preguntar —como lo hace Alma Guillermoprieto en el artículo
“Murderous
México” publicado en
The New York Review of Books
— si ante la infrenable actividad de criminales altamente organizados, el gobierno mexicano puede, de manera adecuada, garantizar la seguridad de sus ciudadanos en todo el país. Actualmente, la administración calderonista parece incapaz de hacerlo en amplias franjas del México rural o en ciudades importantes como Monterrey y Ciudad Juárez. Resulta evidente que la estrategia gubernamental, basada en una guerra frontal para atacar el enquistamiento criminal no está funcionando. Y lo que no sabemos es si cualquier estrategia alternativa podría tener éxito mientras persiste la demanda global de estupefacientes.
Esta guerra se libra contra un enemigo demasiado poderoso, demasiado atrincherado, demasiado rico. Y aunque el gobierno ha logrado capturar o matar a capos de alto nivel, las detenciones han provocado divisiones entre los cárteles y el surgimiento de nuevas organizaciones. A su vez, estas divisiones y las acciones vengativas contra el gobierno han generado una alza abrupta en la violencia. Y paradójicamente, aunque el gobierno ha logrado uno de sus principales objetivos —la fragmentación de las organizaciones criminales— su dispersión a lo largo del territorio nacional ha impedido la recuperación de espacios públicos. Al cortar una cabeza surgen cinco más.
Como lo explica Eduardo Guerrero en el documento
"Security, Drugs and Violence in
México”, el problema radica en los supuestos equívocos detrás de la guerra calderonista y la información incompleta o errónea en la cual se basó. Felipe Calderón subestimó al enemigo. Menospreció su armamento moderno y poderoso, su logística sofisticada, la facilidad con la cual introduce armas al territorio nacional. No conocía la capacidad de los cárteles para recabar inteligencia gracias a la infiltración de la
SSP
y la
PGR
. No estaba al tanto de la abundancia de recursos humanos que nutren al crimen organizado —hombres jóvenes y campesinos en las regiones Centro y Sur del país— así como la protección social que recibe en numerosas comunidades, dado su papel de benefactor público.
Y tampoco conocía las flaquezas del gobierno cuando decidió declarar la guerra en la cual se halla inmerso. La penetración del narcotráfico en los niveles más altos de las agencias de seguridad y los conflictos burocráticos que hay entre ellas. La baja capacidad de recaudación de inteligencia entre los militares y las policías. La deficiente colaboración de las fuerzas estatales y municipales. Pero peor aún: la guerra calderonista se ha basado en estrategias múltiples, vagas y a veces incompatibles entre sí. Por ejemplo, la desarticulación de organizaciones criminales no sólo obstruye la recuperación de espacios públicos, sino también trae consigo la invasión de nuevos territorios y la multiplicación de la violencia.
Dados los resultados obtenidos hasta el momento, es obvio que esta guerra —librada así— no va a producir una victoria contundente sino una violencia sin fin. Lewis Mumford, el historiador estadounidense tenía razón: la guerra es producto de una corrupción anterior y produce nuevas corrupciones.
El mismo guión. La misma obra. Las mismas escenas. Las mismas promesas vertidas. Los mismos compromisos firmados, con alguna que otra pequeña variante, o nuevos actores con nombres y apellidos diferentes aunque los cargos sean iguales. Antes era Madeleine Albright y ahora es Hillary Clinton. Antes era el general Gutiérrez Rebollo y ahora es el general Guillermo Galván. Antes era Barry McCaffrey y ahora es Gil Kerlikowski. Antes era Ernesto Zedillo y ahora es Felipe Calderón. Pero la gran obra teatral de combate al narcotráfico continúa en la cartelera binacional, sin grandes cambios aunque se insiste en que “ahora sí” habrá un enfoque diferente, un reconocimiento de responsabilidades compartidas, un método distinto de encarar la lucha contra las drogas y la violencia que engendra. Pero en realidad no es así, y cada reunión entre funcionarios de alto nivel lo revela. Como advierte Ethan Nadelmann en la revista
Foreign Policy
, en cuanto al tema de las drogas se refiere, México y Estados Unidos parecen ser adictos al fracaso.
Año tras año, cumbre tras cumbre, acuerdo tras acuerdo, las discusiones se desarrollan siempre de la misma manera. Quizá los discursos se hayan vuelto más sofisticados o la encargada de pronunciarlos lo haga con mayor elocuencia, como es el caso de Hillary Clinton. Pero son versiones facsimilares de posiciones reiterativas. Son reuniones ceremoniales, convocadas para demostrar sensibilidad ante incidentes noticiosos —como los asesinatos de funcionarios estadounidenses en Ciudad Juárez o San Luis Potosí— pero siempre concluyen de modo similar. El espaldarazo estadounidense al presidente mexicano en turno, al que se congratula por su “valentía” y “compromiso”. La llamada solidaria desde la Casa Blanca. La lista acostumbrada de acciones conjuntas, acuerdos logrados, esfuerzos para combatir la oferta de drogas en México y limitar el consumo en Estados Unidos. La lista ampliada de los programas piloto que se echarán a andar, el flujo de armas que se controlará, los estudios sobre la drogadicción que se pondrán en marcha.
Incluso ahora se habla de la “novedad” que incluye el “enfoque social” que se le dará a los recursos de la Iniciativa Mérida. Se enfatiza que tanto el gobierno de México como el de Estados Unidos han aprendido que no basta con enviar al Ejército o desplegar una estrategia puramente delincuencial en la guerra contra el narcotráfico y entonces la atención abarcará el desarrollo económico y social en las comunidades más afectadas por la violencia. Se subraya la inversión en el combate a la corrupción, en las reformas judiciales, en la atención integral a las comunidades fronterizas en ambas naciones. Pero en el fondo, no hay nada nuevo bajo el sol, ni en Ciudad Júarez, ni en El Paso ni en Tijuana, ni en el Distrito Federal ni en Washington. Y por ello la recitación de buenas intenciones cada par de meses suena tan hueca, tan cansada. Las reuniones de alto nivel que presenciamos en los últimos tiempos probablemente son el preludio de un mayor involucramiento estadounidense —en términos de presencia, asesoría, equipo, entrenamiento y recursos— pero no entrañan un viraje sustancial en la visión simplista y contraproducente que ha predominado desde hace décadas.