En otras latitudes, un funcionario público sirve al público. Así de fácil; así de sencillo; así de claro. En las democracias funcionales, los servidores públicos no se otorgan bonos cuantiosos a sí mismos. No pensarían en hacerlo. No podrían hacerlo. No se les permitiría hacerlo. Por un lado, se perciben y se saben fiduciarios del erario, no sus derechohabientes. Por otro, una ciudadanía vigilante alzaría la voz para criticar la malversación de sus impuestos. Unos poseen mecanismos de auto-contención y otros se erigen en vallas que cumplen con esa función. Y de esa manera surgen círculos virtuosos de transparencia. Los ciudadanos escrutan y los políticos se saben escrutados; los funcionarios cumplen su papel y los ciudadanos exigen que lo hagan; los políticos no se embolsan dinero público y los ciudadanos les recuerdan —de manera cotidiana— que es suyo.
Jorge Kahwagi.
Pero la política en México no fue creada para servir a la ciudadanía. Fue creada para preservar las parcelas de poder de las élites. Fue institucionalizada para permitir la rotación de camarillas. Fue erigida para recompensar la lealtad. Fue concebida para proteger a los dueños y a los productores a costa de los consumidores. Fue construida para empoderar a los de arriba y mantener callados a los de abajo, y de allí su rapacidad. De allí su opacidad. De allí su discrecionalidad. De allí que hoy la clase política se comporte como se comporta. No sabe ni necesita hacerlo de otra manera. No paga un precio por ignorar a la ciudadanía de cuyo bolsillo vive.
La débil democracia mexicana enfrenta múltiples escollos, pero uno de los más importantes —sin duda— es un Poder Legislativo que no funciona como debería hacerlo. El país tiene un reto fundamental, producto de la no reelección de sus representantes. Cada tres años, entran diputados y salen otros; cada seis años, entran senadores y salen otros. Aterrizan en el presupuesto público, viven de las partidas de los partidos, hacen como que legislan y después se van. No existe un mecanismo para recompensarlos si hacen una buena labor o castigarlos si no cumplen.
La no reelección produce diputados cuyo destino depende más de los dirigentes de sus partidos que del voto popular. La no reelección engendra senadores que carecen de incentivos para escuchar a sus supuestos representados. La no reelección crea un contexto en el cual los diputados no se ven obligados a rendirle cuentas a nadie. La consigna del pasado —“Sufragio efectivo, No reelección”— ha producido un panorama perverso en el cual el sufragio lleva a un diputado al Congreso pero no puede después sancionar lo que hace allí.
Sin duda, hay diputados que sí construyen coaliciones entre sus respectivas poblaciones, pero no lo hacen por altruismo, sino por pragmatismo: quieren ser gobernadores o presidentes municipales. Necesitan una estrategia de salida cuando acabe su paso por una curul y la buscan en su propio estado. Sin duda, hay ejemplos de legisladores conectados con sus representados. Pero particularmente entre quienes fueron elegidos por representación proporcional, el grado de autonomía es fenomenal: actúan absolutamente a su libre albedrío.
Es indudable que dentro del Congreso hay hombres y mujeres talentosos, con experiencia, con madurez, con visión. Pero también proliferan aquellos que llegaron sólo porque su partido —vía los recursos del
IFE
— les pagó el boleto de entrada. Al no haber reelección, no existe la posibilidad de profesionalización. Al no haber reelección, los
amateurs
dominan la discusión. Al no haber reelección, quienes llegan al Congreso no lo hacen para quedarse, para crecer, para aprender. Llegan como bonsáis y se van del mismo tamaño.
¿Cómo explicar este comportamiento? No es que al descifrar el genoma mexicano los científicos se hayan encontrado un gen vinculado con la corrupción política. La respuesta está en las reglas incompletas de la representación y la rendición de cuentas. Tiene que ver con la ausencia de incentivos para generar lo que Robert Dahl llamaba
responsiveness
—responsividad ante el electorado—. Es como si ustedes contrataran a un empleado, le pagaran el sueldo durante los próximos tres años, y no pudieran despedirlo o castigarlo si su desempeño es malo, o atenta contra el bienestar de la empresa. Eso es, en efecto, lo que hemos venido haciendo: votando por personas a las cuales nunca volvemos a ver, cuyo comportamiento en el Congreso desconocemos, cuyo incentivo para representarnos es nulo porque al final de su periodo saltarán a otro puesto. Porque no hay reelección pero sí hay trampolín; porque nos han otorgado la capacidad para llevar a alguien al poder, pero no contamos con instrumentos para asegurar que lo ejerza en nuestro nombre.
Ante eso se nos dice que debemos votar por alguno de ellos porque si no, “afectaríamos la legitimidad de la representación política”, cuando en realidad esa representación sólo existe de manera trunca y parcial. Y se nos dice que el sistema de partidos funciona “razonablemente bien”, cuando en realidad funciona muy bien para los partidos pero muy mal para los ciudadanos. Y se nos dice que el sufragio por alguna de las opciones existentes fomentará el cambio, cuando en realidad sólo preservará el
statu quo
. Y se nos dice que si criticamos con demasiada vehemecia al sistema actual, en vez de reconocer sus avances, estaríamos desacreditando a las instituciones, cuando en realidad han logrado hacerlo y sin nuestra ayuda. Y se nos dice que debemos buscar verdaderos mecanismos de exigencia para demandar que la clase política se comporte de mejor manera, cuando en realidad no existen. Y se nos dice que anular el voto —como muchos propusimos en la elección intermedia del 2009— es una “táctica ineficaz”, pero nadie propone una alternativa mejor para presionar a políticos satisfechos con su situación.
Hoy por hoy, la clase política no tiene un solo incentivo para remodelar un sistema que tanto la beneficia. Quizá los candidatos prometerán hacerlo después de que votemos por ellos y lleguen al poder, pero una vez allí pueden ignorarnos sin costo. Saltan de la Cámara de Diputados al Senado y de allí a una presidencia municipal y de allí, de vuelta al Congreso. Una y otra vez, sin haber rendido cuentas jamás. Sin haber regresado a explicar lo que hicieron y por qué. Sin haber sido sometidos al escrutinio de electores con la capacidad de sancionar o premiar. Porque podemos llevar a alguien al poder con nuestro voto, pero no podemos castigarlo si lo ejerce en nuestra contra. Los políticos saben que han logrado erigir un muro infranqueable en torno a su alcázar; tienen una situación inusual y privilegiada que no quieren perder. Los partidos saben que hay demasiados intereses que no pueden ni quieren tocar.
Y el problema es que no quieren dejarse juzgar. Allí están. Ésos son. Los senadores que quieren cobrar su sueldo sin rendir cuentas por lo que hacen con él. Los senadores que quieren preservar el poder de los partidos a costa de los ciudadanos. Los que quieren gobernar al país pero sin servir a la población. Esos que se dicen “representantes” pero sólo lo son de sí mismos. Esos que no quieren explicar, airear, transparentar. Esos que no quieren enfrentarse a quienes los eligieron, regresar semanalmente a sus distritos, explicar cómo votaron, explicar lo que hicieron con su tiempo. No quieren someterse al escrutinio de los electores. Esos que como el escribano Bartleby en la novela de Herman Melville, “preferirían no hacerlo”. Porque viven muy bien así. Porque cobran muy bien así. Porque saltan de un puesto a otro muy bien así. Esos que no entienden que: la rendición de cuentas no es una opción, es una obligación. La democracia es el gobierno del pueblo para el pueblo. No es el secuestro del gobierno por los políticos en nombre de los partidos.
Hoy aún predominan los argumentos esgrimidos por quienes —de todos los partidos— se oponen a la iniciativa de reelección legislativa. Predominan los argumentos en contra, los argumentos espurios, los argumentos tramposos de quienes se oponen a la reelección legislativa porque no resuelve el conflicto entre el Legislativo y el Ejecutivo; porque no resuelve la falta de acuerdos; porque no resuelve la parálisis. Pues tampoco cura el acné o previene la caída del cabello. La reelección no es una panacea para todos los males ni busca serlo. Es un instrumento diseñado para acotar el poder de los partidos y aumentar el poder de los ciudadanos. Es un mecanismo que les permite castigar a los legisladores que se aumentan el sueldo por encima de la inflación, a quienes se otorgan bonos fastuosos a fin de año, a quienes aumentan impuestos pero rechazan el mecanismo de vigilancia sobre el gasto, a quienes usan el boleto de avión que les da el Congreso para volar a Cancún en vez de visitar su distrito.
Aún hay quienes dicen que hay que oponerse a la reelección legislativa porque es una “moda”. En efecto, es una moda que ha durado más de 200 años; una moda de las democracias parlamentarias que decidieron empoderar a sus ciudadanos y erigir instituciones que los representaran; una moda con razón de ser, tan universal como la ropa interior y los zapatos. Una moda que 187 países —con la excepción de México y Costa Rica— han adoptado. Una “moda” concebida en Francia, basada en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano en 1789: “La sociedad posee el derecho de exigir a cada servidor público las cuentas de su administración.” Un derecho esencial en el cual tantos políticos mexicanos no creen. Un derecho contenido en la Constitución de 1917 que el sistema político priísta después le quitó a los mexicanos y que hoy se niega a devolverles.
Y dicen que es necesario frenar la reelección legislativa porque grupos poderosos a nivel local podrían imponerse sobre los legisladores e influenciar su actuación. Ése no es un argumento suficiente para desacreditar la reelección. Si lo fuera, no existiría en ninguna parte y existe en todas excepto aquí. Con ella habría que instituir mecanismos para controlar el influjo del dinero en las campañas, tal y como lo hacen otros países. Con ella habría que crear reglas para que no vuelva a repetirse lo que México ya padeció: los Amigos de Fox y los amigos de Carlos Salinas. Los poderosos ya han capturado a los políticos; hoy el dinero privado ya compra funcionarios públicos. Y eso ocurre sin la reelección legislativa, lo cual coloca al país en el peor de los mundos: una clase política al servicio de intereses económicos poderosos y sin rendición de cuentas. Una clase política que arropa a las élites pero no protege a la población. A esa población se le da el derecho a votar, pero no se le da el derecho de castigar.
Dicen aún más: no a la reelección porque alimenta la “ilusión” de ser iguales al resto del mundo. Porque según personajes como Beatriz Paredes y Enrique Peña Nieto entre tantos más, México es distinto. Como México no hay dos. Como el
PRI
sólo ha habido uno. ¿Para qué emular a los demás? ¿Para qué aspirar a ser mejores? ¿Para qué renunciar al orgullo de la extravagancia? ¿Para qué ser como esos países que les dan derechos a sus ciudadanos y les rinden cuentas? ¿Para qué ser como esos gobiernos que generan el crecimiento económico y combaten la corrupción y promueven el interés público? Si México es tan excepcional. Ese modelo de estabilidad paralizante y certidumbre mediocre.
O qué decir de quienes no quieren “imponer” la reelección legislativa porque 80 por ciento de la población se opone a ella. Curioso argumento de quienes dicen estar atentísimos a la voluntad de los ciudadanos, pero se rehúsan a darles un instrumento para expresarla. Curioso argumento de quienes no entienden que a veces es imperativo mostrar un poco de liderazgo. Tomar decisiones impopulares por el bien de la democracia. Hacer lo que han hecho otros líderes en contra de la opinion pública prevaleciente en sus países: abolir la esclavitud, otorgarle el sufragio a las mujeres, reconocer los derechos civiles de los africano-americanos, eliminar el
apartheid
. Gobernar para la historia y no para la siguiente elección.
Quienes se oponen a la reelección legislativa quieren desviar la atención de un dilema central. El poder en México está concentrado en un manojo de partidos corruptos. El poder está en manos de un grupo de políticos que se rehúsan a ser juzgados. Los partidos corruptos y los políticos opacos producen malos gobiernos. Los malos gobiernos no proveen bienes públicos para su población. No producen empleo ni garantizan la seguridad ni respetan los derechos civiles. Y por ello hay más de diez millones de mexicanos viviendo en Estados Unidos y 50 millones de mexicanos viviendo en la pobreza. Y por ello México no cambia aunque sus habitantes quieren que lo haga.
Y no cambiará mientras su clase política siga imponiendo la voluntad de algunos sobre el destino de muchos. Mientras el sistema político funcione para rotar a cuadros partidistas en vez de representar a ciudadanos. Mientras los partidos rechacen la reelección legislativa porque no quieren perder el control ni compartir el poder. Mientras siga prevaleciendo la lógica electoral de los partidos por encima de las aspiraciones legítimas de los ciudadanos. Mientras los legisladores se rehúsen a ser juzgados. Mientras los priístas prefieran quedar bien con sus coordinadores parlamentarios, antes que quedar bien con México.
Por eso el clamor crece; el enojo crece; la reprobación crece; el repudio crece. Al oponerse a la reelección, los senadores demuestran lo que Hamlet llamó “la insolencia del puesto”. Esa insolencia que será necesario combatir y criticar de manera cotidiana. La única forma de forjar lazos partidistas con un electorado errático será uniendo los temas con los candidatos y vinculando a los legisladores con su desempeño. Estas tareas, a su vez, sólo podrán llevarse a cabo a través de la reelección legislativa. La reelección ataría a los legisladores a las agendas ciudadanas. La reelección amarraría a los legisladores a las iniciativas presidenciales. La reelección serviría como un mecanismo democrático de supervisión. Sin ella, los legisladores continuarán actuando sin atender a sus representados, sin calibrar las consecuencias de sus actos, sin medir el volumen de sus gastos.