Esto pudo haber ocurrido una vez, y lo perdimos, lo perdimos para siempre
.
R
OBERT
B
ROWNING
No hay nada más agradable en la vida que hacer las paces con el
Establishment
—y nada más corruptor
.
A.J.P. T
AYLOR
Me hubiera encantado conocer al Vicente Fox que aparece en el libro de Jorge Castañeda y Rubén Aguilar,
La diferencia: radiografía de un sexenio
. Me hubiera enorgullecido apoyar al hombre democrático, visionario, inteligente, honesto, sofisticado, astuto, valiente, cuyos únicos errores fueron un poco de impericia y demasiada ingenuidad. Ese tipo hubiera sido un presidente fantástico y justo lo que la transición democrática necesitaba. Lástima que nunca existió. El Vicente Fox reinterpretado, revisado y editado es mucho mejor que el real. El presidente ficticio que según los autores “hizo lo que se pudo”, es bastante más atractivo que quien nos traicionó.
Como dice el dicho, el poder absoluto corrompe absolutamente, pero el rechazo al poder por parte de quien debería ejercerlo entraña su propia forma de corrupción. Su propia manera de claudicación. Produce el estilo personal de no gobernar o hacerlo mínimamente. Produce —en el caso de Vicente Fox— una presidencia que en vez de pelear por la modernización de México, prefirió aplaudir su inercia. Celebrar su estancamiento. Darse palmadas en la espalda por las crisis que evitó y los riesgos que no tomó. Vicente Fox será recordado en gran medida por todo lo que pudo hacer y no hizo. Por todo lo que el país exigía y él ignoró.
Lo más característico de su periodo fue el mal uso de la institución presidencial. Desde el inicio de su sexenio, Vicente Fox se especializó en ponerla al servicio de las decisiones más cuestionables. La búsqueda de consensos con la parte más podrida del
PRI
. El apoyo irrestricto a la ambición política de su esposa. El desafuero. La candidatura presidencial de Santiago Creel. La Ley de Radio y Televisión, mejor conocida como la “ley Televisa”. La demanda a la revista
Proceso
por supuesta difamación. La pregunta de “¿Y yo por qué?” ante circunstancias complejas —como la confrontación en San Salvador Atenco o la toma del Chiquihuite— que requerían tomar decisiones difíciles. A lo largo de su gestión, la silla presidencial fue utilizada para ignorar, para evadir, para patear problemas hacia adelante en vez de resolverlos.
Atrapado en la burbuja de Los Pinos, Vicente Fox no pudo mirar más allá de ella. Se convirtió en un presidente que no quiso lidiar con los vicios del viejo sistema y erradicarlos. Vio un país democrático y económicamente estable sin entender que esa apreciación era parcial, insuficiente, irreal. Vio un sistema político que —desde su perspectiva— no necesitaba reformas institucionales profundas y por ello no las promovió. Vio una economía que no requería —desde su punto de vista— nuevas reglas del juego y por ello no las empujó. Vio un México que sólo existía en la cabeza de alguien que nunca quiso mirarlo de frente.
Alguien que no pudo encarar a los peores demonios del
PRI
y encontrar la forma de exorcisarlos. Alguien que se negó a entender que en el año 2000 tenía ante sí la posibilidad de transformar y no sólo de preservar. Alguien que había denunciado a las tepocatas, a las alimañas y a las víboras prietas para después tomarse la foto junto a ellas. O inaugurar presas con su nombre, como acabó haciendo en el caso de Leonardo Rodríguez Alcaine. O apuntalar a líderes autoritarios, como acabó haciendo en el caso de Ulises Ruiz. O avalar la impunidad prevaleciente, como acabó haciendo en el caso de Carlos Romero Deschamps.
Al partir de un diagnóstico equivocado, Vicente Fox adoptó actitudes equivocadas. Prefirió vender antes que gobernar. Prefirió promover antes que cambiar. Prefirió viajar a lo largo del país antes que comprender lo que debía hacer para echarlo a andar. Prefirió conformarse con la estabilidad macroeconómica, sin pensar en lo que tendría que haber hecho para construir una economía más dinámica sobre sus cimientos. Prefirió mirar el vaso medio lleno, sin ver que la mirada mundial lo veía cada vez más vacío. Un país estable pero paralizado, subsidiado por su petróleo y sus migrantes. Quizá mejor que ayer para algunos, pero igual que ayer para muchos.
Vicente Fox.
Un país con logros que palidecen ante el tamaño de los problemas que Vicente Fox dejó tras de sí. Un México más libre pero más polarizado. Un México con más crédito pero con más crimen. Un México con más vivienda pero más narcotráfico. Un México con más oportunidades del cual un número creciente de personas decide emigrar. Un México con un Estado más decentralizado pero más acorralado por intereses particulares cada vez más poderosos. Un México con baja inflación y alta concentración de la riqueza. Un México dividido en un Norte próspero y un Sur estancado. Un México que va perdiendo la ventaja competitiva de su cercanía con Estados Unidos, mientras lamenta la construcción de muros fronterizos que su letargo ha contribuido a crear. Un México donde más del 30 por ciento de la población no cree en las instituciones democráticas y es convocada regularmente a las calles a denunciarlas. Un México donde la izquierda siente que la quisieron destruir y por ello con frecuencia actúa anti institucionalmente frente a sus adversarios.
Quizá Vicente Fox no es responsable de esta larga lista de sinsabores, pero en muchos casos los exacerbó. Por acción y por omisión. Por lo que hizo y por lo que dejó de hacer. Por las viejas reglas del juego que no modificó y con las cuales los poderosos siguieron jugando. Por todo aquello frente a lo cual cerró los ojos o volteó la mirada. Por la frivolidad cotidiana que su propia esposa fomentó. Por las negociaciones difíciles que debió haber llevado a cabo y eludió. Por el vacío de poder que produjo y que otros llenaron. Porque a lo largo de seis años, Fox fue un candidato permanente pero un presidente intermitente. Fue un porrista de tiempo completo pero un jefe de Estado que lo acabó debilitado.
Y ése probablemente es su peor legado. Un Estado que en rubros cruciales ha perdido la capacidad para serlo. Un Estado que, en teoría, se erige para proteger la seguridad de la población pero hoy no puede asegurarla. Un Estado que, en teoría, existe para gobernar en nombre del interés público que ha sido rebasado por los intereses fácticos. Un Estado acorralado por las fuerzas que debería articular pero frente a las cuales —con Fox a la cabeza— se rindió. Un Estado arrinconado por los múltiples “centros de veto” que constriñen su actuación. Los monopolistas rapaces y los líderes sindicales atrincherados y las televisoras chantajistas y los empresarios privilegiados y los movimientos sociales radicales y los priístas saboteadores que ofrecen pactar pero sólo para mantener las cosas tal y como están. Todos los que ejercen el poder informal en México. Todos los que han llenado el hueco que la presidencia encogida de Vicente Fox produjo y dejó allí.
Vicente Fox seguramente justificará su herencia con el argumento de la presidencia democrática. Dirá que decidió acotar su poder y se alabará por ello. Dirá que decidió quitarle protagonismo a la presidencia y argumentará que hizo bien. Dirá que México necesitaba terminar con el presidencialismo exacerbado y él lo logró. Argumento tras argumento demostrará lo que no entiende y nunca entendió. Sus críticos no le exigían que fuera un presidente imperial sino que fuera un presidente eficaz. No le exigían que se comportara como un dictador sino como un líder. No le exigían que ejerciera el poder de manera arbitraria, sino que lo ejerciera y punto. Pero Vicente Fox, una y otra vez, confundió la autoridad legítima de cualquier presidente en cualquier democracia con el autoritarismo. Pensó que si actuaba con firmeza sería catalogado como un priísta. Creyó que si usaba sus atribuciones sería denostado por ello.
Para no excederse, optó por no actuar. Para evitar la crítica que sus acciones podrían generar, evitó llevarlas a cabo. “Respetó” tanto a los otros poderes que eludió ejercer el propio. Obsesionado en no parecerse a los presidentes priístas que tanto criticó acabó emulando a los defensores del
statu quo
. Acabó defendiendo lo que en la campaña presidencial denostó. Acabó disminuido en la misma silla del Águila que había ofrecido desmantelar. Acabó siendo un hombre que llegó al poder prometiendo cambiar lo más elemental de su ejercicio, pero sólo lo encogió y para mal de la presidencia, para mal del Estado, para mal del país.
En el texto “Reflexiones al término del mandato” que Vicente Fox diseminó en los últimos días de su sexenio, dice que trabajó al límite de sus fuerzas, con todas sus capacidades. Y tristemente tenía razón. Hizo todo lo que pudo dada la persona que es. El personaje necesario para sacar al
PRI
de Los Pinos que dio para poco más. El presidente que salió relativamente mejor librado que sus peores predecesores, pero eso es poco decir. Alguien que sembró esperanzas para después cosechar reclamos. Al juicio de la historia le corresponderá aclarar si la presidencia desilusionante de Fox se explica por constricciones estructurales al margen de su temperamento o si él mismo las exacerbó por miedo o flojera o ausencia de audacia o falta de experiencia. Sea cual sea la respuesta, Fox desperdició su presidencia y la oportunidad que la historia le entregó.
En el año 2000, Vicente Fox inventó un producto —a sí mismo— salió a venderlo, y la mayoría de los mexicanos lo compró el día de la elección. El estilo de Vicente Fox rompió moldes, cimbró al sistema e inauguró una nueva forma de hacer política en el país. La campaña de Vicente Fox fue la primera al estilo estadounidense en suelo mexicano. Como cualquier campaña moderna y profesionalmente manejada, la del guerrero guanajuatense incluyó cuatro ingredientes: encuestas, procesamiento de datos, imagen y dinero. Las encuestas descubrían lo que el elector pensaba de antemano, el procesamiento de datos interpretaba la profundidad de esas creencias, la imagen del candidato se iba armando sobre los deseos detectados y la mercadotecnia colocaba el paquete en los medios. En pocas palabras: mercadotecnia + dinero = presidencia. Francisco Ortiz, uno de sus principales asesores y el mago de la mercadotecnia, primero vendió Choco Milk y después vendió a Vicente Fox. O más bien, logró que el pueblo de México lo consumiera.
Diez años antes, pocos conocían a Vicente Fox, y la percepción que el país adquirió a lo largo de ese tiempo fue la que él mismo construyó de manera cuidadosa y deliberada. La mercadotecnia de la campaña creó un efecto espejo: Fox reflejaba lo que el electorado quería ver. Cada mexicano colocó sobre las espaldas de Fox sus propias aspiraciones, sus propias metas, sus propias promesas. Fox se volvió una pantalla colectiva en la cual el país proyectó sus sueños e intentó exorcizar sus pesadillas.
No es posible entender lo que fue el fenómeno Fox sin tomar en cuenta el llamado Proyecto Millenium —mapa y manual para llegar a la presidencia— diseñado por su amigo y ex colega de Coca Cola, José Luis “El bigotón” González. Allí se encontraba el plan de ataque y las estrategias mercadotécnicas. Allí se estipulaba que Fox representaría la personificación del “producto”. Allí se asentaba que Fox debería arrebatarle banderas a la izquierda y moderar a la derecha. Allí se enumeraban las estrategias con las cuales compitió y arrasó. Asesorado por el consultor tejano Rob Allyn, Fox y los suyos llevaron a cabo una campaña a la gringa. Apoyado por un experto estadounidense, Fox aprendió a aprovechar su estatura y acicalarse el pelo, arremangarse la camisa, y utilizar su sonrisa. Aprendió cómo planear la espontaneidad.
Uno de los consejos más contundentes que Fox recibió provino de Alan Stoga, experto en relaciones públicas, y ex socio de Kissinger Associates. Stoga le dijo que pensara más allá de la demografía convencional de los votantes y que se centrara en los jóvenes. Le dijo que volteara a ver a los 27 millones de votantes menores de 35 años. Le sugirió que reorganizara su campaña en torno a “la gran idea de Vicente” y la capacidad de presentarse como el candidato del cambio. En vez de hacer que la gente se enojara con Francisco Labastida —el candidato del
PRI
— debía lograr que la gente se riera de él. En vez de centrarse en la crítica del pasado debía abocarse a la venta del futuro. En vez de permanecer en la tierra debía ofrecer el cielo. Fox debería provocar la “foximanía” y aprovechar la energía que podría desatar.
Con base en la asesoría recibida, Fox convirtió a la elección en un referendum sobre el cambio
versus
la continuidad y con ello ganó la elección. 69 por ciento de los mexicanos que querían el cambio votaron por él. La mayoría de los votantes entre 18 y 34 años votaron por él. Prendieron la televisión, escucharon el radio, se formaron una impresión instantánea del “bravucón del Bajío” y lo apoyaron. La esencia de una campaña moderna es el énfasis en la personalidad y Fox se encargó de empaquetar la suya.
Siguiendo la estragegia que usó para ganar, Vicente Fox fue el primer mandatario mexicano que intentó también gobernar apelando a la mercadotecnia. Buscó usar su popularidad entre la población para presionar a las élites. Apeló a las estrategias públicas para influenciar las negociaciones privadas. Pensó —como lo hacía Bill Clinton— que un presidente necesita obtener una mayoría en todo momento y no sólo el día de la elección. Por ello se montó en los medios, salió a seducir, se subió a la silla del caballo en vez de sentarse detrás del escritorio en Los Pinos. Pensó, como lo advertía Mark Twain: “Es mejor ser popular que tener la razón”.