Authors: Eric Frattini
—August, August…
Alguien llamó su atención desde el fondo de la sala. Era su padre. Se había levantado de la mesa con la servilleta aún en la mano.
—Hola, padre.
Edmund Lienart extendió la mano para estrechársela a su hijo.
—Te veo muy bien.
—He podido dormir bastante y recuperarme —respondió August.
—¿Cómo fue el Ocaso de los Dioses? —preguntó Lienart.
—Sin contratiempos.
—Antes de que nos pongamos a hablar, ¿quieres comer algo? Sírvete lo que quieras.
—No, gracias, padre. Sólo tomaré agua y un poco de pastel de verduras.
—¿Nada más? ¿Sólo vas a comer eso? Estás muy delgado. Necesitas reponer fuerzas, y con agua y un pastel de verduras pocas fuerzas podrás reponer —protestó su padre—. Pierre, por favor. —Lienart llamó al
maître
—. Traiga, por favor, a mi hijo un buen filete con patatas y también una botella de Château Lafite. ¿Sabes que los viñedos fueron ocupados por las tropas alemanas durante la guerra? Se bebieron las mejores cosechas.
—No lo sabía —respondió August sin el menor interés en su voz.
—Estos vinos no están hechos para esas gargantas, que lo único que saben es tragar cerveza —dijo Lienart con cierto desprecio hacia aquellos alemanes a los que ahora ayudaba a escapar.
—¿Para qué me has hecho venir a Ginebra, padre?
—¡Ah…! Tú siempre tan directo, hijo. En eso, eres igual que tu madre.
—No quiero perder el tiempo. Deseo regresar a Roma cuanto antes.
—¿Es que te espera alguien allí? ¿Acaso has conocido a alguna persona de la que yo deba saber algo? —preguntó Lienart mirando a su hijo directamente a los ojos.
—No, padre. A nadie. Tan sólo deseo regresar a Roma cuanto antes.
—Necesito que te reúnas con ese Draganovic.
—¿Para qué?
—Quiero que entienda que esa organización que ha diseñado, el Pasillo Vaticano, debe ser entregada en su totalidad a Odessa, sus agentes y rutas, y sobre eso no hay discusión alguna. Debes hacérselo entender —dijo Lienart.
—No creo que nos entregue tan fácilmente su organización. La medida más segura de toda fuerza es la resistencia que vence y estoy seguro de que Draganovic no nos lo va a poner nada fácil —respondió August.
—Tan sólo será necesario hacerle saber que Odessa tiene el brazo tan largo que puede incluso cortar sus flujos de financiación desde Suiza y, si le sucede eso, los únicos perdedores serán sus protegidos. Si es necesario, nos entrevistaremos con Montini y Tardini en el Vaticano. Ellos se lo harán entender.
—Creo que Hudal está bien protegido por el mismísimo Papa. Si no logro llegar hasta Su Santidad, será difícil que ese Draganovic nos entregue su organización. Me obligará a mantener un nuevo encuentro con el arzobispo Hudal y con ese religioso croata.
—Denoto por tu voz que no te gustan —afirmó Lienart.
—Así es, padre. No me fío de Hudal y de esas maneras refinadas que tan sólo esconden a un nazi más. Tampoco me fío de Draganovic.
—Necesitamos a ambos en Odessa. No podemos prescindir de ninguno de los dos si queremos que el Pasillo Vaticano permanezca abierto el mayor tiempo posible.
—Lo sé, padre, lo sé —reconoció August.
Padre e hijo permanecieron en silencio mientras el camarero disponía el plato de August y el sumiller vertía el rojo líquido de una botella en dos copas de fino cristal.
—¿Qué ha pasado con Creutz? —preguntó Lienart a su hijo.
—No lo sé. ¿Qué le ha sucedido?
—No me respondas con otra pregunta. Le envié a Tønder con instrucciones muy precisas y le ordené que regresase a la casa de Chambésy.
—Me entregó las instrucciones y las cumplimos al pie de la letra. ¿No ha regresado?
—No, y me preocupa.
—Pero la operación Ocaso de los Dioses llegó a buen término… —dijo August.
—Sí, pero durante estos días tendremos que llevar a cabo muchas más operaciones de ese nivel en Odessa y si alguien nos detecta, todos nuestros protegidos acabarán con sus huesos en la horca. No podemos permitirnos perder a alguien más de la Hermandad. Los vamos a necesitar a todos. Cuanto más se acerquen a Odessa, más necesitaremos de la Kameradadschaftsshilfe para proteger nuestras rutas.
—Creutz me dio la carta con tus órdenes. Müller y yo las cumplimos escrupulosamente. Acompañamos al protegido hasta Kristiansand y desde allí lo embarcamos sano y salvo a bordo del U-977. Después, Müller y yo regresamos a Suiza, a través de Francia. No sé nada de Creutz. Tal vez esté emborrachándose en alguna taberna.
—O tal vez esté muerto —dijo Lienart sin dejar de mirar a su hijo a los ojos.
—¿Por qué crees que puede estar muerto? Y si lo estuviese, ¿qué peligro podría suponer para nosotros y para Odessa? —preguntó August.
—Creutz sabe quién eres tú y quién soy yo. Nos conocía. Eso podría ponernos en peligro a ambos. Aunque su información sobre Odessa era reducida, sí que tenía información sobre la base de la Hermandad en Chambésy. También sabía el nombre y rango en las SS de los miembros de la Kameradschaftsshilfe. Eso podría poner en peligro la seguridad de Müller, Böhme, Oberhaser, Hausmann y List.
—¿Y qué haremos? —preguntó August.
—Esperar. Ahora, debemos concentrar nuestros esfuerzos en rescatar al mayor número de miembros del partido, de la Gestapo, de las SS y de la Wehrmacht que tengan alguna oportunidad de escapar. Tenemos que conseguir que entren de forma segura en nuestras rutas de evasión.
—¿Cómo conseguiremos esa lista de nombres y ponernos en contacto con ellos?
—Ellos se pondrán en contacto con nosotros. Odessa ha establecido una red de informadores por toda Alemania y los países ocupados para que los altos jefes de las SS puedan contactar con ellos si desean escapar. Muchos han sido detenidos ya por los estadounidenses.
—¿Existe ya información sobre los detenidos? —preguntó August algo sorprendido.
—Sí. Los americanos tienen sus listas y han destinado una unidad de contrainteligencia para que localicen y detengan a los hombres y mujeres que aparecen en ellas. El general Erich Alt, de la Luftwaffe, Walter Riedel, ingeniero jefe del programa de cohetes V-2 en Peenemünde, mi amigo Gunther Altenburg, ministro plenipotenciario delReich en Grecia, el doctor Bailent Homan, ministro del gobierno pronazi húngaro, Wilhelm Waneck, jefe de inteligencia en la Oficina Central de Seguridad del Reich, y Werner Göttsch, oficial de la SD, están ya en su poder. Y no creo que esos hombres del CIC o de la OSS paren hasta que no tengan sus prisiones llenas de altos miembros del Reich. Americanos, ingleses, franceses y bolcheviques están deseando tensar las cuerdas alrededor de sus cuellos. Si Odessa no los protege, acabarán colgando de un patíbulo.
—¿Cuáles serán nuestros próximos objetivos?
—Tengo aquí una lista de miembros de las SS que deberán entrar en las rutas de Odessa. Necesitamos las vías de escape del Pasillo Vaticano —dijo Lienart mientras le pasaba un papel a su hijo.
August comenzó a leer atentamente la lista de nombres escrita en el papel: Adolf Eichmann, Josef Mengele, Franz Stangl, Alois Brunner, Ante Pavelic, Hörst Schumann, Jancu Veckler, Boris Derig… y algunos más.
—Conozco a varios. Con ese Eichmann me crucé en el convoy de Feldkirchen in Kärnten. Creo que viajaba en el camión que se dirigió hacia el norte, hacia el lago Töplitz —aseguró August.
—Ese Eichmann es un tipo peligroso —respondió Lienart.
—¿Por qué es una pieza tan codiciada por los Aliados?
—Yo lo conocí en la reunión de Estrasburgo del pasado año, así como a su segundo, Brunner. Allí estaba sentado con su uniforme de teniente coronel de las SS. Eichmann era el responsable de la Sección IVB4 de la Gestapo.
—¿Detenía enemigos de Alemania? —preguntó August.
—No. Eichmann era el máximo responsable de la deportación de judíos a los campos de concentración y exterminio dentro de la Gestapo.
—Un asesino… —murmuró August.
—Un burócrata, hijo, un burócrata. Le recuerdo en la reunión de Estrasburgo haciendo números. Era el encargado de coordinar los transportes hacia los campos. Es un hombre tenaz, muy dado a cumplir órdenes y estadísticas, y para él, los judíos eran eso, estadísticas.
—Sigo pensando que es un asesino… —volvió a afirmar August.
—Sí, y nosotros estamos ayudándoles a escapar —dijo Lienart mirando fijamente a los ojos a su hijo.
—Lo sé, padre, lo sé… —respondió mientras daba un largo sorbo a su copa de vino—. Todas estas evasiones, ¿van a ser costeadas con el oro del Reichsbank que trasladamos desde Feldkirchen in Kärnten? —preguntó August.
—Eso ya está arreglado. En estos momentos, Odessa es propietaria de hasta setecientas cincuenta empresas en América Latina, Suiza y Oriente Próximo. Tiene casi doscientas empresas en España y Portugal; treinta y cinco en Turquía; noventa y ocho en Argentina; y doscientas catorce aquí, en Suiza. Toda la arquitectura de esta red fue ratificada en la reunión presidida por Martin Bormann que mantuvimos en Estrasburgo.
—¿A qué se dedican estas empresas? —preguntó August.
—A todo tipo de sectores. Algunas están dedicadas a la investigación y han sido establecidas cerca de lagos y plantas hidráulicas para que los ingenieros de un nuevo Cuarto Reich dispongan de una identidad ficticia en el trabajo científico con vistas a la acumulación de materiales y fondos necesarios para ese renacimiento. También hay compañías de exportación e importación, empresas de aviación, etcétera.
—¿Y qué papel juegan los suizos en todo esto?
—Un papel muy importante. Korl Hoscher, un abogado que ha hecho mucho dinero a través de los rescates de judíos ricos, Radulf Koenig, otro financiero sin escrúpulos, y Galen Scharff, director general del Banco Nacional Suizo, son los encargados de lavar y redirigir esos fondos hacia empresas legales que, en el fondo, pertenecen al entramado de Odessa. Se ocupan de que el dinero llegue a las empresas para que continúen operando sin problemas financieros.
—¿Te fías de ellos?
—Tanto Hoscher, como Koenig y Scharff, saben que la mano de Odessa es muy larga y que si ellos fallan a Odessa, Odessa se lo hará pagar. Yo, hijo, tan sólo me fío de ti y de nadie más. Hoscher y Koenig son hombres ambiciosos y codiciosos y, por lo tanto, más peligrosos que Scharff. Scharff, en cambio, es un banquero cuya única misión es ofrecer el mejor servicio a sus clientes, y Odessa es en estos momentos uno de sus mejores clientes. Aunque también sabe que si comete un error, Odessa se lo hará pagar. Por ahora, mientras el oro siga fluyendo, no tendrán problema y de eso se ocupa ya Degussa.
—¿Degussa? —preguntó August interesado.
—Es una empresa alemana de fundición. En la reunión de Estrasburgo se estableció poner los hornos de Degussa a buen recaudo en las cuevas bávaras de Altaussee, lo más ocultos posible a los ojos de los americanos y de los soviéticos. Se han ocupado desde 1943 de fundir todas las piezas de oro que llegaban desde los campos de exterminio a través de las SS. Cada pieza era clasificada por joyeros especializados, en su mayor parte prisioneros judíos, en una instalación construida para ello en el campo de concentración de Sachsenhausen, en Oranienburg, al norte de Berlín. Allí, cada anillo de casado, cada diente de oro eran clasificados por la calidad del material y fundidos después en lingotes. En marzo de este año, los prisioneros encargados de esa labor en Sachsenhausen fueron liquidados para cubrir cualquier rastro de su cometido.
August volvió su atención nuevamente hacia la lista de nombres que le acababa de entregar su padre.
—¿Qué sucederá con las familias de estos tipos de la lista? ¿Tendrán que ser evacuadas también?
—Ya hemos pensado en ello. Las familias pueden poner en peligro la evasión de nuestros protegidos. Los servicios de inteligencia aliados estarán ya vigilando a muchas de ellas, por si sus maridos se ponen en contacto. Por ahora, Odessa se ocupará tan sólo de las familias de los ya detenidos. El doctor Helmut von Hummel, contable de Odessa, estableció un fondo especial para estos casos. Mientras sus esposos o esposas estén en la cárcel, Odessa financiará la ayuda para las familias a través de un fondo llamado Hiag…
—¿Hiag?
—Es el acrónimo de la Asociación de Mutua Ayuda de Antiguos Miembros de la Waffen-SS.
—¿Quién decide a qué familia hay que ayudar?
—Por ahora, nosotros. Más adelante, cuando pase el tiempo, alguien que esté a salvo fuera de Europa se ocupará de ello. Por ahora, es una cuestión que no nos preocupa.
—¿Cómo localizaremos a todos estos hombres en esta Europa de escombros? ¿Y cómo sabré quiénes son? —preguntó August.
—Adolf Eichmann y Alois Brunner pertenecen a la Sección IVB4 de la Gestapo; Ante Pavelic era el Poglavnik de la Croacia pronazi; Franz Stangl, comandante de los campos de Sobibor y Treblinka, un campo de concentración al noreste de Varsovia; Josef Mengele, Hörst Schumann, Jancu Veckler y Boris Derig pertenecen al cuerpo médico de las SS.
—¿Médicos?
—Sí. Médicos de las SS responsables de experimentos con seres humanos en los campos de concentración.
—La creencia en algún tipo de maldad sobrenatural no es necesaria. Los hombres por sí solos ya son capaces de cualquier maldad —sentenció August mientras sujetaba la lista de nombres en sus manos.
—Querido hijo… —respondió Lienart con una sonrisa en sus labios mientras jugaba con su copa de vino—, para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada, y en eso, Alemania y los alemanes lo han hecho muy bien. Los buenos dejaron la nación en manos de los malos y aquella concesión generó el mal que acabó con ambos: buenos y malos. Alguien dijo un día que una mala causa, y el Tercer Reich lo era, será defendida siempre con malos medios por hombres malos.
—Sí, padre, pero Plutarco dijo también que la omisión del bien no es menos reprensible que la comisión del mal. Quien no castiga el mal, ordena que se haga, y nosotros, tú y yo, ayudando a toda esta gente a escapar a su castigo, formamos ya parte de ese mismo mal que ellos engendraron.
—Querido hijo, el diablo es optimista si cree que puede hacer más malo al hombre. Tú y tu Dios deberíais saberlo —sentenció Lienart mientras lanzaba un brindis al aire con su copa de vino—. ¿Cuando piensas abandonar Ginebra?
—Me gustaría viajar a Roma hoy mismo.
—Quiero que Müller vaya contigo. No debe separarse de ti. Creutz te conocía, sabía tu nombre, y estoy seguro de que si lo han asesinado, da por hecho que podrán llegar hasta ti fácilmente. Por eso quiero que Müller no se separe de ti ni un momento. ¿Me has entendido?