El Oro de Mefisto (13 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—No, señor. Tan sólo me han dicho, y creo que a mis compañeros también, que es una misión vital para el futuro del Reich. ¿Cuando nos dirá algo más concreto? —preguntó.

—Cuando termine de entrevistarles a todos ustedes, les explicaré cuál será su misión en la operación que se ha diseñado —respondió Lienart—. Hasta entonces, esperarán todos ustedes en esta casa hasta recibir órdenes mías. Ahora, si es tan amable, diga al señor List que entre.

El sexto miembro de la seguridad de Odessa era el mayor de las SS Erhard List. Antiguo miembro del Servicio de Seguridad y de la Policía de Seguridad, un servicio de inteligencia de las SS, en Estonia, había jugado un papel fundamental en la deportación masiva de judíos desde los Estados Bálticos. Hijo de un contable de IG Farben, había estudiado Derecho en las universidades de Munich y Colonia. Le habían destinado a Riga con la Einsatzkommando 1ª y 2ª. Estas unidades se habían dedicado a la destrucción de sinagogas, a la liquidación de 400 judíos y a la creación de grupos locales con el propósito de fomentar los pogromos. A principios de julio de 1941 había sido enviado a Estonia para cumplir la orden del Führer en ese país de ejecutar rápidamente a judíos, gitanos, comunistas y enfermos mentales. Un informe fechado el 15 de octubre de 1941 resumía la gran operación liderada por List en Estonia, donde habían sido ejecutados más de un millar de prisioneros.

—Veo que es usted muy eficiente en su trabajo de liquidar prisioneros —señaló Lienart.

—Sí, así es. Creo que tengo el récord de los Einsatzgruppen. Me enorgullezco al reconocer que conseguimos liquidar a 474 judíos y 684 comunistas en menos de once horas. Todo un récord —dijo List mientras se estiraba las perneras de su pantalón, esperando una sonrisa de aprobación de aquel francés estirado que le estaba entrevistando.

Lienart no entendía cómo aquellos SS, personas corrientes, ciudadanos vulgares, muchos de ellos incluso con un alto nivel intelectual, se habían entregado a la causa de ejecutar a otras personas sin el menor atisbo de humanidad en nombre de una ideología, de la pureza de una raza.

—Debido a su graduación, estará usted al mando de nuestra pequeña unidad —dijo Lienart.

—¿A quién reportaré? ¿A quién responderé de las órdenes recibidas? —preguntó List.

—A mí, sólo a mí. Únicamente responderá ante mí. Y ahora, si es tan amable, le ruego que llame a sus compañeros para explicarles cuál será su misión.

—De acuerdo, señor, ahora mismo —dijo List mientras se dirigía a la puerta para llamar a sus cinco compañeros, que esperaban fuera.

Ya reunidos con Lienart, el francés les fue relatando la fundación de Odessa, su reunión con el Führer y su elección para encargarse de la seguridad de la organización.

—Ustedes seis formarán un grupo al que denominaremos desde ahora Kameradschaftsshilfe, ayuda del camarada. Ésa será su tarea una vez que finalice esta guerra, y eso está ya muy cerca.

—¿Cuál será exactamente nuestra misión en la Kameradschaftsshilfe? —preguntó Böhme.

—Deberán evitar que sujetos molestos puedan llegar hasta mí o hasta Odessa. Únicamente actuarán cuando yo se lo ordene, y hasta ese momento permanecerán en esta casa. Desde ahora este edificio será su hogar. Háganse a la idea, y háganlo rápido. En estos momentos Europa se deshace y el caos reina a nuestro alrededor. Necesito tenerlos en todo momento localizados por si surge una emergencia. Como les digo, permanecerán aquí hasta nuevas órdenes. ¿Alguna pregunta? —dijo Lienart.

—¿Cuándo podremos instalarnos? —preguntó Müller.

—Ahora mismo. ¿Más preguntas?

—¿Quién informará a nuestros superiores de nuestros nuevos destinos? —inquirió Creutz.

—Nadie. Desde este mismo momento yo seré su único superior. Nadie podrá hacerles preguntas, ni de las SS, ni del partido, ni siquiera del alto mando de la Wehrmacht. Aunque viendo cómo va la guerra, no creo que se preocupen mucho de seis SS que han abandonado sus destinos.

—No me gustaría que me fusilasen si piso Alemania —afirmó la doctora Oberhaser.

—Mi querida doctora, yo creo que ya no debe preocuparse de lo que pueda hacer con usted la Gestapo en caso de que piensen que ha desertado de su puesto. Preocúpese de lo que harán los Aliados en caso de que la detengan. Lo más seguro es que los americanos, los ingleses o los rusos sepan ya de los experimentos que llevó usted a cabo con niños, inyectándoles aceite o hexobarbital para extirparles los miembros y los órganos vitales. La mejor de sus suertes sería caer en manos de la Gestapo, que la acusasen de desertora y que la ejecutasen en el acto. Lo malo sería caer en manos de los servicios secretos aliados y que la enviaran a la horca. Eso sí que sería malo para usted, doctora Oberhaser. Ahora, si todo ha quedado claro, nos pondremos manos a la obra.

Esa misma noche, Edmund Lienart leía los periódicos ginebrinos, que informaban del implacable avance de las tropas soviéticas y que se acercaban ya a la capital del Reich. Las portadas mostraban imágenes de soldados alemanes evacuando Bélgica mientras las fuerzas aliadas lanzaban cerca de tres mil toneladas de bombas sobre Berlín. El capítulo final estaba a punto de escribirse.

Capítulo IV

En algún lugar del Atlántico

—Suban periscopio —ordenó Heinz Schäffer, comandante del U-977.

El U-977, un submarino tipo VIIc, había sido construido en los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo y destinado a la 31ªU-Flottille desde principios de 1945. Desde entonces, el submarino se había dedicado a acechar a los convoyes aliados que cruzaban el Atlántico transportando armas, municiones y tropas hacia Europa.

—Atención, ¿tiene la situación?

—Sí, señor, 150 —respondió el piloto.

—Correcto, allá vamos, nenas.

—¿Qué está pasando? —preguntó el segundo de a bordo, el alférez Otto Fiehn.

—Es el U-32. Ha divisado un convoy británico muy cerca de nosotros. Deberíamos alcanzarlo en diez horas. Informe a la tripulación. Son más de treinta buques de carga. El U-32 esperará a que lleguemos. Seguirá al convoy y nos mantendrá informados.

—De acuerdo, señor.

Fiehn tomó el micrófono del interfono y, tras dejar sonar un timbre, informó a la tripulación.

—Escuchad todos. El U-32 está persiguiendo un convoy. Nos uniremos a la persecución. El contacto se producirá en cualquier momento después de las seis. Corto.

El submarino enfiló proa al oeste, navegando durante horas entre un fuerte oleaje.

—Maldito tiempo, ¡vaya mierda! Podríamos pasar al lado de los ingleses y ni siquiera vernos. Ya teníamos que haber llegado. ¿Por qué no tenemos noticias del U-32?

—La visibilidad es nula, señor —gritó el guardia de cubierta.

—Abandonen el puente. Deprisa. Cierren la escotilla y pongamos navegación a treinta metros —ordenó Schäffer.

—Proa abajo diez. Popa arriba cinco —indicó el navegante—. Proa a cero, popa a cero.

—¿Por qué nos sumergimos? —preguntó el cocinero al otro lado del submarino.

—Por la acústica. Con mal tiempo se oye aquí abajo mejor que en superficie.

—Popa arriba cinco. ¿Recibe alguna señal? —preguntó el capitán al operador de sònar.

—No, señor.

Unos minutos después, el operador alertó a Schäffer.

—Capitán, tenemos un contacto a ciento sesenta grados. Es bastante grande.

—¿Dirección?

—Van rumbo hacia el este. Cuarenta y cinco grados y alejándose.

—A superficie, rumbo uno, tres, cero. Proa arriba diez. Popa abajo cinco. Apunten en cuaderno de bitácora: «A pesar del mal tiempo, hemos decidido entrar en acción» —indicó Schäffer mientras estudiaba las cartas de navegación—. ¿Donde estamos? —preguntó.

—Nosotros estamos aquí y el convoy debería estar por aquí.

Mientras intentaban calcular su situación, un fuerte grito sonó desde el puente.

—Barco a estribor, barco a estribor. Alarma, alarma —gritó el vigía.

Schäffer, a su lado, intentaba mirar a través de los prismáticos para identificar el tipo de embarcación que avanzaba hacia ellos a una velocidad de cuarenta grados estribor.

—Viene demasiado rápido hacia nosotros, mierda. Es un destructor —gritó el capitán—. Inmersión, inmersión. Zafarrancho de combate. Tripulación de guardia a la sala de torpedos.

Los tripulantes saltaron de sus estrechos catres y corrieron hacia la proa mientras una intensa luz roja iluminaba el interior del U-977.

—Ventilación cerrada, señor —gritó en medio de la confusión el jefe de máquinas.

—Inunden cámaras. Proa abajo diez. Mantengan profundidad de periscopio —ordenó el capitán mientras intentaba divisar al destructor entre el fuerte oleaje—. Llenen tubos del uno al cuatro.

—Uno al cuatro llenos, señor —gritó el torpedista.

—Bien, señores, todos preparados para atacar.

—¿Recoge algo el sónar?

—Se oyen hélices a ciento diez grados… por la zona de popa… la señal es muy débil. Se está alejando.

—Mantengan profundidad.

—Proa arriba dos. Popa abajo dos. Nivelados a 13,5 metros —indicó el suboficial.

—Abran compuerta de torpedos —ordenó Schäffer sin dejar de buscar a su presa a través del periscopio—. Velocidad, seis nudos por el costado de babor. Distancia, una milla. Profundidad, dos metros. Velocidad de torpedos, catorce nudos. Abrir compuerta de torpedos uno y tres. Ángulo tres grados.

El capitán comenzó a hacer un giro de trescientos sesenta grados con el periscopio buscando al destructor.

—Maldición, maldición —dijo Schäffer entre dientes buscando al destructor, que se había evaporado como por arte de magia. Repentinamente, el buque de guerra británico apareció por popa.

—Ganen profundidad, ganen profundidad. Abajo periscopio —gritó.

A unos metros sobre ellos, la afilada quilla comenzó a pasar sobre el submarino.

—Atención. ¡Cargas de profundidad! —gritó el oficial del sonar.

Segundos después, el U-977 se veía sacudido por fuertes descargas. Un espeso humo cubrió el interior del submarino. El olor a fuel, sudor, miedo y comida rancia comenzó a extenderse por los diferentes compartimentos de la nave.

—Aquí puente. Informe de daños —dijo Schäffer—. Han debido de ver el periscopio. Increíble con esta mar. ¿Se oye más fuerte o más débil?

—Constante, señor. Delante de nosotros a doscientos ochenta grados y sigue avanzando. Doscientos noventa…

—Timón a babor y mantenga el rumbo.

—Proa abajo quince. Popa abajo diez. Abran ventilación —indicó el oficial Fiehn.

—Avante a toda maquina. Sé que está ahí arriba.

Unos segundos después, otra andanada de cargas volvía a sacudir el submarino.

—Apaguen luces.

La luz roja volvió a inundar el interior, dejando en sombras los rostros, invadidos por el miedo.

—Navegación silenciosa.

—Se acerca a cincuenta y dos grados por el costado de estribor —susurró el responsable del sonar.

—Sala de máquinas… motores a toda máquina. Avante.

—Viene hacia nosotros —dijo Fiehn.

—Ese tipo sabe lo que hace —respondió el capitán.

—Señor, el destructor se acerca. Lo tenemos encima.

—Bajemos más —ordenó Schäffer.

—Popa arriba diez.

El submarino comenzó a crujir sintiendo la presión en sus paredes y mamparos, como si un gigante intentase aplastar entre sus manos al U-977.

—Más abajo —volvió a indicar el capitán.

Cuando el profundímetro marcaba los ciento ochenta metros, llegó la tercera andanada de cargas de profundidad. La presión de la fuerte onda expansiva hizo saltar algunas de las válvulas del interior.

—Fijada la válvula del indicador de profundidad. El submarino está nivelado —dijo el jefe de máquinas.

—Ahora lo oigo más claro, señor. Está girando.

—Tranquilos, tranquilos. Está sobre nosotros. Justo encima.

—La señal se atenúa por estribor, señor. Se aleja.

—¿Seguro?

—No recibo señal, capitán.

—Pues si es así, ha sido todo por el momento, caballeros. Continuamos en navegación silenciosa. Avante un tercio a cincuenta revoluciones —ordenó el capitán Schäffer.

Durante los seis días siguientes el U-977 permaneció en la zona de patrulla sin divisar el más mínimo rastro del enemigo o de convoyes aliados. Al amanecer del séptimo día, el observador de puente dio la voz de alerta.

—Señor, se divisa un convoy a babor.

Schäffer observó a través de los prismáticos un convoy compuesto por una treintena de buques.

—Preparados torpedos uno al cuatro. Atentos, sala de máquinas. Avante a babor ciento siete grados.

El submarino enfiló proa hacia la cola del convoy, como si fuera un lobo acechando a la presa más débil de la manada.

—Tras de babor. Posición cincuenta. Distancia veintidós cero cero. Derechos al objetivo. Torpedos uno y dos preparados —ordenó el capitán.

—¡Objetivo enemigo fijado, señor! —gritó el torpedero jefe.

—Quince a estribor. Motores a doscientas revoluciones. Debemos abrir brecha al primer disparo —advirtió Schäffer a su segundo, Fiehn—. A contraviento, torpedos uno y dos. Nueva posición sesenta y tres. Mantengan rumbo.

—¡Todo listo, capitán! —volvieron a gritar desde la sala de torpedos.

—Torpedos uno y dos, dispuestos para disparar. Disparen uno. Fuego. Disparen dos. Fuego.

La expulsión de los dos proyectiles dejó una estela mientras las hélices los propulsaban hacia su objetivo.

—Lancen torpedo tres. Fuego. Torpedo cuatro. Fuego.

El observador giró su campo de visión con sus prismáticos y divisó entre las sombras la inequívoca imagen de la fina proa de un destructor que se acercaba a ellos a toda máquina.

—Rápido, rápido, inmersión, inmersión —gritó el capitán mientras evacuaban a toda velocidad el puente del submarino.

—Todos a proa, todos a proa —gritó el alférez Fiehn con el fin de aumentar el peso delantero de la nave para acelerar el descenso.

—Dejad de hacer ruido —ordenó Schäffer mientras observaba atentamente al operador de sonar.

—¿Y los torpedos?

—Hay que esperar. No puede faltar mucho… ciento diez, ciento veinte… —dijo tras mirar el cronómetro que sujetaba en la mano.

—¡Mierda de torpedos! Nunca funcionan bien.

—Ha sido una locura atacar con un destructor. No nos darán tregua. Se tomarán la revancha —susurró Fiehn.

El torpedo uno dio en el blanco en uno de los cargueros. El número dos también dio en el blanco de otro barco del convoy. El tres también impactó.

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