El Oro de Mefisto (28 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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Cuando lo tuvo completamente empapado, el agente volvió a hacerle la misma pregunta.

—Dime quién eres.

—Que te jodan —espetó Creutz.

Cummuta dio un paso atrás y, con todas sus fuerzas, descargó un potente golpe con el trapo húmedo en la garganta de Creutz. Este comenzó a toser mientras su rostro se ponía rojo por el golpe recibido en la nuez.

—Vamos, vamos, amigo, que no ha sido para tanto —dijo Cummuta mientras ayudaba a Creutz a respirar.

—Vete a tomar por culo, hijo de perra —profirió el agente de Odessa.

—¿Por qué estabais aquí?

—No me acuerdo —respondió Creutz.

Cummuta tiró el trapo húmedo al suelo y desenfundó su cuchillo. Después se lo clavó profundamente en el muslo izquierdo. Creutz no pudo controlar el dolor.

—Grita tranquilo, amigo. Aquí no te escuchará nadie.

—Hijo de puta. Hijo de puta… No te diré nada.

—Ya veremos —dijo Cummuta mientras giraba el cuchillo, aún insertado en el muslo de Creutz—. Quiero saber qué hacíais tú y tus amigos aquí en Dinamarca.

—No voy a decírtelo, maldito cerdo —respondió Creutz tras escupirle a la cara.

—Veremos si eres capaz de hablar con un solo ojo.

De un golpe seco, Cummuta sacó el cuchillo del muslo de Creutz y con la punta le extrajo el glóbulo ocular derecho de su propia cuenca. Aún con él colgando, el antiguo miembro del Einsatzgruppe de las SS se negaba a hablar.

—Debo reconocer que tienes valor, amigo, pero veremos si eres capaz de no responder cuando te corte un testículo.

Cummuta le cortó los pantalones y le agarró el escroto fuertemente.

—O me dices qué hacíais tus amigos y tú aquí, o te corto los testículos —amenazó Cummuta.

—Muérete, hijo de puta —respondió el SS.

De un certero tajo, la afilada punta del cuchillo rasgó la bolsa escrotal dejando los dos testículos del asesino de Odessa colgando sobre la madera de la silla. Creutz no paraba de gritar.

—Eso se cura, pero, si no me respondes, te voy a cortar los huevos y después te los meteré por el culo. ¿Me has oído? —gritó Cummuta mientras evitaba que su prisionero se desmayase agitándolo por los hombros.

—Está bien, está bien… Te lo diré, te lo diré —suplicó Creutz.

—Bien, amigo, soy todo oídos —respondió Cummuta sentándose en un banco de madera frente a él.

—¿Me dejarás vivir si te lo cuento?

—Te lo juro por Dios —respondió el yugoslavo.

—Se me ordenó traer hasta aquí unas órdenes selladas y entregárselas a un contacto aquí en Tønder…

—¿Quién te lo ordenó? ¿Quién era tu contacto aquí?

—Odessa… Odessa me lo ordenó —respondió Creutz.

—¿Quién es Odessa?

—Odessa es el poder, el nuevo poder que restablecerá el Cuarto Reich cuando acabe esta guerra que ya está perdida. Odessa está ayudando a escapar a los peces gordos de Europa hacia lugares más seguros al otro lado del Atlántico.

—¿Qué peces gordos? ¿Quiénes son?

—Los líderes del Reich y aquellos hombres y mujeres que formaban parte de su estructura de poder —respondió Creutz.

—¿Quién es el jefe de Odessa? ¿Quién era tu contacto aquí? ¿Acaso era ese jovencito francés?

A Creutz le sorprendió la información de la que disponía el agente de la Oficina de Servicios Estratégicos.

—Bormann, Martin Bormann es la cabeza de Odessa. Él ha organizado todo.

—¿Qué papel juega ese seminarista en todo esto?

—Él es el elegido.

—¿El elegido para qué? —preguntó Cummuta.

—Es el elegido por Odessa, aunque él todavía no lo sabe. Bormann y el mismísimo Führer lo escogieron —respondió Creutz.

—¿Cuál es su nombre?

—Lienart, August Lienart… —balbuceó Creutz.

—¿Cómo dices que se llama? —volvió a preguntar el agente de la OSS al mismo tiempo que le descargaba un violento puñetazo en la boca—. No te entiendo.

—¡Lienart! —gritó el SS.

—¿Qué misión era la que debían llevar a cabo aquí en Dinamarca?

—Una misión secreta. Un pez gordo iba a pasar por aquí en un avión rumbo a un lugar seguro.

—¿Qué pez gordo? —preguntó Cummuta.

—Alguien de Berlín…

—¿Quién? ¿Goebbels? ¿Göring? ¿Keitel? ¿Dönitz? ¿Quién…?

—No lo sé… Pero a estas horas ya estarán lejos. Mientras tú me golpeabas, Lienart se ha escapado con esos peces gordos en un avión. Ya no vas a poder encontrarlos —dijo Creutz lanzando una sonrisa burlona a Cummuta.

—El interrogatorio ha terminado —zanjó Cummuta mientras cortaba la manga izquierda de la chaqueta y la camisa de Creutz.

Cummuta levantó el brazo desnudo de Creutz, dejando a la vista su grupo sanguíneo, algo característico de los miembros de las SS.

—Eres de las SS. Asesino de mierda…

—¿Vas a entregarme? Entrégame, por favor. Si lo haces, me meterán en una prisión. Comeré caliente durante unos años y en poco tiempo me veré nuevamente en la calle y podré buscar a tu mujer y a tus hijos para divertirme —dijo Creutz mientras soltaba una risa chillona.

—No tengo esposa ni hijos, amigo, pero para proteger al resto de la humanidad de bazofia como tú, te ejecutaré yo mismo —declaró mientras derramaba por el suelo del sótano el alcohol que Jørgensen usaba para fabricar licor clandestino.

—¿Vas a soltarme? ¡Lo juraste por Dios! —gritó Creutz.

—Mentí —respondió el yugoslavo.

Cummuta encendió un cigarrillo, lo aspiró, y cuando el extremo alcanzó un rojo intenso, lo arrojó en el sótano. El alcohol derramado hizo el resto.

Horas después, el Arado Ar 34 pilotado por el capitán Ernest Baumgart y sus pasajeros, Adolf Hitler, Eva Braun, Ulrich Müller y August Lienart, tomaban tierra en un aeródromo cercano al puerto de Kristiansand. Un Mercedes negro sin ningún tipo de distintivo les esperaba a pie de pista. Sin pronunciar palabra, el chófer abrió la portezuela del avión y ayudó al Führer a salir del bombardero, seguido por la señora Hitler, Lienart y Müller.

—Aquí les dejo —dijo Baumgart—. Mi misión ha terminado.

—¿Qué piensa hacer usted ahora? —preguntó Lienart.

—Imagino que ya no nos queda mucho tiempo. Si lo desea, les espero para llevarlos donde quieran y después iré hasta Sola, al oeste de Noruega, para rendirme a los británicos. Prefiero caer en sus manos que en las de los bolcheviques.

—Me vendría muy bien si fuera capaz de llevarnos a Müller y a mí a algún punto de Francia. Desde allí, seré capaz de llegar hasta Suiza.

—De acuerdo, señor Lienart, les esperaré.

August Lienart corrió hacia el vehículo que les estaba esperando y el coche inició la marcha hacia la carretera de Oddernesveien. Tras atravesar el puente sobre el canal, giró a la izquierda para coger la Vestre Strandgate. Comenzó a ascender por una carretera zigzagueante hasta penetrar en un estrecho camino maderero que cortaba un pequeño y profundo bosque. Finalmente, el vehículo alcanzó una pequeña bahía, coronada por poderosos cañones costeros incrustados en búnkeres fuertemente protegidos por destacamentos de la Wehrmacht que se rendirían pocos días después.

El Mercedes se detuvo en la parte alta de un acantilado. Desde allí, una estrecha escalera de hormigón armado descendía hasta una minúscula playa de arena gris. Mientras bajaban, Lienart divisó un bote neumático con varios hombres que esperaba la llegada de los importantes viajeros.

Lienart fue el primero en pisar la arena y se dirigió hacia el grupo de marineros de la Kriegsmarine. Un oficial tocado con la tradicional gorra blanca de comandante de las unidades U-Boote, camisa de cuadros marrón y un grueso chaquetón salió a su paso.

—Buenos días. Soy el capitán Heinz Schäffer, comandante del U-977 —se presentó.

A Lienart le sorprendió ver colgada en su cuello la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.

—Me la impusieron por hundir buques civiles sin armas con las que defenderse y por no recoger supervivientes que perecían por el frío de las aguas —dijo Schäffer en tono sarcàstico mientras se la mostraba a Lienart—. Ahora, me gustaría saber cuáles son mis órdenes.

En ese momento, Müller llegó a la playa sujetando al poderoso visitante por un brazo para evitar que pudiese resbalar en los húmedos peldaños de la escalera cubiertos por el musgo.

Cuando Schäffer vio el rostro del recién llegado, gritó a sus hombres:

—¡Todos firmes!

Los militares juntaron sus tacones y levantaron el brazo.

—No es necesario el saludo. Bajen el brazo —les pidió Eva Braun.

—Mi Führer, todos los miembros de su ejército estábamos preocupados por usted. Nos dijeron que se había suicidado en la Cancillería de Berlín —dijo Schäffer mientras estrechaba la huesuda mano de Hitler entre las suyas, encallecidas y agrietadas por el efecto de la sal marina.

—No se preocupe, no se preocupe —repetía el Führer.

—Mi Führer, le llevaremos a bordo del U-977 y le pondremos a salvo.

Antes de dirigirse hacia la orilla, Hitler se dio la vuelta y estrechó la mano de Lienart.

—Joven, si se pierde la guerra, también se perderá el pueblo; no es necesario preocuparse por las bases que necesita el pueblo alemán para su elemental subsistencia. Al contrario, es mejor destruir incluso esas cosas. Porque ese pueblo ha demostrado ser el más débil, y al pueblo del este, más fuerte, es al que pertenece exclusivamente el futuro. Quienes aún sigan vivos después de ese combate serán los mediocres, porque los buenos habrán caído en la lucha.

No lo olvide nunca. Usted, en especial, no debe olvidarlo nunca. Cuando le vi por vez primera en el Berghof jugando con mi
Blondie
, reconocí en su mirada que usted formaría parte del destino del nuevo Reich.

—¿De qué nuevo Reich habla, mi Führer? —preguntó Lienart.

—Aún es pronto para entenderlo. Todavía es usted muy joven para entender la labor que tendrá que llevar a cabo en el futuro —respondió crípticamente Hitler—. Adiós, joven.

August Lienart vio en el hombre que había decretado las llamadas Orden de Nerón y Orden de la Bandera a un anciano derrotado envuelto en un gran abrigo que huía de una Europa devastada por su propia locura. La primera orden había consistido en destruir todas las instalaciones militares, de tráfico, industriales, de abastecimiento e incluso hospitalarias en todo el territorio del Reich, y la segunda, en fusilar a todos los habitantes de Berlín que habían colocado banderas blancas en las ventanas de sus casas.

Mientras miraba desde la playa cómo el bote iba alejándose con los tripulantes y el matrimonio Hitler, dio por finalizada la operación Ocaso de los Dioses, pero otras no menos importantes la seguirían. Esa misma noche, le comunicaría las buenas noticias a su padre. Ya era hora de regresar a Roma. Aún quedaba mucho trabajo que hacer y mucha gente a la que ayudar. Pero antes tenía que ver a su padre en Ginebra, tal y como le ordenaba en la carta que le había entregado Creutz en Tønder.

De Martin Bormann, verdadero arquitecto y cerebro de Odessa, nada más se supo durante mucho tiempo. Dos días después del supuesto suicidio de Adolf Hitler y Eva Braun en el búnker de la Cancillería, Bormann, acompañado del doctor Ludwig Stumpfegger, intentó abandonar la Ciudadela la noche del 2 de mayo. Las primeras informaciones aseguraban que ambos líderes nazis habían muerto en el puente Weidendammer, al norte de la ciudad, tras recibir el impacto de un proyectil soviético. Lo cierto era que Bormann había conseguido escapar del búnker y dirigirse hacia Berchtesgaden, la fortaleza alpina. El secretario del Führer sabía que las largas galerías existentes en las montañas de los alrededores del hogar alpino de Hitler resultarían más difíciles de alcanzar que nunca.

Ginebra

Después de su aventura por Dinamarca y Noruega, el joven August Lienart llegó a Ginebra, un verdadero oasis de calma y tranquilidad. Su padre le había reservado una confortable habitación en el hotel Beau Rivage. Tras su duro e incómodo viaje a bordo del Arado Ar 34, al mando del capitán Baumgart, su único deseo era poder darse una ducha de agua caliente y dormir sobre una almohada de plumas. Necesitaba reponer fuerzas después de haber podido cerrar con éxito la operación Ocaso de los Dioses.

—Buenos días, Herr Lienart —saludó el recepcionista—. Su padre le está esperando en el restaurante Le Chat-Botté.

—Dígale que lo veré a las seis de la tarde.

—Así se lo haré saber, señor —respondió el recepcionista mientras levantaba la mano para llamar la atención de uno de los botones—. Acompañe a Herr Lienart a su habitación.

Nada más entrar, sintió un olor a lilas, colocadas estratégicamente sobre la almohada. En el baño, aspiró la fragancia de los grandes jabones de color rosa que había sobre el lavabo de mármol. Olía a limpio. Entre tanta podredumbre que inundaba Europa, en esa pequeña estancia estaba aislado de todo aquello.

Durante las cuatro horas siguientes, el joven seminarista durmió tranquilamente hasta que unos pequeños golpes en la puerta le despertaron. Era la hora a la que había convenido que le avisaran.

Al abrir el armario, vio colgado un elegante traje azul, una camisa blanca perfectamente planchada y una corbata azul con lunares rojos, regalo de su madre cuando cumplió los dieciocho años. En la parte de abajo había unos pulcros y lustrosos zapatos negros. «Mi madre siempre tan clásica», pensó August mientras lanzaba una pequeña sonrisa. La añoraba. Estaba seguro de que para ella los últimos meses de la guerra no habían sido nada fáciles en aquella solitaria hacienda familiar. Pero era una mujer fuerte y sabía cuidarse. Estaba deseando volver a verla. Durante un momento, mientras echaba un vistazo a la edición de la
Tribune de Genève
, con las últimas noticias sobre la guerra, volvió a su mente el bello rostro de Elisabetta. Aún recordaba el largo paseo que habían dado por Roma. Para él, hacía ya demasiado tiempo. Sintió deseos de coger el teléfono y marcar el número de la casa de su amigo Bibbiena, pero se abstuvo. Era mejor esperar a verla en Roma. En esos momentos, a causa de su misión en Odessa, podía ponerla en peligro y nada más lejos de sus deseos.

Poco después descendió por la gran escalera hacia la planta principal del hotel. Se dirigió hacia el restaurante donde le esperaba su padre. Cuando entró, le llamó la atención la gran mesa central, decorada con exóticas plantas y una amplia gama de alimentos: desde ostras de las costas de Francia a caviar iraní, langostas del Atlántico y trufas vienesas. Estaba claro que la guerra no había afectado un ápice al modo de vida de los suizos.

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