El Oro de Mefisto (23 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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La luz que entraba por la ventana despertó a Lienart. Al moverse en la cama, sintió un fuerte dolor en el costado y lanzó un quejido.

—¿Ha pasado mala noche? —dijo una voz de mujer.

Lienart intentó recuperar el control.

—Ha dormido mucho. Ayer, cuando regresé a la habitación con el agua para limpiarle las heridas, estaba profundamente dormido y me dio pena despertarle.

—¿Qué hora es?

—Son las nueve de la mañana. Le he preparado café y conseguí un huevo en el mercado negro. ¿Lo prefiere frito o en tortilla?

—No quiero nada, muchas gracias, ni siquiera puedo mover la mandíbula. Me tengo que ir —dijo Lienart mientras intentaba levantarse de la cama. En ese momento descubrió que estaba en ropa interior—. ¿Donde está mi ropa? —preguntó, alertado.

—No se preocupe. No me he aprovechado de usted. Tan sólo le quité la ropa que llevaba para lavarla. En unas horas estará seca y remendada y podrá marcharse. Mientras tanto, puede permanecer en la cama quejándose o levantarse para tomar un café caliente y comer un huevo.

Lienart se levantó cubriéndose con la sábana remendada, como si de una capa se tratase.

—Tiene muy mala cara —le dijo Claire.

—Usted no tiene mejor cara que yo —respondió Lienart observando el pómulo derecho hinchado de la chica.

—Sí. Esos tipos saben cómo pegar a una mujer.

—¿Quiénes eran? Tenían pinta de extranjeros. Quizás americanos o ingleses.

—Son americanos, trabajan para el mercado negro de Roma. Muchos desertores yanquis se quedaron aquí tras la liberación y ahora se dedican a controlar el mercado negro. Es mucho más rentable que perseguir a los alemanes hasta su país o dedicarse a matarlos.

—¿Por qué le estaban pegando? —preguntó Lienart mientras intentaba meterse un trozo de pan en la dolorida boca.

—Según ellos, les debo dinero por una venta de carne enlatada, pero no es cierto. Esos tipos me entregaron varias latas de carne, pero cuando me dirigía a venderlas en el mercado negro, me asaltaron varios hombres que trabajan para ellos y me las robaron. De esta manera, consiguen hacer que trabajes para ellos hasta que devuelves el dinero del coste de lo perdido.

—¿Y cuánto dinero les debe?

—Unos doscientos dólares, pero no tengo esa cantidad.

—No se preocupe. Yo le daré ese dinero para que se lo entregue a ellos.

La joven se levantó indignada de la mesa.

—Oiga, no se lo tome a mal, pero creo que se ha equivocado de persona. Yo no pienso acostarme con usted por doscientos dólares, ¿me ha oído?

Lienart intentaba tranquilizarla mientras el sonido de su voz retumbaba en su dolorida cabeza.

—No, por favor. No me malinterprete. No tengo intención de acostarme con usted. Sólo quiero dejarle el dinero para que esos tipos la dejen tranquila. Nada más.

Lienart agarró la mano de Claire y la invitó a sentarse nuevamente en la mesa.

—Bueno, si es así, es otra cosa. Pero no, gracias. No puedo aceptar su dinero.

—¿Por qué no? —preguntó August.

—Porque entonces me vería obligada a tener que verle nuevamente para devolvérselo.

—No es necesario que me lo devuelva. Me conformo con no tener que encontrarme nuevamente con usted mientras la apalean esos dos tipos.

Claire y August se tocaron al mismo tiempo el rostro entumecido por los golpes de la noche anterior, provocando una sonrisa de complicidad entre ellos.

—¿Y qué hace en Roma? —preguntó la agente de la OSS.

—Estudiar.

—¿Estudiar para qué?

—Estoy preparándome para ser sacerdote.

—¡Oh! —exclamó Claire.

—Lo siento.

—¿Por qué debería sentirlo? En estos momentos que vivimos son más necesarios los sacerdotes que los artistas.

—¿Es que es usted artista?

—Sí, soy pintora. Estudiaba en la escuela de Bellas Artes de Roma hasta que empezó la guerra e impidió que pudiera terminar mis estudios. Después, me enamoré de un italiano que resultó que formaba parte de la Resistencia. Participó en el ataque de la Via Rasella contra una unidad de la Wehrmacht. Al día siguiente fueron detenidos trescientos treinta y cinco civiles y los llevaron a las Fosas Ardeatinas, a las afueras de Roma.

—¿Qué fue de él?

—Lo fusilaron. Era uno de los trescientos treinta y cinco rehenes.

—Lo siento mucho —dijo Lienart.

—No se preocupe. Muchos hemos perdido a seres queridos en esta maldita guerra. ¿Ha perdido usted a alguien?

—La verdad es que no. Mis padres viven en Francia y no tengo hermanos. Soy hijo único.

—¿De dónde son sus padres?

—Pertenezco a una familia de Sabarthés, en el sur de Francia, cerca de la frontera con España. Mi familia tiene allí propiedades.

—O sea, que pertenece a una familia rica… —dijo Claire para reírse de Lienart.

—Mis padres son ricos, pero yo no —se disculpó Lienart.

—Lo digo en broma. Mis padres vivían en Manchester. Tenían una ferretería en las afueras de la ciudad, hasta que la crisis y la guerra le obligaron a mi padre a cerrarla. Desde entonces sólo se dedicaba a beber y a pegar a mi madre. Un buen día cogió la puerta y ya no volvió. Espero que los nazis le diesen un buen tiro.

—Creo que debo irme, Laurette. Si me da mi ropa, podré marcharme. Le dejaré un sobre a su nombre con los doscientos dólares que debe a esos tipos en la recepción de la residencia de la Sapienza, en Corso del Renascimento esquina con Via degli Staderari.

—La conozco, pero no iré.

—¿Por qué no? Puedo ayudarla a quitarse a esos tipos de encima. Si vuelven a cogerla en un oscuro callejón, tal vez no tenga tanta suerte.

Claire se echó el pelo hacia atrás y lanzó una sonrisa a August.

—¿Quién ha salvado a quién? —dijo.

—Acaso usted a mí, pero tal vez la próxima vez no tenga tanta suerte. Acepte el dinero.

—Sólo si acepta cenar conmigo una noche.

—No puedo, lo siento. Tengo muchos deberes en la ciudad y no tengo tiempo para hacer vida social. Dentro de unos días debo viajar fuera de Roma.

—No es vida social. Es tan sólo una inocente cena conmigo, una inocente y solitaria artista inglesa en Roma. Sólo eso. ¿Va a ir a Francia?

—Sí, tengo que ver a mis padres —mintió Lienart.

Cuando se terminó de vestir, Claire le ayudó a colocarse la chaqueta; tenía el bolsillo roto a causa de la pelea. La joven se puso de puntillas y besó al seminarista en los labios.

—Tengo que irme —dijo Lienart algo incómodo mientras se acercaba a la puerta. Pero, antes de abandonar el piso de Claire, se dio la vuelta y añadió—: Tal vez acepte cenar con usted si acepta el dinero. Será un trato. —Y cerró la puerta.

La agente de la OSS acababa de establecer y asegurar el contacto. Lo que no sabía es que, en pocos días, August Lienart iba a formar parte de una de las más importantes operaciones llevadas a cabo por Odessa en tiempos de guerra: la llamada operación Götterdämmerung, Ocaso de los Dioses.

Cuando Lienart abandonó el piso, Claire hizo lo mismo y se dispuso a informar a sus superiores.

—Daniel, soy Claire.

—¿Tienes algo? —preguntó el jefe de operativos de la OSS.

—Al parecer, nuestro hombre viaja mucho. Se dispone a abandonar Roma en pocas horas. Tal vez esta misma noche.

—¿Sabes cuál es su destino?

—Francia, aunque no lo puedo asegurar.

—De acuerdo. Será mejor que regreses al piso franco.

—¿Es que no voy a realizar yo el seguimiento? —protestó Claire.

—No. Es mejor que permanezcas en Roma por si él contacta contigo. Debe saber dónde encontrarte.

—¿Y a quién pondrás para seguirle?

—A Nolan y a John —respondió Chisholm.

—¿No tienes miedo de que los reconozca al haberlos visto atacarme ayer por la noche?

—No creo que con esa oscuridad se fijase en ninguno de ellos. Los pondré tras el rastro de nuestro hombre para saber dónde va.

Antes de cortar la comunicación, Claire pidió instrucciones a Chisholm.

—Haz lo que te he dicho. Si desea contactar contigo, estoy seguro de que lo hará en cuanto regrese de su misterioso viaje. Hasta ese momento, disfruta de Roma.

—Por cierto, Daniel —dijo Claire antes de colgar el aparato—. Diles a Chilis y a Cummuta que les debo una. Ayer por la noche creo que disfrutaron mucho pegándome…

—Había que hacerlo lo más real posible. Tu hombre tenía que creer que era de verdad. Gracias a ello has conseguido contactar con él. Buenos días, Claire, y hasta la próxima conexión —dijo Chisholm.

Sentada en aquel locutorio, la agente de la OSS descubrió que Chisholm no se fiaba de ella después del fiasco en Hilzingen.

Búnker de la Cancillería, Berlín

Desde el 16 de abril, la capital del Reich se había convertido en el objetivo de veinte mil cañones del Ejército Rojo bombardeando una cabeza de puente al este de la ciudad. Cada mañana, comandos de refresco formados por ancianos y niños reforzaban las barreras de defensa cavando fosos antitanques o levantando rudimentarias barreras con el fin de detener a los tanques rusos.

Cada día, Berlín iba convirtiéndose un poco más en una ciudad en ruinas, igual que su Führer. Aunque no padecía ninguna enfermedad, Hitler se había convertido físicamente en una verdadera ruina. Un trabajo incesante, el desvanecimiento de todas sus esperanzas, las drogas de las que abusaba y, sobre todo, la violencia de su temperamento desencadenada por las desgracias que se iban acumulando a su alrededor redujeron al conquistador de antaño al estado de un muñeco, un espectro demacrado y temblequeante.

En sus últimos días, Hitler se asemejaba a una cruel divinidad que gozaba ante la mirada de las ruinas de sus propios templos. Como un antiguo héroe wagneriano, pretendía bajar a la tumba rodeado de sacrificios humanos. Hacía pocos días que había celebrado su cincuenta y seis cumpleaños, rodeado de Eva Braun, la familia Goebbels y su fiel secretario, Martin Bormann.

El cuartel general de Hitler estaba instalado en la amplia Cancillería del Reich, un inmenso y colosal monumento que el Führer había hecho construir para demostrar el orgullo y el poder alemanes. Las antaño enormes salas, con sus losas de pórfido y mármol, sus pesadas puertas de maderas nobles y bronce y sus múltiples arañas de cristal de Bohemia, se mezclaban ahora con las ruinas aplastadas por las explosiones o quemadas por las bombas incendiarias.

Quince metros bajo la antigua Cancillería, a la altura del jardín, se había construido un gran refugio durante la guerra. Se llegaba a él por una escalera que conducía a los sótanos. Al final de la escalera había un reducido espacio, cerrado por tres puertas impenetrables al aire y al agua.

Una daba acceso a una antecocina; la segunda desembocaba en el jardín del Ministerio de Asuntos Exteriores; y la tercera daba acceso al refugio. El búnker tenía dos secciones. La primera contaba con doce habitaciones, seis a cada lado de un largo pasillo central. Allí se alojaba el personal de servicio.

En aquel laberinto subterráneo, los pequeños habitáculos desprendían un fuerte olor a cerrado, a gasóleo, a botas de cuero mojadas y a sudor. En algunos rincones incluso se podía percibir el característico olor a desinfectante.

En aquellos refugios, a veces apenas consolidados, vivían los hombres y mujeres que habían seguido al Führer desde hacía años. Entre sus más estrechos colaboradores se encontraban Nikolaus von Below, Otto Günsche y el general Wilhelm Burgdorf, edecán de Hitler por parte de la Wehrmacht. También se alojaban en el búnker Martin Bormann y su consejero, Wilhelm Zander. Más allá estaban las habitaciones de las cuatro secretarias de Hitler: Christa Schröeder, Johanna Wolf, Gerda Christian y Traudl Junge. Justo al lado se encontraba el dormitorio del general de división SS Hermann Fegelein, el enlace con Himmler, que hacía poco tiempo se había casado con Gretl, la hermana de Eva Braun.

La siguiente sección estaba ocupada por el sucesor de Heinz Guderian, Hans Krebs, el último jefe del Estado Mayor General de la Wehrmacht y su ayudante de campo. Siguiendo el mismo corredor, estaba la habitación del vicealmirante Hans Voss, el piloto de Hitler Hans Baur, el segundo piloto Georg Betz y, finalmente, el cuartel general de Wilhelm Mohnke, responsable de la defensa de la ciudad.

El resto de estancias estaban ocupadas por telegrafistas, comunicaciones, cartógrafos y miembros del personal civil de la Cancillería. En las últimas habitaciones, más alejadas, había un gran quirófano, un consultorio médico, una cantina, los garajes y, encima de éstos, las habitaciones de los chóferes, entre ellas la del propio chófer del Führer, Erich Kempka.

Eva Braun se encontraba también en el búnker desde finales de marzo, en contra de la opinión de Hitler, pero los tentáculos de Odessa eran ya demasiado poderosos a esas alturas de la guerra como para detener una operación por la opinión del Führer. Edmund Lienart había dado órdenes muy explícitas para conseguir que ambos permaneciesen en el mismo lugar y al mismo tiempo, con el fin de ser evacuados en caso necesario. Hasta esa semana, Eva Braun había permanecido en el Obersalzberg. Bormann había intentado convencer a Hitler para que abandonara Berlín, pero se había negado en reiteradas ocasiones, así que Lienart ordenó que Braun fuera enviada a Berlín.

—Es más sencillo evacuar al Führer desde Berlín si está Eva Braun a su lado que si ésta está a cientos de kilómetros de allí, en Berchtesgaden —dijo a Bormann.

El 20 de abril, cuando Hitler cumplió cincuenta y seis años, se hundió el frente. Las primeras líneas de vanguardia de los tanques soviéticos llegaban ya a las afueras de la capital. Aquella tarde fue tal vez la última que Hitler vio reunidos en una misma sala a sus más estrechos colaboradores. El día 21, los soviéticos comenzaron a penetrar en el Gran Berlín. A esas horas, Himmler, Göring, Dönitz y Kaltembrunner se habían ido ya. Las ratas más gordas comenzaban a huir del barco. Hitler, en cambio, estaba dispuesto a perecer en Berlín como si de un Valhalla particular y privado se tratase.

Para aquel entonces, las primeras líneas soviéticas se habían juntado ya en la Kantstrasse, dejando la línea de frente discurriendo entre Zehlendorf y Neukölln, mientras en el norte caían Tegl y Reinickendorf. Los soviéticos concentraban ahora sus esfuerzos en conquistar los aeropuertos de la ciudad, Tempelhof y Gatow, para evitar la huida de los máximos líderes del nazismo.

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