El orígen del mal (4 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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Kasdan apagó la luz interior. Cogió de la guantera un bolígrafo linterna Searchlight, unos guantes de cirujano y un fragmento de radiografía. Salió del coche. Lo cerró con llave al tiempo que examinaba la carrocería. Rascó con cuidado un minúsculo excremento de pájaro y contempló el vehículo con satisfacción. Cinco años cuidando celosamente el Volvo familiar que se había regalado al jubilarse. Impecable.

Bajó a pie por la avenue Reille en dirección a la rue Gazan; bordeaba las rejas del parque y respiraba la atmósfera particular de ese barrio en los confines del distrito 14. Calma. Silencio. De no ser por el lejano rumor del boulevard Jourdan, uno podía llegar a pensar que se hallaba en una ciudad de provincias.

La calidez del aire era inquietante para un 22 de diciembre. Esa calidez inexplicable que, aquel año 2006, ponía los pelos de punta a todo el mundo porque anunciaba, a corto o largo plazo, el fin del mundo.

Aquel pensamiento le llevó a otro. Pensó en las generaciones futuras. En su hijo David, del que no sabía nada desde hacía dos años: desde la muerte de Nariné, su mujer. Dolor de estómago. ¿Dónde estaba David? ¿Seguía en Erevan, en la República de Armenia? Cuando se fue, le había anunciado que iba a «comerse Armenia». Como si generaciones de invasores no hubieran hecho eso mismo antes que él…

El ardor de estómago se transformó en ira. Le habían robado todo: su familia y, con ella, la posibilidad de protegerla, esa misión que había constituido el eje de su existencia durante casi treinta años. Había deseado que su rabia se volviera contra el cielo, el destino, pero en el fondo se había vuelto contra sí mismo. ¿Cómo había permitido que su hijo se marchara? ¿Cómo había permitido que el orgullo, la ira, la testarudez se alzaran entre ambos? Lo había sacrificado todo por ese crío y una bronca, una sola, había bastado para romper los puentes entre ellos.

La rue Gazan desemboca en la avenue Reille. El 15-17 quedaba un poco más arriba a la derecha. Uno de esos lamentables bloques de los años sesenta que basta mirarlos para deprimirse. Fachada con revestimiento beis. Ventanales mugrientos por la contaminación. Balcones sucios con rejas propias de una cárcel. Sin duda, el chileno había conseguido aquella vivienda de protección oficial gracias a su estatus de refugiado político.

Kasdan utilizó su llave maestra y entró en el vestíbulo. Penumbra. Imitación de mármol. Puertas acristaladas. El armenio había vivido varios años en un edificio de ese tipo. Construcciones que eran a la vivienda lo que la formica es a la madera. Falso, imitación vulgar, aséptico, donde las existencias se suceden y se asemejan sin dejar huella.

Se acercó a los buzones y vio una lista en la que se indicaba el nombre de los inquilinos y su apartamento. Goetz vivía en la segunda planta, apartamento 204. Kasdan subió la escalera en silencio, luego inspeccionó el pasillo. Nadie. Solo se oía una televisión, amortiguada por un tabique. Avanzó hasta el 204. Una puerta de contrachapado marrón, barnizada, con las bisagras flojas. La cerradura hacía juego con el resto. Una «dos puntos» que no sería un problema. La puerta no estaba precintada. Los policías todavía no habían llegado. A menos que Vernoux hubiera pasado por allí rápido y discreto. Seguramente había encontrado las llaves en los bolsillos de Goetz…

Kasdan pegó la oreja a la pared. Ningún ruido. Sacó la radiografía que llevaba enrollada en el bolsillo y la deslizó entre la puerta y el marco. La puerta no estaba cerrada con llave; Goetz no desconfiaba. Kasdan realizó un movimiento de arriba abajo, seco y rápido, mientras empujaba la puerta con el hombro. En pocos segundos estaba dentro.

No había dado un paso en el vestíbulo cuando se oyó un ruido en el apartamento.

El sonido de una puerta vidriera al abrirse.

—¡Alto! —gritó—. ¡Policía! —Y se lanzó a la carrera por el pasillo.

Con el mismo movimiento, su mano aferró la nada: no llevaba arma. Se golpeó contra un mueble, soltó un taco, siguió avanzando, lanzando miradas inseguras hacia las habitaciones que atravesaba y que solo le devolvían su propia oscuridad.

Al final del pasillo encontró el salón.

Puerta vidriera abierta: la cortina flotaba en la penumbra.

Kasdan se asomó al balcón.

Un hombre corría junto a la reja del parque.

El armenio no comprendía cómo ese tío había podido saltar desde una altura de dos pisos. Luego vio la camioneta que estaba aparcada justo debajo del balcón. En el techo del vehículo se veía la marca del impacto. Sin pensar, Kasdan pasó por encima de la baranda y saltó.

Rebotó en la chapa, rodó sobre el costado, se agarró torpemente a la baca de la camioneta y cayó deslizándose a lo largo de la puerta. Una vez tuvo los pies en el suelo, tardó unos segundos en orientarse: la calle, los edificios, la silueta —una mochila bamboleándose sobre sus hombros— que corría y giraba ya a la izquierda, por la avenue Reille.

Kasdan se puso rojo de furia.

—¡Jodido pajarraco!

Corrió a paso de carga. Su disciplina cotidiana —footing todas las mañanas, pesas y un régimen alimentario estricto— por fin iba a servirle de algo.

Avenue Reille.

La sombra corría doscientos metros por delante. En la oscuridad de la noche, parecía una figura descoyuntada, los brazos se movían en todas direcciones, la mochila trotaba desacompasada con la carrera. El fugitivo parecía joven. Se intuía el pánico en su cadencia irregular. Por el contrario, Kasdan sentía que su cuerpo llevaba un impulso perfecto, ganaba fuerza a medida que entraba en calor. Iba a capturar a ese hijo de puta.

El títere cruzó la avenue René-Coty sin girar a la derecha, en dirección a Denfert-Rochereau —Kasdan habría apostado que seguiría por ahí— y continuó recto por la acera de la derecha, frente a los depósitos de agua de Montsouris. Kasdan también atravesó la avenida. Ganaba terreno. Más de cien metros. Los pasos de los dos corredores resonaban en la calle oscura, rebotaban contra el muro ciego del inmenso edificio, una especie de gigantesco templo maya de paredes inclinadas.

Cincuenta metros. Kasdan mantenía el ritmo. Pero debía capturar a ese hombre lo antes posible. Unos minutos más y le faltaría la fuerza suficiente para saltar y tirarlo al suelo. Además, sentía que el fugitivo conocía el barrio. No se había adentrado en aquella arteria por casualidad. Tenía un plan. ¿Un coche?

Como respuesta, el fugitivo atravesó la avenida y se dirigió hacia el poste de una parada de autobús. Se agarró al panel que indicaba el itinerario, tomó impulso y se alzó, luego puso la otra mano sobre el panel del extremo superior. Encajó el pie en el primer panel, se lanzó y consiguió atrapar el borde del muro del depósito. De torpe, el tío había pasado a ser de lo más ágil. Rodó sobre el costado, se levantó y volvió a echar a correr haciendo equilibrios sobre la cresta del muro. Toda la operación no le había llevado ni cinco segundos.

Kasdan no se veía intentando esa proeza. Además, ni el poste ni el panel resistirían sus ciento diez kilos. Demasiado tarde para encontrar otra solución. Cruzó la calzada. Se agarró al panel más alto. Dio un salto y se alzó. El panel cedió, pero su otra mano ya había atrapado el canto del muro. Se aferró a la piedra, posó un codo, hizo un giro y rodó a su vez, pesadamente. Tosió, escupió, se levantó. Entre dos latidos cardíacos, la sensación de orgullo. Lo había conseguido.

Alzó la vista. La presa corría por la cresta de la loma, su silueta se recortaba claramente contra el lienzo de la noche. Una imagen cinematográfica. Digna, una vez más, de las viejas películas de Hitchcock. La sombra corriendo por el cielo, enmarcada por las dos farolas de cerámica que brillaban bajo la luna.

Sin pensarlo, Kasdan imitó al fugitivo: subió los escalones de piedra, luego se lanzó a la barandilla de hierro de la escalera exterior, que permitía acceder al techo plano de la pirámide. Hecho polvo, sin aliento, el armenio alcanzó la cima.

Lo que vio acabó de cortarle la respiración.

Tres hectáreas de hierba, un auténtico campo de fútbol suspendido sobre París. Abajo, las luces de las calles creaban a su alrededor un halo irreal que transformaba el templo maya en una nave espacial luminiscente.

Y siempre, al ras de esta superficie, la sombra que corría, verdadera saeta metafísica, resumiendo en sí misma la soledad del hombre en el universo. Kasdan, con la sangre agolpada en la cabeza y los pulmones en llamas, se permitió otra comparación estética. La escena recordaba a un cuadro de De Chirico. Paisaje vacío. Líneas infinitas. Omnipresencia de la nada.

Echó a correr, jadeante, al borde del desmayo. Ahora sentía una punzada en el abdomen y le dolían las rodillas. Atravesó la inmensa superficie, espejo de la noche, sintiendo la blandura del césped bajo sus pies. El hombrecillo seguía corriendo delante de él…

De pronto, el tipo se detuvo. Un hongo de vidrio surgía del suelo. Se agachó, levantó un panel, provocando el reflejo de un rayo de luna, y luego desapareció.

Se había zambullido en los depósitos de agua de Montsouris.

6

El armenio llegó hasta el tragaluz, que había quedado abierto. Una confirmación: el fugitivo conocía aquel lugar. Había logrado abrir esa trampilla vidriada en un tiempo récord. ¿Tenía las llaves? Aquello era delirante. Con la mano apoyada en el costado, donde sentía la punzada, Kasdan bajó por la escalera que descendía directamente hacia las tinieblas.

Espiral. Barandilla de hierro. Y ya, la humedad. Cuando llegó al final de los escalones se quedó quieto, esperó a que el lugar se revelara, se materializara en la penumbra. Sabía dónde se encontraba. Había visto un documental en la tele sobre esos depósitos. Un tercio del agua potable de los parisinos estaba almacenada ahí: dos millares de hectolitros de agua de manantial, desviados de varios ríos, depositados al abrigo del calor y de las impurezas, a la espera de que los parisinos los utilizaran para beber, asearse, lavar los platos…

Kasdan esperaba ver cisternas, estanques protegidos. Pero el agua estaba ahí, a sus pies, al descubierto. Una inmensa superficie verde sembrada de cientos de columnas rojas apenas visibles en la oscuridad. A esa hora de la noche, había marea alta. No era precisamente el momento de darse una ducha. Sacó su linterna y enfocó la superficie. En el fondo del agua distinguió unos números inscritos al pie de las columnas, cual antiguos mosaicos sepultados. E34, E38, E42…

Kasdan aguzó el oído. Ningún ruido al fondo del antro, salvo algunos chapoteos de una resonancia indecible, profunda, acuática. ¿Dónde estaba el fugitivo? Lejos, después de haber tomado un pasaje que él no podía adivinar, o al contrario, muy cerca, agazapado en un nicho que no tardaría en descubrir…

Paseó el haz de la linterna para ver mejor el panorama. Se hallaba en una crujía que se abría por ambos lados a un pasillo abovedado. Se decidió por la derecha y se sumergió en la estrecha galería. Las paredes rezumaban agua. El suelo estaba salpicado de charcos. De vez en cuando, a la izquierda, el muro era más bajo y dejaba a la vista los estanques. Masa líquida de tonos verdes, límpida, inmóvil. Los pilares se unían mediante arcos, dibujando múltiples ojivas, al estilo de un monasterio románico. Los colores, el verde del agua, el rojo de las columnas, evocaban incluso motivos árabes, los vivos tonos de los esmaltes. Una Alhambra para trogloditas.

Su linterna descubrió algo. El muro de la izquierda estaba atravesado por acuarios excavados en la piedra. En el interior, vio truchas que iban y venían por encima de un lecho de grava. El ex policía recordó el reportaje. Antiguamente, esas truchas estaban en las aguas para comprobar su grado de pureza. A la menor señal de contaminación, los peces morían. En la actualidad, los encargados de las instalaciones del agua contaban con otros métodos de vigilancia, pero las truchas seguían allí. Sin duda para crear ambiente.

Todo seguía en silencio. Acabaría perdiéndose en ese dédalo. Se le ocurrió otra comparación. El laberinto del Minotauro. Versión acuática. Imaginó un monstruo marino acosando a sus víctimas, extenuándolas en aquel oleaje inmóvil.

Una tos.

El ruido fue tan breve, tan inesperado, que Kasdan creyó que lo había soñado. Apagó la linterna. El frío se le metía en los huesos y, curiosamente, lo agradeció. Su cuerpo se calmaba a medida que pasaban los minutos.

De nuevo, la tos.

El hombre estaba escondido en alguna parte, tiritando. Kasdan reinició la marcha, a ciegas, levantando los pies al máximo. El ruido había resonado solo a unas decenas de metros.

La tos, otra vez.

Solo unos pasos.

Kasdan sonrió. Esa tos frágil, enfermiza, implicaba una debilidad en el adversario. Una vulnerabilidad que se ajustaba bien con la silueta que había visto correr junto a la reja.

—Sal de tu agujero —dijo con su voz más tranquilizadora—. No te haré daño.

Silencio. Chapoteo. Sus pies se hundían en el barro. El olor a sótano inundado le irritaba las fosas nasales.

Kasdan cambió de tono.

—¡Sal de ahí! Estoy armado.

Nada todavía, luego:

—Aquí…

Kasdan encendió la linterna y la dirigió hacia la voz. Bajo una bóveda agrietada había un hombre hecho un ovillo. El armenio apuntó el haz de luz hacia el tipo para reforzar su amenaza. El tipo se acurrucó en el nicho. Kasdan oía el castañeteo de sus dientes. Más que frío, miedo. Lentamente, paseando el haz desde el rostro hasta los hombros, desde los hombros hasta los pies, observó con detalle a su presa arrinconada.

Un indio.

Un muchacho de tez oscura y cabellos más oscuros aún.

Salvo que los ojos del chaval eran verdes. El iris tenía una luminosidad casi artificial, como si llevara lentillas. Una transparencia como la del gran estanque que tenían a su espalda. Kasdan pensó en esos mestizos de criollo y holandés que uno encuentra en ciertas islas del Caribe.

—¿Quién eres?

—No me haga daño…

Kasdan lo cogió y lo sacó de su escondite. Le bastó un solo movimiento para ponerlo en pie. Empapado, pesaba sesenta kilos, no más.

—¿QUIÉN ERES?

—Me llamo… —Una tos lo interrumpió, luego prosiguió—: Me llamo Naseerudin Sarakramahata. Pero todo el mundo me llama Naseer.

—No me sorprende. ¿De dónde eres?

—De isla Mauricio.

El exotismo seguía. Un poli armenio interrogaba a un mauriciano sobre un director de coros chileno. Aquello ya no era una investigación sino una
world kitchen.

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