El orígen del mal (2 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—Goetz… —repitió Vernoux en tono dubitativo—. Tampoco es que suene muy chileno…

—Es alemán —intervino Kasdan—. Buena parte de la población chilena es de origen germánico.

El policía frunció las cejas.

—¿Nazis?

—No —respondió Sarkis sonriendo—, creo que la familia de Goetz se instaló en Chile a principios del siglo XX.

El capitán golpeteaba su libreta con el rotulador.

—Eso me parece poco claro. Chilenos, armenios, ¿qué tienen en común?

—La música —respondió Sarkis.

—La música y el exilio —agregó Kasdan—. Los armenios comprendemos a los refugiados. Wilhelm era socialista. Había sufrido la opresión del régimen de Pinochet. En nosotros encontró una nueva familia.

Vernoux volvió a sus notas. Daba la impresión de que todo aquello le parecía un lío horroroso. Sin embargo, Kasdan presentía que el hombre quería hacerse cargo de esa investigación.

—¿Cuál era su situación familiar en París?

—Ni mujer ni hijos, creo… —Sarkis pareció reflexionar—. Wilhelm era un hombre reservado. Muy discreto.

En su interior, Kasdan intentó dibujar un retrato del chileno. El hombre iba a tocar el órgano dos domingos al mes, durante la misa, y todos los miércoles dirigía los ensayos del coro. No tenía amigos en el seno de la administración de la catedral. En los sesenta, delgaducho, modales discretos. Un fantasma que bordeaba los muros, destrozado sin duda por el calvario del pasado.

El armenio se concentró en las palabras de Vernoux, que preguntaba:

—¿Alguien le guardaba rencor?

—No —dijo Sarkis—, no lo creo.

—¿Algún problema político? ¿Antiguos enemigos en Chile?

—El golpe de Estado de Pinochet fue en 1973. Goetz llegó a Francia en los años ochenta. Hay prescripción, ¿no? Por otra parte, la junta militar hace años que ya no gobierna Chile. Y Pinochet acaba de morir. Todo eso es agua pasada.

Vernoux seguía escribiendo. Kasdan evaluó las posibilidades que el policía tenía de conservar el caso. A priori, el fiscal lo transferiría a la Brigada Criminal, salvo que Vernoux lo persuadiera de que tenía elementos sólidos y que podía resolver la investigación rápidamente. Kasdan apostó por aquella versión. En todo caso, eso esperaba. Ese tío cachas sería más fácil de manejar que sus antiguos colegas de la Criminal.

—¿Por qué estaba aquí? —prosiguió el capitán—. Quiero decir solo, en la iglesia.

—Llegaba antes de hora, todos los miércoles —explicó Sarkis—. Tocaba el órgano mientras esperaba a los niños. Yo iba a saludarlo entonces. Eso es lo que he hecho hoy…

—¿A qué hora exactamente?

—A las cuatro y cuarto. Lo he descubierto allí arriba. He avisado inmediatamente a Lionel, que es ex policía. Supongo que se lo ha dicho. Luego los he llamado a ustedes.

De pronto, Kasdan comprendió la situación. Cuando Sarkis había descubierto el cadáver, el asesino tal vez estaba todavía en la tribuna. Se había dado a la fuga mientras el religioso había ido a buscarlo. No se habían cruzado en la escalera de piedra por cuestión de segundos.

Vernoux se volvió hacia Kasdan.

—¿Y qué estaba haciendo usted en la administración?

—Dirijo varias asociaciones vinculadas con la parroquia. Preparamos ciertos acontecimientos para el próximo año. 2007 es el año de Armenia en Francia.

—¿Qué acontecimientos?

—Ahora mismo estamos organizando el viaje a Francia de unos chicos armenios que aprenden francés, con motivo de la fiesta de beneficencia de Charles Aznavour en el Palais Garnier, el próximo mes de febrero. Los llamamos los «jóvenes embajadores», y…

Su móvil sonó.

—¿Diga?

—Soy Méndez.

—¿Dónde estás?

—¿Tú qué crees?

—Voy enseguida.

Kasdan se disculpó ante Sarkis y Vernoux y se escabulló por la pequeña puerta que daba acceso a la nave. Ricardo Méndez era uno de los mejores forenses del IMF, el Instituto Médico Forense. Un viejo veterano originario de Cuba. En la BC todo el mundo lo llamaba «Méndez-France».

El forense bajaba la escalera cuando Kasdan llegó a la entrada principal, iluminada con cirios. Los dos hombres se saludaron. Sin efusividad.

—¿Qué puedes decirme? —preguntó Kasdan—. ¿Cómo ha muerto?

—Ni idea.

Méndez era un hombre achaparrado y arrugado; llevaba un impermeable beis. Su rostro tenía el color de un puro; su pelo, el de la ceniza. Llevaba siempre una vieja cartera de maestro bajo el brazo, como un profesor que llega tarde a clase.

—¿No hay heridas?

—Nada a la vista de momento. Hay que esperar la autopsia. Pero en principio ninguna herida, no. Ni desgarrones en la ropa.

—¿Y sangre?

—Hay sangre, pero no hay herida.

—¿Cómo lo explicas?

—En mi opinión, proviene de un orificio natural. Boca, nariz, oídos. O, si no, de una herida en el cuero cabelludo. Esa región suelta lo suyo. Pero de momento no he constatado nada.

—¿Podría haber muerto por causas naturales? Me refiero a una enfermedad, un ataque…

—No te preocupes. —El cubano soltó una risa burlona—. A ese tío se lo han cepillado. Ninguna duda en ese sentido. Pero para entender cómo ha ocurrido, tengo que ponerle las manos encima, por así decir. Sabré más esta noche.

Méndez hablaba con un ligero ceceo que le daba el aire de un personaje de zarzuela.

—No puedo esperar —dijo Kasdan—. Dentro de unas horas se me escapará el caso. ¿Comprendes?

—Claro que sí. Ni siquiera sé por qué hablo contigo…

—¡Porque aquí estoy en mi casa y un hijo de puta ha profanado la iglesia de mis padres!

—Cuando el cuerpo sea trasladado al depósito de cadáveres, ya no estaremos en tu casa, cariño. Solo serás un poli jubilado que no deja de dar el coñazo a todo el mundo con sus preguntas.

—¿Me pasarás lo que encuentres?

—Llámame. Pero no cuentes con una copia del informe. Un par de pistas. Nada más.

El cubano se llevó el índice cerca de la sien —el saludo del cowboy— y salió al tiempo que cerraba su cartera. Kasdan observó la nave que centelleaba bajo la luz de los proyectores. Los cuatro arcos que enmarcaban la sala, el baldaquino que cobijaba el retrato de la Virgen. Todos los domingos asistía allí a una misa de más de dos horas llena de cánticos y de incienso. Ese lugar era para él como una segunda piel que le ofrecía una calidez y una solidaridad incorruptibles. Los ritos. Las voces. Los rostros familiares. Y la sangre de Armenia que corría por sus venas.

Pasos en la escalera. Hugues Puyferrat bajaba; se quitó la capucha de un tirón. El armenio intuyó que tenía algo.

—La huella de un zapato —confirmó el técnico—. Entre las salpicaduras de sangre. Detrás de los tubos del órgano.

—¿El asesino?

—Más bien un testigo. El zapato es del treinta y seis. O el asesino es un enano, o, y eso es lo que creo, la huella es de uno de los críos del coro, que lo ha visto todo.

El rumor de los niños en el patio volvió al primer plano en la mente de Kasdan. Imaginó la escena. Un chaval sube a ver a Goetz. Sorprende el enfrentamiento entre el organista y su asesino. Se esconde detrás de los tubos y luego vuelve a bajar sin decir nada, en estado de shock.

Kasdan cogió su móvil y llamó a Hohvannès, el sacristán.

—Soy Kasdan. ¿Los chicos siguen ahí?

—Hay varios a punto de marcharse. Sus padres han llegado.

—Cambio de programa. Ningún crío abandonará la iglesia antes de que lo haya interrogado. Ninguno, ¿entendido?

Colgó y fijó sus ojos en las pupilas de Puyferrat.

—¿Puedes hacerme un favor?

—No.

—Gracias. No le digas nada a Vernoux, el tío de la DPJ. Me refiero a ahora.

—Voy a redactar mi informe.

—De acuerdo. Pero Vernoux se enterará del asunto de la huella cuando tú le entregues el informe. Eso me da dos o tres horas de ventaja. Puedes hacerlo, ¿no?

—Tendrá el informe antes de medianoche.

3

—¿Cómo te llamas?

—Benjamin. Benjamin Zarimanian.

—¿Qué edad tienes?

—Doce años.

—¿Dónde vives?

—En el 84 de la rue du Commerce, en el distrito 15.

Kasdan anotó los datos. Puyferrat le había dado la información complementaria. Según él, las huellas de las pisadas correspondían a unas zapatillas de la marca Converse. El técnico había añadido: «Las mismas que llevo yo ahora». Kasdan había pedido a Hohvannès que encontrara al crío que llevaba esas bambas. El sacristán había vuelto con siete niños, todos con esas zapatillas bicolor. Al parecer, era la moda del año 2006.

—¿Qué curso haces?

—Primero.

—¿En qué instituto?

—Victor-Duruy.

—¿Cantas en el coro?

Breve asentimiento con la cabeza. Era el tercer chaval al que interrogaba y solo había conseguido monosílabos alternados con silencios. Kasdan no esperaba un testimonio espontáneo. Confiaba en percibir cierta turbación, las señales de un trauma en el testigo del crimen. Por el momento no había encontrado nada.

—¿Cuál es tu tesitura?

—¿Mi qué?

—Tu sitio en el coro.

—Soprano.

Kasdan agregó aquel dato a la ficha. No tenía nada que ver con el asesinato, pero en esa etapa cada detalle debía anotarse.

—¿Qué estáis ensayando?

—Una cosa para Navidad.

—¿Qué cosa?

—Un
Ave
María.

—¿Es un canto armenio?

—No. Creo que es de Schubert.

Sarkis debía de haber autorizado ese desvío de la ortodoxia, y eso no le gustó. Todo se perdía.

—Aparte del canto, ¿tocas algún instrumento?

—Piano.

—¿Te gusta?

—No mucho, no.

—¿Qué te gusta?

Nuevo encogimiento de hombros. Estaban sentados en la cocina, debajo de las oficinas de la parroquia. Los otros niños esperaban al lado, en la biblioteca. El armenio pasó a la cronología de los hechos.

—¿Dónde has estado después del catecismo?

—En el patio. Jugando.

—¿A qué?

—Al fútbol. Tenemos un balón.

—¿No has entrado en la iglesia?

—No.

—¿No has subido a ver al señor Goetz?

—No.

—¿Seguro?

—No soy un pelota.

El crío había dicho eso con voz ronca, extrañamente grave para su edad. Vestía camisa blanca, jersey
jacquard
y pantalón de pana; era una cabeza más bajo que los otros. Las gruesas gafas contribuían a catalogarlo definitivamente como un «niño de mamá». Sin embargo, se percibía en él una sorda rebelión, una voluntad de romper esa imagen. No cesaba de removerse dentro del jersey, como si tuviera la piel llena de picaduras.

—¿Qué número calzas?

—No sé. Creo que el treinta y seis.

Tal vez debería haber seguido otro método. Conseguir todos los pares de Converse. Marcarlos. Numerarlos. Llevarlos al laboratorio científico para que los analizaran. Pero la operación no era fiable: el chaval, aterrorizado, podía haber lavado las bambas. Y, sobre todo, él no tenía autoridad para iniciar semejante procedimiento.

—Vale —concluyó—. Puedes irte.

El chico desapareció. Kasdan echó un vistazo a su lista. El primero, Brian Zarossian, había sido el más comunicativo. Un muchachito tranquilo de nueve años de edad. Al final del interrogatorio, Kasdan había anotado en su ficha: «No». El segundo, David Davtian, once años, había sido duro de pelar. Macizo, frente ancha, cabello negro casi al rape. Había respondido a las preguntas de Kasdan con onomatopeyas. Pero sin la menor señal de turbación. «No.»

Llamaron. El cuarto chaval entró. Silueta espigada, pelo alborotado. Parka estrecha y negra; camisa blanca cuyo cuello dibujaba dos pálidas alas bajo los hombros. Parecía el líder de un grupo de rock.

David Simonian. Doce años. 27, rue d’Assaz, distrito 6. En primero, instituto Montaigne. Contralto. 37.

—¿Eres el hijo de Pierre Simonian, el ginecólogo?

—Así es.

Kasdan conocía a su padre; tenía la consulta en el boulevard Raspail, en el distrito 14. Le hizo las preguntas de rigor y luego guardó silencio, observando al chaval con el rabillo del ojo. Intentaba captar, una vez más, un destello teñido de miedo. Nada.

Cambió de orientación.

—¿Era simpático el señor Goetz?

—Normal.

—¿Severo?

—Normal. Era… —Pareció reflexionar—. Era como sus partituras.

—Es decir…

—Hablaba como un robot. Siempre decía: «Sostén la nota», «Tu columna de aire», «Articula», ese tipo de cosas… Hasta nos ponía puntos.

—¿Puntos?

—Había puntos para el canto, la presentación, los modales… Al final de cada concierto, nos daba su clasificación. A nosotros todo eso nos traía sin cuidado.

Kasdan imaginaba a Goetz dirigiendo a los chicos, obsesionado por detalles que solo le interesaban a él. ¿Cuál podría ser el móvil para asesinar a un pobre hombre tan triste, tan inofensivo?

—¿Os hablaba fuera del coro?

—No.

—¿Nunca recordaba su país de origen, Chile?

—Nunca.

—¿Sabes dónde está Chile?

—No mucho, no. En geografía estamos estudiando Europa.

—Hace un rato, ¿jugabas en el patio?

—Sí. Como todos los miércoles después del catecismo.

—¿Notaste algo raro?

—¿Como qué?

—¿Alguno de tus compañeros parecía asustado? ¿Alguno lloraba?

El crío lo miró atónito.

—Vale. Haz pasar al siguiente.

Kasdan miró la cruz de la pared, sobre la nevera. Miró el fregadero, de acero inoxidable, y el grifo; tenía la garganta seca pero no quería beber. No debía ablandarse. No debía relajarse. Volvió a decirse que uno de los críos había visto al asesino. Por Dios… Un testigo ocular no era cualquier cosa.

La puerta se abrió. El quinto chico entró. Pequeño pero ya un dandi. Pelo negro, cuidadosamente desordenado, que acababa en línea recta sobre sus ojos. Unos ojos muy claros, casi lechosos. Llevaba un conjunto de camuflaje y una mochila que parecía llena de piedras. Encorvado bajo su chaqueta, con cara de mala leche, manipulaba una cajita plana. Un videojuego. Teléfono móvil, internet, MSN… Una generación cibernética, saturada de imágenes, de sonidos, de jeroglíficos incomprensibles.

Formuló sus preguntas. Harout Zacharian, diez años. 72, rue Ordener, distrito 18. En quinto de primaria; colegio de la rue Cavé. Soprano. 36. El crío no soltaba el juego. Nervioso pero sin más. Kasdan lo intentó con algunas preguntas periféricas, pero solo consiguió respuestas neutras. «Siguiente.»

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