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Authors: Alan Dean Foster

Tags: #Ciencia ficción

El ojo de la mente (19 page)

BOOK: El ojo de la mente
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Ante ellos se extendía un inmenso lago subterráneo. A pesar de la luz vegetal fosforescente, el lago era tan ancho que no divisaban la otra orilla. Las aguas eran tan negras como el interior de la mente del emperador.

La senda abierta giraba hacia la izquierda. Rodeaba el borde del agua hasta desaparecer en ésta, aproximadamente a un metro de la pared.

—Supongo que esto explica por qué no hemos encontrado señales de los coway —dijo Luke—. Esta parte del sendero es submarina. Debe subir y bajar frecuentemente, según las precipitaciones de la superficie —siguió el sendero submarino y avanzó por el agua hasta que ésta le llegó al pecho. Regresó a la orilla—. No sirve, es demasiado profundo.

—Pero supongo que tenemos que continuar —observó la princesa, a la que el aspecto de la superficie negra y espejada le desagradaba—. Si retrocedemos no ganaremos nada. ¿Todavía avanzamos treinta y un grados al este?

Luke consultó su brújula de rastreo.

—Un poco al sur. Probablemente el sendero vuelve a curvarse en la otra orilla. En cierto sentido, el lago es una buena señal. Es posible que el hecho de que aquí se acumule tanta agua signifique que del otro lado el terreno comienza a subir. Me gustaría saber qué profundidad tiene.

—Es imposible saberlo —murmuró la princesa. Se acercó al agua, se agachó y tanteó el fondo oculto—. Desciende a pico.

Luke miraba más allá de ella. Al otro lado del torrente que habían seguido crecía un pequeño bosque de plantas acuáticas, evidentemente estimuladas por el fluir constante de nutrientes frescos. Los enormes y frondosos nenúfares que flotaban en la negra superficie tenían un color castaño amarillento opaco. Eran redondos y ligeramente puntiagudos en ambos extremos, donde los bordes vueltos hacia arriba se encontraban.

—No pensarás desplazarte en uno de ésos —comentó Leia.

—No soy partidario de nadar —respondió Luke, encaminándose hacia el bosque. Saltó el torrente y chapoteó en la otra orilla. Se inclinó y vio rastros de tallos rotos debajo de la superficie—. Parece que ya han cortado algunos nenúfares. Es probable que los coway los utilicen.

—Quizá se rompieron de manera natural —murmuró la princesa tan débilmente que Luke no la oyó. Se reunió con él.

A modo de prueba, Luke se situó encima de uno de los nenúfares chatos. Tenía dos metros y medio de diámetro. Mientras dejaba caer su peso, el interior amarillo cedió esponjosamente. Pero no se rompió y su pie no lo atravesó.

Se paró inseguro sobre el nenúfar. Hundió las rodillas en la superficie, que resistió. Apretó la boca, dio un salto y cayó de rodillas con la mayor fuerza posible. El nenúfar se hundió hasta sus caderas en el agua y rebotó sólidamente.

Convencido de que el nenúfar era capaz de navegar por el lago, Luke rodó hasta el borde y observó. Había suficiente luz para divisar el tallo grueso como un hombre que sujetaba el nenúfar al lecho del lago.

—Voy a soltarlo —anunció.

La princesa parecía escéptica.

—¿Con qué lo harás? ¿Con el sable? No sabía que funcionara bajo el agua.

Luke la miró solemnemente.

—Mejor que funcione.

Se deslizó por el costado y descubrió que pisaba agua fría. Luego activó el sable y lo hundió. Las burbujas estallaron rápidamente en el agua vidriosa, pero la potente luz azul siguió brillando en la negrura y no había indicios de que funcionara mal.

Luke aspiró una gran bocanada de aire y se zambulló en la oscuridad.

Por fortuna, el sable emitía suficiente luz para ver el tallo. Demoró uno o dos segundos en cortar el núcleo resistente. Notó interesado que la parte inferior del nenúfar adoptaba una forma cóncava en lugar de ser chato. Eso les ofrecería cierta ilusión de estabilidad.

Entonces salió a la superficie, jadeó en busca de aire y se quitó el agua de los ojos después de desactivar el sable. En cuanto lo acomodó nuevamente en su cinturón, estiró la mano y remolcó el nenúfar suelto hasta la orilla.

Volvió a utilizar el sable para abrir un pequeño agujero en la parte de atrás del nenúfar. Con un rollo delgado de cordel de supervivencia, sujetó la barca a una estalagmita de la orilla.

—¡Esas cosas podrían servir para la propulsión! —gritó la princesa. Estaba en la orilla, ligeramente más arriba.

Luke se reunió con ella.

Allí, una serie de cristales transparentes de selenita pendían desde el techo hasta el suelo. Eran más altos que un hombre y tenían unos dos centímetros de grosor. Las plantas fosforescentes que los cubrían les conferían el aspecto de las ventanas de una catedral y en algunos lugares el mineral de borde afilado estaba bañado por una luz de tono bermellón.

—Son casi demasiado hermosos para romperlos —comentó Luke, admirado—. Pero tiene razón… serán unos buenos canaletes —volvió a activar el irremplazable sable y cortó cuatro remos del tamaño adecuado; con el rayo azul les dio forma para sostenerlos. Después los trasladaron al agua y los apoyaron cuidadosamente en el nenúfar que, esperaban, les permitiría atravesar el lago—. ¿Lista para zarpar? —preguntó al fin.

Leia vaciló y miró su cronómetro de pulsera.

—Luke, hemos caminado durante cerca de dieciséis horas —señaló el lago—. Si vamos a intentar cruzar el lago, prefería hacerlo después de dormir toda una noche.

—O dormir un día —aclaró Luke. No podían saber si en el mundo de arriba era de día o de noche.

Luke encontró un trozo podrido de nenúfar anclado en la orilla y lo arrastró pendiente arriba. Sería un colchón aceptable.

—Duerma —la apremió mientras se acostaban sobre la suave materia—. Yo todavía no estoy cansado.

Leia asintió e intentó encontrar una posición cómoda en la celulosa húmeda.

Dos minutos después, ambos dormían a pierna suelta.

Luke despertó sobresaltado, se irguió con rapidez y miró en todas direcciones. Creía haber oído que algo se movía. Pero no había nada, sólo el hilillo constante del torrente que se fundía con el lago y el ruido de las gotas que caían en éste desde lo alto.

Después de mirar la hora, despertó a la princesa. Ella se frotó los ojos soñolienta y preguntó:

—¿Cuánto tiempo pasó?

—Casi doce horas. Supongo que yo también estaba agotado.

Partieron unos concentrados y los masticaron con hambre. Luke cogió agua en el torrente en un vaso plegable. Comieron junto a las aguas transparentes y observaron las chinches acuáticas que nadaban ansiosamente de un lado a otro.

—Jamás soñé que los concentrados pudieran ser tan sabrosos —comentó la princesa mientras ingería el último bocado y bebía varios tragos de agua.

—Mi apetito mejorará cuando veamos nuevamente la luz del sol —comentó Luke. Sin más excusas, contempló el lago—. Espero que no sea tan ancho como parece. No me gusta viajar por agua.

—No me sorprende —lo serenó la princesa, que sabía que en el mundo desértico de Tatooine, donde Luke había crecido, una extensa masa de agua era tan rara como un árbol de hojas perennes.

Sin hablar, subieron a la barca—nenúfar. Cogieron uno de los largos remos de selenita. Luke desató el cordel de la estalagmita, lo arrolló, volvió a guardarlo en su cinturón y dio un empujón a la barca. Se deslizaron por el lago como si estuviese engrasado.

Luke experimentó un exquisito terror mientras remaban en lo que parecía un cráter sin fondo. En realidad, el fondo podía haber estado sólo a un metro de ellos, pero aquellas oscuras aguas eran literalmente insondables.

Como las chinches acuáticas del torrente, los temores atravesaron raudamente la mente de Luke. ¿Y si el lago se prolongaba durante cientos de kilómetros? ¿Y si se ramificaba en varias direcciones? Sin la senda a la vista podrían perderse fácilmente y para siempre.

La posibilidad más razonable era permanecer junto al muro izquierdo, donde la senda se había hundido en las aguas. Parecía poco probable que atravesara el lago… lo más sensato era que continuara pegada a la pared donde aparentemente era menos profundo.

Imaginó terrores desconocidos. Quizá el lago desembocaba en una inmensa catarata subterránea, un salto que los enviaría inexorablemente a una muerte solitaria sobre las piedras que jamás habían visto la luz del día. A medida que avanzaban, esos temores imaginarios perdieron algo de coherencia. Por ejemplo, la catarata. En la excelente acústica de la caverna, no habían oído ningún rugido lejano y atronador.

Después de una hora de remar lenta y dolorosamente, descubrió que ya no le preocupaba lo que encontraran en la orilla lejana del lago, siempre que encontraran la orilla lejana del lago.

Le dolían implacablemente los hombros. Sabía que para la princesa era tanto o más doloroso. Pero no se había quejado una sola vez, no había pronunciado una sola palabra de protesta mientras continuaban el lento y agonizante proceso de avanzar por el agua. Al mismo tiempo que admiraba su estoicismo, se preguntó si las experiencias que hasta el momento habían tenido en Mimban no habían ejercido en ella un efecto enternecedor. No lo supo, pero de todos modos se sintió agradecido.

—Princesa, ¿por qué no descansa? —insinuó—. Yo remaré un rato.

—No seas ridículo —respondió ella suave aunque firmemente, pero sin excesivo entusiasmo—. Sería una tontería que tú fueras de un lado a otro de este cacharro. A decir verdad, no confío demasiado en su capacidad de flotación. Y si permaneces en un lado, remarías en círculo. Quédate donde estás y guarda tus fuerzas.

Luke accedió ante el sentido común, que quizá fuera menos atractivo que la galantería pero más práctico.

Descansaron periódicamente. La mitad del día desapareció monótonamente sin que vieran la otra orilla.

Interrumpieron la travesía por las negras e inmóviles aguas para ingerir cubos de colores.

Arriba, muy arriba, Luke vio que el techo de la caverna estaba dominado por grupos de estalactitas que empequeñecían toda formación que hubiesen visto hasta ese momento. Algunas de las estalactitas debían de pesar muchas toneladas. También otras largas y delgadas, de docenas de metros de altura y gruesas como el pulgar de un ser humano. Todas estaban pródigamente cubiertas por los líquenes—hongos luminosos, que conferían a la enorme cámara un resplandor azul—amarillo reconfortante.

Mientras volvía a recordar el comentario de Halla sobre el agua, Luke sonrió. ¡La anciana había acertado!

Era mágico hundir el vaso en la negrura y ver que se llenaba, ya que el color del lago era tan denso, puro y sólido que la negrura tenía que formar parte del agua misma.

El agua era más pura y fresca que cualquiera de las que Luke había paladeado. Mientras comían y bebían en silencio, pensó cuánto añoraba el pequeño torrente que les había servido de guía. Su constante burbujear y borbotear habían sido un gran consuelo. Ahora tenía que conformarse con los intermitentes y menos activos silbidos de las gotas que caían de las estalactitas.

Terminada la comida, emprendieron nuevamente la marcha. Varias horas después, Luke, inseguro, apoyó la mano en el hombro de la princesa y le indicó que dejara de remar.

—¿Qué pasa? —susurró Leia.

Luke observó la superficie absolutamente chata e ininterrumpida del lago.

—Escuche.

Leia obedeció y estudió nerviosamente el agua bajo la pálida luz. Oyó un débil paf—paf.

—Es sólo una gotera del techo —afirmó con voz ronca.

—No —insistió Luke—, es demasiado irregular. Las goteras son constantes.

El ruido cesó.

—Ya no lo oigo, Luke. Seguramente era una gotera.

Luke miró preocupado el espejo negro sobre el que flotaban.

—Ahora yo tampoco lo oigo.

Cogió su canalete de selenita, lo hundió en el agua y comenzó a remar de nuevo. De vez en cuando se detenía para echar una rápida mirada por encima de uno u otro hombro. Hasta aquel momento, sin embargo, nada había tras ellos salvo sus propios temores.

Transmitió su inquietud a la princesa. Ella comenzaba a serenarse otra vez cuando él levantó la mano.

—Deténgase.

Leia retiró el canalete del agua, ligeramente molesta.

—Está de nuevo ahí —anunció Luke con tensión—. Leia, ¿no lo oye? —ella no respondió—. ¡Leia!

Luke giró y vio que la princesa tenía la mirada fija en algo que había en el agua. Tenía la boca abierta pero no podía hablar.

Sin embargo, era capaz de gesticular. Luke cogió instintivamente el sable de luz, incluso antes de divisar la estela de burbujas gordas que avanzaban como una flecha hacia ellos, tan amenazadora como un proyectil.

Luke se trasladó cuidadosamente hasta la parte de atrás del nenúfar y se equilibró sobre una pierna y una rodilla… mientras sostenía con fuerza el sable activado en la mano derecha.

Las burbujas desaparecieron y no se reanudaron inmediatamente.

—Quizá… quizá se ha marchado —murmuró tensa la princesa.

—Quizá —reconoció Luke no muy convencido.

La cosa se elevó.

Era una pálida forma amorfa, fosforescente, que brillaba, de color no muy distinto al de la enorme errandela. Pero comparada con el espíritu del lago, la cosa—gusano resultaba un ser conocido.

Carecía de rostro y no había nada reconocible en esa forma que se alteraba constantemente. Levantó unos seudópodos cortos y gruesos de una sustancia blancuzca, que centelleaban brillantemente en la pálida luz de la caverna. Luke pensó que podía ver a través del ser y también divisó unas formas extrañas que se arremolinaban en su interior.

Un brazo blanco y palpitante arremetió contra la frágil barca. Luke le apuntó con el sable. El rayo azul atravesó por completo la brillante materia. Aunque el sable no produjo un daño visible, la acción hizo que la forma—ameba reabsorbiera el miembro.

Otro tentáculo curvado se lanzó sobre Luke y esta vez el muchacho lo acuchilló. El rayo pasó de un lado a otro del brazo. No había indicios de sangre ni de fluidos internos de ningún tipo. En la cámara sólo se oía la caricia del agua contra el nenúfar esponjoso y tambaleante y los gruñidos de Luke mientras luchaba con frenesí. La mayor parte de la batalla se desarrolló en un silencio infernal.

Cada vez que el ser los atacaba, Luke rechazaba el golpe con el sable. Cada vez el miembro se hundía en el cuerpo agitado y brillante sin sufrir el menor daño visible.

Un miembro arrollador cogió a Luke de atrás mientras cortaba otro seudópodo. Lo arrastró hasta el borde; la princesa gritaba. De algún modo logró sujetarse con una mano del borde vuelto hacia arriba de la barca—nenúfar. Su peso hizo que se inclinara ligeramente, pero por fortuna el nenúfar era por naturaleza demasiado flotante para zozobrar.

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