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Las normas temen a las obras. Las gaviotas temen la marea alta y las ratas prefieren los albañiles de las ciudades populosas.
Quienes emiten un juicio permanecen siempre a la orilla. Al gritar, suscitan los naufragios que reclaman con sus deseos.
Es el grito agrio de los pájaros marinos que rozan la espuma blanca de las olas negras del mar. Es un grito pletórico de angustia. Buscan residuos para comer. Buscan restos de naufragios donde posarse.
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¿Por qué el vocablo sirena, que designaba los pájaros fabulosos del relato épico de Hornero, llegó a denotar el llamado chillón y pavoroso de las fábricas industriales del siglo diecinueve y la convocación al lugar de los siniestros de los carros de bomberos, de la policía municipal, de las ambulancias?
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Buscan restos de naufragio donde posarse. Hay que decir: "La muerte tiene hambre". Es el
business
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del fracaso.
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Los guardianes del condicionamiento moral, estético, político, religioso, social, tienen siempre razón: velan sobre el control simbólico del grupo.
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Anna Akhmatova decía que los críticos de los diarios y los profesores de literatura de las escuelas eran "guardianes de prisión".
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He observado que todas las personas que he odiado parecían estar siempre en posición de firmes.
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No llegaré a saber jamás en qué momento la música se desprendió de mí. Un buen día, de improviso, toda cosa sonora dejó mi corazón vacío de sabor. Sólo por rutina me acerqué a los instrumentos, o lo hice por su belleza visible. Apenas miraba una partitura, el
melos
ya no sonaba o se adelgazaba o lo reconocía siempre como igual a otro: nacía el aburrimiento. La lectura de libros persistía con toda su avidez, su ritmo, su carencia en lo hondo de mí mismo, pero no el deseo de algún canto.
Se convirtió en una distracción insoportable aquello que para mí era la cima del mundo.
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Somos además curiosos enigmas trepadores que hunden sus raíces en el porvenir y se despliegan hacia el cielo del pasado.
Es posible que nos aceche más el origen que la muerte. Somos visitados más a menudo por la gruta, por el agua oscura del
amnion,
por la voz aguda de la infancia, que por el cuerpo cadavérico y el silencio putrefacto.
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Tengo los dedos vacíos.
No soporto ni orden ni sentido ni paz. Recojo las secuelas del tiempo. Desgarro en jirones las reglas del pasado y del presente, que jamás entendí.
Antaño
logos
quería decir "colecta". Colecciono los escombros, las perforaciones de luz fugitiva, los "intervalos muertos", lo intruso y lo desorientado, los
sórdidísima
del antro: la noche es el fondo de los mundos. Todo vale en el no-lenguaje. He intentado hacer regresar cosas carente s de códigos, de cantos y de lenguaje, que vagaban hacia la fuente del mundo. Había que pensar hasta la ausencia de salida de una función predadora vacía. Habría deseado reeditar la epidemia de anacoresis de los antiguos romanos, cuando Augusto impuso en sangre el imperio, o el exilio barroco de los Solitarios (cuya persecución y destierro anhelaban Roma, el ministerio y el rey); perturbando las imágenes construidas por los historiadores, sin duda me habría considerado del mismo modo. Me gustaría haber sumido de nuevo todo en una especie de actividad mítica.
Nacer no sirve causa ninguna y no conoce fin: por cierto no la muerte.
N o hay fin porque la muerte no acaba. La muerte no termina: interrumpe.
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El intervalo muerto es la mano que el tiempo nos tiende. Aunque la muerte interrumpa, la interrupción está en nosotros, en nuestro cuerpo sexuado, en nuestro nacimiento, en nuestro grito y en nuestro sueño. En nuestro aliento y en nuestro pensar. En nuestra marcha en dos pies y en el lenguaje humano.
El intervalo muerto, del que somos una dependencia precaria, estalla en todo.
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La luz tiene sus cantos.
Los fuegos me gustan por sus gritos.
Los pabilos de las candelas chisporrotearon durante siglos, pero el cable eléctrico zumba.
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Tropezamos en todas partes del mundo con el zumbido propio de la luz eléctrica.
Es la "tonalidad" del mundo.
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Los programas de televisión se interesan en los escritores como los cables de alta tensión se interesan en los pájaros. Es decir a un tiempo por acaso y para matar.
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La melodía humana nordeuropea invade de manera visible y continua los lugares donde los humanos se reúnen, tal como antaño la estridulación de las cigarras convocaba al verano.
El canto, señuelo del verano. El
tarabust
solar.
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Platón las denominaba Músicas. Los antiguos griegos apreciaban tanto el canto de las cigarras que las ponían en jaulas que colgaban en su casa.
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Titón, hijo de Laomedón, hermano mayor de Príamo, era el hombre más bello de la tierra.
Aurora lo vio. Lo secuestró. Lo amaba. Suplicó a Zeus que otorgase la inmortalidad a su amante. Zeus la concedió al más bello de los hombres. Pero, en su prisa, Aurora omitió pedir la juventud. Así, mientras su amada permanecía idéntica a sí misma, Titón se marchitaba y empequeñecía. Aurora tuvo que meterlo en una canasta de mimbre, como a un niño retozón. Después, cuando el cuerpo de su viejísimo amante fue más largo que un dedo, lo transformó en cigarra. Colgándolo de una rama en una jaula, miraba a su diminuto marido que cantaba sin fin.
Por la mañana, como no pudo satisfacer su deseo con la muñeca minúscula en que se había convertido su marido, la diosa lloró. Las lágrimas de Aurora forman las gotas de rocío.
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Leonidas de Tarento, discípulo de Epicuro, escribió:
"En la punta del cabo está el gusano, torcido
Hacia el agua oscura. Igual que el sonido de un arpa
El cabo se deshilacha. La carnada está más reseca que una Momia de mosca en manos de la araña.
Hombre, de aurora en aurora ¿de qué junco eres la flauta?"
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Nuestras abuelas, las ranas (la rana verde,
rana esculenta),
vivía en el agua durmiente o en los ríos cuyo curso es débil, posadas al sol sobre plantas flotantes. Recuerdo lo agradable que era.
Ronco era el canto-bramido de las ranas macho, en el vasto croar, en las bocas hendidas, en la turgencia de sus sacos resonantes. Ronco en fin el acoplamiento ruidoso.
Comprendo que el abate Spallanzani vistiera todas las mañanas a las ranas macho con diminutos calzones de tafetán antes de empezar sus decisivos experimentos con la electricidad.
Es el señuelo de la lluvia.
¿Quién no apetece comer el
sperma ranarum,
cuyo sabor supera al mismísimo caviar?
Los jabalíes consumen las huevas de rana como el manjar más delicado que la tierra regala a los solitarios.
La polla de agua prefiere las ranas.
Ovidio afirma que los machos, gritando en vano su deseo a sus esposas, se desgarraron la garganta hasta croar. Ovidio afirma que tal fue el origen de la muda de los machos y que las hembras enronquecieron para siempre en un grito de rechazo.
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Trimalquio relata que viajó a Cumes cuando era niño. Vio los restos desecados de la inmortal Sibila, conservados en una urna suspendida en el ángulo de piedra del templo de Apolo. Conforme al ritual, los niños avanzaban en la penumbra del templo. Gritaban de súbito, bajo la ampolla: "¿Qué deseas, Sibila?" Una voz cavernosa salía de la urna como un eco surgido del ángulo de la roca y contestaba invariablemente: "Deseo morir".
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Es el canto.
Apothanein theló.
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Los caminos de silencio de la noche. En un brevísimo poema que dedica a un pájaro devorado por un rapaz, Timneón de Creta dice:
"Los trinos y ornamentos tan dulces de tu aliento.
Se alejaron por los caminos de silencio de la noche
(siápérai
nyktos odoi)".
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El silencio es para los oídos lo que la noche para los ojos.
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Dos años después de rehusar el imperio al emperador Yao, el eremita Xu You se deshizo de la calabaza que le dieran para extraer agua. Como le preguntaron por qué la había desechado, respondió:
"No soporto la queja del viento que surge de la calabaza cuando la suspendo de la rama de un árbol".
Más tarde, Xu You declaró que a cualquier música prefería el sonido de la mano que pendía del extremo de su brazo cuando extraía agua. Plegaba las rodillas. Abombaba la parte superior del cuerpo sobre el borde. Abarquillaba la mano como una concha.
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Después que la diminuta Sirena de Hans Andersen dio su voz a la bruja (después de haber muerto y convertirse en espuma de las olas), la recobró para decir:
"¿Hacia quién voy?"
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Ishtar tomó un arpa y se acodó en una roca frente al mar. Del mar vino una gran ola que se detuvo y le dijo:
-¿Para quién cantas? El hombre es sordo.
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Ya no sé donde leí ese cuento en que un hombre mudo ve a su madre en sueños y no puede expresarle su infortunio.
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Deje aflojarse las cuerdas del violoncello. Ya no subo a la tribuna de los órganos, Ya no pongo en marcha los fuelles. Ya no me siento ante los teclados amarillos.
He dejado este libro que escribo encima del sillón de plástico situado frente a mí sobre la hierba, donde había descansado los pies. Debajo del enebro sólo tengo la cabeza.
El silencio es una suerte de barahúnda ensordecedora.
La luz blanca, espesa, lenta, quemante, invadió las piernas. El calor de la luz es tal que las cubre de agua.
Muevo hacia atrás los sillones de plástico en el césped. La vida es agobiante. Mi cabeza da vueltas, pero es verdad que vuelvo la cabeza. El jardín tiene menos flores.
La estación se precipita.
Los rosales a lo largo del viejo muro lanzan sus postreras florescencias, pero las hojas que cuelgan en tomo de sus ramas están marchitas. El tupido nogal en la orilla del río ya no es de un verde intenso: se ha vuelto negro. El río pasa más lentamente a sus pies. N o se sabe incluso si pasa. Ni su desplazamiento ni el viento rizan su superficie. N o se sabe si el mar aún atrae al caudal. Dos ortigas blancas se inclinan por encima del estiaje. Tienden el rostro hacia sus propios reflejos, que brillan en el agua negra. Una libélula está posada en la argolla de las viejas gabarras. El vocablo que las designa ya no trae un recuerdo de transporte al término de su cadena. Era un transporte antiguo, un transporte silencioso. Los patos dormitan alineados a lo largo de la hierba seca que desciende hacia el río. Aparte la madreselva bajo el pórtico (que a decir verdad sólo se huele cerca de la casa diminuta) no se percibe en el jardín olor alguno. Solo se siente el calor del propio cuerpo. Verdad es que suele llegar, una o dos veces en una hora, no se sabe de dónde, un perfume de podredumbre, casi de muerte. Nada se mueve.
Ya ni siquiera escucho el aliento que me anima. El viento ya no existe. El vasto conjunto de bambúes, más que temblar, se sacude. Delante de él, la retama rompe sus vainas negras haciendo caer súbitamente las semillas en la hierba rasa y amarilla. Nada humano jamás le importó a este mundo. Nada humano jampas despertó el interés de los ríos ni de las flores. Todo se difumina en esta bruma granulosa e indistinta que el fuego del sol agregó al calor de la luz. El sol de mediodía empieza a declinar. Hasta el río de los muertos se ha dormido. Nada humano jamás importó al agua que se estanca y ya no refresca. Nada humano jamás importó a los sueños que visitan al dormir de los hombres. Nada humano jamás importo a las visiones que los deslumbran tras sus párpados cerrados y que enderezan violentamente su sexo cuando las miran, las ignoran y duermen.
El fin de las relaciones
El vizconde de Valmont mira la hierba verde de la pradera de SaintMandé. La manga de su camisa está desgarrada por el hierro: recibió un tajo en el brazo. En silencio, da la espalda al cadáver del caballero Danceny. Sube a su carroza.
El vizconde corre violentamente las cortinas del lecho donde reposa Madame de Tourvel, que tiene la frente empapada de sudor y de cuyos labios escapan estertores hacia el silencio de la habitación. El vizconde da una orden, levanta el busto, desgarra delicadamente el camisón de satén que aprieta el cuello de la mujer. Los miembros desnudos, blancos y magros de Madame de Tourvel, a la débil luz del candelabro, lo conmueven. La obliga a beber un gran vaso de alcohol de pera de Colmar. Recobra el conocimiento, lo ve, se aferra a él y pronuncia su nombre. Como ella le abraza, él la posee. Poseída, ella revive. Regresan al día siguiente mismo, en la bruma espesa del alba (tan intenso es el frío), a París. Valmont se convierte en un financista temible. Madame de Tourvel prepara sus veladoras. Socorre sus noches.
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En la pradera de Saint Mandé, los testigos recogen en absoluto silencio el cuerpo del caballero Danceny y lo depositan en una camilla. Lo trasladan con infinitas precauciones donde el cirujano de Vincennes. El cirujano lo salva. Seis meses más tarde, Danceny es recibido en la logia de las
Nueve Hermanas,
donde traba amistad con el príncipe de Rohan, con el norteamericano Benjamín Franklin, con Greuze, el pintor, con el doctor Guillotin, con Danton y Hubert Robert. Durante la revolución vota la muerte del rey y obtiene de la Asamblea Constituyente que se rompan, en las estatuas del pasado, "las partes genitales de los hombres, vestigios atroces del Antiguo Régimen".
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En la ribera derecha del Sena, en la Opera, Madame de Merteuil saluda al vizconde y a Madame de Tourvel sonriendo, y pasa ante ellos sin decir una palabra: el amante del momento levanta la cortina. Madame de Merteuil se salvó de la viruela y su rostro está indemne. N o sólo ganó su proceso, sino que el tribunal le dio derecho a una suma de dieciocho mil libras. Permanece en París, a despecho de la impresión de sus cartas. La reputación de la marquesa, a fuerza de vilificada, subyuga. En la sociedad, en el teatro, los hombres la buscan, a tal punto que su vida cotidiana se ve importunada. Decide un viaje, un periplo solitario: embarca en Le Havre de Gráce, atraviesa la Mancha, recorre en berlina la campiña de Hampshire. De improviso, entre nubes, estrépitos y tumbos, ordena al cochero que se detenga, y allí, en el burgo de Deane, adquiere una casa de veinte habitaciones. Una alameda larga y sinuosa, de grava gris, conduce al lugar. Detrás de la morada hay un gran estanque en mitad de un prado y un bosquecillo contiguo, que lo cerca.