El odio a la música (15 page)

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Authors: Pascal Quignard

Tags: #Ensayo, Filosofía

BOOK: El odio a la música
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Cuando la música era escasa, su convocación era tan perturbadora como vertiginosa su seducción. Cuando la convocación es incesante, la música se torna repulsiva: el silencio atrae y se vuelve solemne.

El silencio se ha convertido en el vértigo moderno. Del mismo modo que constituye un lujo excepcional en las megalópolis.

El primero en experimentado fue Webern, muerto por una detonación norteamericana.

Ahora la música que se sacrifica a sí misma atrae al silencio como el señuelo al pájaro.

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¿Qué quiere decir desencantar?

Substraer al poder del canto. Arrancar al encantado de la obediencia maléfica. Exorcizar el espíritu maligno, el mal que es la mácula de la muerte. La opción que se plantea al chamán es simple: o bien toma inhabitable para los espíritus el cuerpo donde eligieron domicilio y al que enfermaron. O bien los seduce para que salgan.

Desencantar es dañar el mal. Es hacer que el espíritu salga.

Encantarlo en otra parte, fijarlo en otra cosa.

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En el siglo dieciocho, Antoine Galland emplea siempre "encantado" por "deprimido". La depresión es un maleficio, ya sea Kirke el Gavilán hembra o las Sirenas quienes lo hacen. La depresión nerviosa es, a su modo de ver, un encantamiento que debe ser "desencantado".

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El hombre deja de estar sometido a una obediencia física ante los sonidos de la naturaleza. Se ha sometido de pronto a una obediencia social ante melodías europeas nostálgicas electrificadas.

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Los antiguos chinos tenían fundamento para decir: "La música de una época revela el estado del Estado".

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Desembrujar nuestras sociedades de su obediencia. En nuestras sociedades, el afán de orden y sojuzgamiento ha trocado en histeria. Las guerras más crueles están delante de nosotros. Serán la contraparte cada vez más atroz, el pago sacrificial de la protección social, médica, jurídica, moral y policíaca de los tiempos de paz.

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La música multiplicada hasta el infinito, así como la pintura reproducida en los libros, las revistas, las tarjetas postales, los filmes, los CD Roms, fueron arrancados de su unicidad. Al ser arrancados de su unicidad fueron arrancados de su realidad. En el proceso, se despojaron de su verdad. Su multiplicación las ha privado de su aparición. Al privarlas de su aparición, las privó de la fascinación originaria, de la belleza.

Estas antiguas artes se han convertido en deslumbrantes centelleos especulares, cuchicheo de ecos sin origen.

Son copias -no instrumentos mágicos, fetiches, templos, grutas, islas.

El rey Luis XIV no escuchaba más de una vez las obras que Couperin o Charpentier proponían a su atención en la capilla o en su cámara. Al día siguiente, otras obras estaban listas para sonar por primera y última vez.

Como este rey apreciaba la música escrita, ocurría que pidiese oír dos veces una obra particularmente apreciada. La corte se asombraba de su petición y la comentaba. Los memorialistas la mencionaban en sus libros como una singularidad.

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Durante milenios, la ocasión de la música fue tan singular, intransportable, excepcional, solemne y ritualizada como podían serlo una asamblea de máscaras, una gruta subterránea, un santuario, un palacio principesco o real, algunos funerales, un matrimonio.

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La alta-fidelidad se ha convertido en el fin de la música docta escrita. Se escucha la fidelidad material de la reproducción, no el campaneo estupefaciente del mundo de la muerte. Una simulación excesiva de lo real ha suplantado al sonido real, que se desarrolla y sumerge en el aire real. Las condiciones del concierto y de lo directo impactan y molestan cada vez más al auditor, cuya erudición se ha vuelto tan tecnológica como maníaca.

Es la audición de la acústica. Es la audición de aquello que se domina, cuyo volumen puede ser aumentado o disminuido, que se puede interrumpir, o cuya omnipotencia puede ser desencadenada al balde y a dedo.

A la inversa de los usos de nuestro tiempo, Francois Couperin decía emplear, a falta de algo mejor (a falta de haber traído de vuelta el instrumento mágico del mundo de los muertos, es decir del país donde el sol cae, es decir de la punta extrema, de la
lingua
extrema de la tierra donde lo visible se apaga), el c1avecín. Afirmaba que oía música escribiéndola, más allá de la reverberación de su instrumento en el espacio.

Estimaba que todo instrumento era por esencia inepto, más que incompleto.

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En el mundo antiguo, la estatua de Menón, de cuarcita rosa, pese a estar rota, todavía dejaba oír su canto al amanecer. Los griegos y los romanos atravesaban el mar para oír al dios de piedra venerado por los habitantes de Egipto. Séptimo Severo ordenó repararla. No volvió a emitir canto alguno.

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La duración del microsurco de gomalaca (tres minutos) impuso a la música moderna su agobiante brevedad.

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La pretensión de alcanzar la analgesia auditiva liberó a la música de la predación escrita y la restituyó a la hipnosis.

Resulta paradójico que la vibración producida por los ruidos de baja frecuencia (tales otrora el bombardón de los órganos) propios de la orquesta sinfónica y de la música "tekno" con amplificadores haya inclinado parte de la audición hacia el dolor.

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El bajo de Alberti desarticuló el acorde haciéndolo roncar o perlar bajo la melodía cual un ruido oceánico e hipnótico. El bajo de Alberti se ha vuelto insoportable
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Lo ya cantado encanta al anciano. Los ancianos solo son lo ya cantado. Ya no son hombres sino refranes. Jamás un siglo chocheó tanto la música que lo precede como este siglo.

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La voz del almuecín constriñó a los judíos igual que el carillón de la misa solemne a los musulmanes.

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Sólo los ateos predican el silencio que no pueden imponer.

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Sin duda no habría apreciado el olifante de Rolando, pero detesto el timbre del teléfono.

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Es opinión de Nicolás de Cusa, "somos iguales al leño verde.

Nuestro fuego desprende más humo que luz. Crepita sin llamas y no calienta. La humanidad está más cerca de los sufrimientos de la audición que de la visión angélica".

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Por primera vez desde el comienzo del tiempo histórico, es decir narrativo, algunos hombres huyen de la música.

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Escapo de la música inescapable.

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La sonata de la casa antigua, ignorando las generaciones minúsculas, tiene una lentitud que rebasa la memoria de sus habitantes sucesivos. El piso gime. Las persianas golpetean. A cada escalera corresponde una llave. La puerta del armario cruje y el resorte de los viejos divanes de cuero contesta. Desecados por el verano, las maderas de la casa ensamblan un instrumento de música a la vez regular y desordenado, que interpreta una obra de perdición, afligida por un deterioro tanto más amenazador cuanto que es efectivo, incluso si su lentitud no la toma jamás íntegramente perceptible para los oídos de sus habitantes humanos.

La casa antigua canta un
melos
que, sin ser divino, rebasa la escala de quienes allí murieron y conocimos, que sólo agregaron sus cantos al amanecer o al ocaso. Es una melopea lenta que habita a la familia, comprendida como una masa de varias generaciones, en acto, sin que ninguno de sus elementos globales o moléculas privadas y provisorias la capte verdaderamente, y que llora sin fin su propia ruina, que ella misma anuncia.

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¿Cuando se separaron las palabras adaptadas a una secuencia melódica fija de las palabras adaptadas a las solas normas de una lengua?

La palabra, el canto, el poema y la plegaria son tardíos.

Hace veinte mil años, las diminutas jaurías de hombres que cazaban, tenían y cincelaban formas animales canturreaban breves fórmulas, ejecutaban la música con señuelos, resonadores y flautas fabricadas con huesos medulosos, y danzaban sus relatos secretos vistiendo las máscaras de sus presas, tan salvajes como ellos.

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Vimalakirti vivía en tiempos de Buda y Buda vivía en tiempos de Ciro el grande. En aquella época, Atenas no había fundado aún los concursos trágicos de las Dionisíacas.

Esquilo era un niño todavía. Vimalakirti residía en Vaisaii. Era rico. Un día que un monje mendicante se lo reprochaba, el sabio mercader respondió que la ilusión no era menor en una ermita horrenda que en un bello palacio.

Laico, sobrepasaba a los monjes en entendimiento. Decía:

"Ni el hábito blanco ni la
kesa
del monje se ven, pues en todas partes todo es invisible. "

"Cerca del dios no hay estatua que se yerga ni músico que cante.

Cuando templa las tres cuerdas de su laúd nada suena nunca. En todas partes todo es inaudible. "

"No conozco estatua en el templo, pues no hay ninguna aparición para algo tan invisible. No conozco voz para la prédica, pues no hay predicación para algo tan silencioso. No hay camino alguno. "

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El mercader Vimalakirti decía:

"El vocablo auditor es una afirmación gratuita. ¿Dónde ves un auditor? "

"No hay lenguaje que nos hable. No hay silencio que lo acalle. "

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El mercader Vimalakirti decía:

"¿Dónde está el linaje de la triple joya? Es la pelota roja que aquel niño persigue. "

"¿Dónde está la estatua de Buda? La estatua se asemeja al zurullo que sale de una mujer encorvada en la espesura y cuyos pliegues faciales expresan esfuerzo. "

¿Dónde está la música? La música es como la palabra adiós en boca de un anciano. "

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El mercader Vimalakirti decía además:

¿Qué hace madurar la música en el corazón del músico? ¿Qué infla el sexo del hombre que mira a una mujer? N o acecha la aréola ni el volumen de sus senos cuando la espía. No lo atrae el olor que se desprende de sus axilas y de su cabello cuando está cerca. El hombre no busca el aceite de su sexo que rodea su
lingua
cuando la penetra.

"El hombre no sabe qué objeto busca en las mujeres. " "Es una ilusión, eso es. Eso mendiga. "

"Por eso los amantes tienden las manos: extienden las manos uno hacia el otro porque mendigan. "

"Es apenas visible y ni siquiera es tangible. Es apenas audible, pero impalpable. Es algo tenue, comparable al acuerdo entre el adjetivo y el género. Es tan delicado como una diferencia de timbre o de registro en la voz. Es una voz aguda oída antaño, que caracteriza a todos los niños y que pierden los niños machos y que no conservan del todo las niñas hembras. Es una voz aguda sobreviviente. Tal es la ilusión de las características de la voz oral sustraída a los labios de los adolescentes que mudaron y que ha sido trasladada a los instrumentos de música. Tal es el espejismo para los que están perdidos en el desierto y creen aún en el hombre y en la mujer. Tal es el sueño bajo los párpados cerrados de quienes están convencidos de la diferencia entre lo que vive y lo que muere, de los que agregan fe en la existencia de sus antepasados y creen que existe bajo tierra otro mundo donde beben, comen, cantan, gimen y lloran los que allí van. "

"No hay otro mundo porque no hay mundo."

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Hienden la leña con la llave. Abren la puerta con el hacha.

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Tienen los oídos callosos.

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La vida humana es bulliciosa. Se denomina bullicios, o ciudades, a esos grandes conjuntos de cubos donde los hombres se amontonan. La noxa es su olor específico. Nápoles, Nueva York, Los Angeles, Tokio, tales son las músicas terribles de estos tiempos.

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El rumor enronquecido de Beijing. El rumor inmenso y carrasposo, rechinante, herrumbrado, carroñero, lento, paralizante de la gran avenida que atraviesa la ciudad de Beijing.

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Bazar y barahúnda
(vacarme)
son la misma palabra. La palabra persa
bazar
se analiza en
wescar.
La palabra armenia
vacarme
se descompone en
waha-carana.
Una y otra dicen la calle comercial (palabra por palabra:
el lugar donde se camina para comprar,
esto es, la ciudad).

Los textos de Sumeria dicen que los dioses de Akkad ya no dormían debido a la intensidad del bullicio de los hombres. Con el curso de los años perdían su fuerza y su brillo en el fondo de los cielos. Es comprensible por lo tanto que los dioses enviaran un diluvio para exterminar a los hombres y ahogar sus cantos.

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La presa de los intérpretes es el silencio del público. Los intérpretes buscan la intensidad de ese silencio. Procuran sumergir a quienes les prestan toda su atención en un estado extremo de atención vacía, anterior al hacerse-escuchar.

Perforar el fondo sonoro preliminar para dar paso al infierno del silencio específico, del silencio humano.

Es el hecho de Clara Haskil después de haber interpretado la sonata en
mi
menor de Mozart en el teatro de los
Champs-Elysées.
Confesó a Gérard Bauer:

"Jamás encontré un silencio así. No sé si lo encontraré otra vez". Seis días después, Clara Haskil se cayó de cabeza por la escalera, en la estación del Midi, en Bruselas, cuando la rampa se le escapó de las manos.

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Todo hombre que obra es un justo. ¿Cómo justifica su arte el artesano? El hombre que trabaja en su obra aún inexistente se justifica por la emoción imprevista que suele experimentar al mirar lo que hizo antaño.

Cuando inventamos, la sorpresa de la invención escapa, porque la preparamos y la ajustamos. Pero el tiempo fluye. Y, cuando ya hemos olvidado su fabricación laboriosa, nos sorprende. Este destino en que las fuentes se mezclan nos acerca a la intempestuosidad de la fuente. La cercanía al caos nos juzga. Es nuestro único juez. En verdad, no podemos reclamar mérito alguno por la dicha que nos entrega en retorno. N o nos consuela en lo que hicimos el reconocimiento de los hombres ni el instante de la venta ni el provecho resultante ni la admiración de algunos, sino la espera de estos imprevisibles retornos. N o nos anima otro mundo o una posteridad en los siglos: es este olvido de lo hecho, que retorna a nosotros como una luz nueva, que promete a nuestra vida un cortocircuito de asombro y de aniquilación de nosotros mismos. Son éxtasis. Nos hacemos una felicidad perdiéndonos en nuestras obras. Las jornadas pasan entonces a la velocidad del rayo que cae. Sollozamos llantos que ya no son personales y se funden en el primer diluvio que los dioses ensordecido s enviaron. Nos engullimos.

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