—¡Bah! Son todos unos cobardes —dijo Galdar.
El minotauro oyó un ruido a su espalda y miró hacia atrás. Se había olvidado de los mendigos. Los observó fijamente, pero si alguno de ellos había hablado no parecía inclinado a hacerlo ahora. El pordiosero cojo miraba el suelo. En cuanto al ciego, su rostro estaba tan cubierto de vendajes que casi ni se le veía la boca, mucho menos si la había utilizado. Los únicos que se encontraban allí aparte de los dos pordioseros eran los magos, y Galdar no necesitaba mirarlos. Nunca se movían a menos que alguien los instara a hacerlo.
—Te haré una propuesta, Galdar —dijo Mina—. Si encuentras un dragón que quiera llevarte a la batalla, podrás volar a mi lado.
—Sabes que eso es imposible, Mina —gruñó el minotauro.
—Nada es imposible para el Único, Galdar —le contestó la joven como reprendiéndolo cariñosamente. Se arrodilló de nuevo ante el altar, enlazadas las manos. Alzó los ojos hacia Galdar y añadió—. Únete a mi plegaria.
—Ya he rezado, Mina —respondió amargamente—. Tengo ocupaciones que atender. Intenta descansar, ¿quieres?
—Lo haré. Mañana será un día memorable.
Galdar la miró sobresaltado.
—¿Vendrá Malys mañana, Mina?
—Vendrá mañana.
Galdar suspiró y salió a la noche. Puede que la noche trajera consuelo a otros, pero no a él. La noche sólo traía la mañana.
* * *
Espejo sintió rebullir a Filo Agudo a su lado, en el banco. El Plateado mantenía agachada la cabeza, procurando que Mina no lo viera, aunque sospechaba que podría haberse puesto a dar brincos y a bailar con campanillas y tambores y la joven no habría reparado en él. Estaba con su dios Único. De momento, ni le importaba ni le preocupaba lo que ocurría en el plano mortal. Aun así, Espejo mantuvo gacha la cabeza.
Se sintió inquieto y al mismo tiempo aliviado. Quizás ésa era la respuesta.
—Te gustaría ser el dragón que Galdar busca, ¿no es cierto? —preguntó en un quedo susurro.
—Sí, me gustaría —contestó Filo Agudo.
—Sabes el riesgo que corres. Las armas de Malys son formidables. Sólo el miedo que inspira volvería loca a toda una nación de kenders, o eso afirman los sensatos. Se dice que su aliento abrasador es más intenso que el fuego de los Señores de la Muerte.
—Todo eso lo sé —repuso el Azul—, y más. El minotauro no encontrará otro dragón. Cobardes de la peor calaña, eso es lo que son todos. No tienen disciplina, no están adiestrados. No como en los viejos tiempos.
Espejo sonrió, y agradeció que el vendaje ocultara su sonrisa.
—Entonces, ve —le animó—. Ve tras el minotauro y dile que lucharás a su lado.
Filo Agudo permaneció callado. Espejo notaba su estupefacción.
—No puedo abandonarte —contestó el Azul al cabo de unos instantes—. ¿Qué harías sin mí?
—Me las arreglaré. Tu impulso es valiente, noble y generoso. Tales cualidades son nuestras mejores armas contra ella. —Espejo no se refería a Malys con ese «ella», pero no vio razón para aclararlo.
—¿Estás seguro? —inquirió Filo Agudo, obviamente tentado—. No tendrás a nadie que te guarde, que te proteja.
—No soy un dragoncillo recién salido del huevo —replicó Espejo—. Que no vea no obstaculiza mi magia. Has cumplido con tu parte de sobra. Me alegro de haberte conocido, Filo Agudo, y te honro por tu decisión. Será mejor que vayas tras el minotauro. Los dos tendréis que hacer planes y no dispondréis de mucho tiempo.
El Azul se puso de pie. Espejo lo oyó moviéndose a su lado. La mano de Filo Agudo se posó en su hombro, quizá por última vez.
—Siempre he odiado a los de tu clase, Plateado, y lo siento, porque he descubierto que tenemos más en común de lo que pensaba.
—Somos dragones —dijo simplemente Espejo—. Dragones de Krynn.
—Sí. Ojalá lo hubiésemos recordado antes.
La mano se apartó, y Espejo sintió la falta del cálido apretón. Oyó sus pisadas alejándose con rapidez; sonrió y sacudió la cabeza. Tanteó a su alrededor y encontró la muleta que Filo Agudo había desechado.
—Otro milagro del Único —musitó irónicamente. Cogió la muleta y la escondió debajo del banco.
Mientras lo hacía, sonó la voz de Mina.
—Sé conmigo, mi diosa, y condúcenos a mí y a todos los que luchan conmigo a una gloriosa victoria contra este perverso enemigo —oró con fervor.
«¿Cómo puedo rechazar el eco de esa plegaria? —se preguntó Espejo para sus adentros—. Somos dragones de Krynn, y aunque luchamos contra ella, Takhisis era nuestra diosa. ¿Cómo puedo hacer lo que Palin me pide? Sobre todo ahora, que estoy solo.»
* * *
Galdar hizo la ronda, comprobando las defensas de la ciudad y el estado de ánimo de los defensores. Lo encontró todo como esperaba. Las defensas eran todo lo buenas que podía esperarse, y los defensores estaban nerviosos y bajos de moral. Galdar les dijo lo que pudo para levantar su ánimo, pero él no era Mina. No lo consiguió, principalmente porque también él tenía el ánimo por los suelos.
Valerosas palabras las que había dicho a Mina sobre luchar a su lado contra Malys. Valerosas palabras, cuando sabía perfectamente bien que cuando Malys llegara él se encontraría entre los que presenciarían el combate, impotentes, desde el suelo. Echó la cabeza hacia atrás y recorrió el cielo con la mirada. El aire nocturno estaba despejado salvo la nube perpetua que salía de los Señores de la Muerte.
—¡Cómo me gustaría sorprenderla! —les dijo a las estrellas—. ¡Cómo ansío encontrarme ahí con ella!
Pero pedía lo imposible. Pedía un milagro de una diosa que no le gustaba, en la que no confiaba, a la que no podía rezar.
Tan absorto estaba el minotauro que tardó un tiempo —más de lo que debería— en darse cuenta de que lo estaban siguiendo. Aquello era algo tan insólito que se sintió momentáneamente desconcertado. ¿Quién lo seguía y por qué? Habría sospechado de Gerard, pero el Caballero de Solamnia había partido de Sanction hacía tiempo y probablemente en esos momentos apremiaba a los caballeros para que se alzaran contra ellos. Todos los demás que seguían en Sanction, incluida la solámnica, eran totalmente leales a Mina. De repente se le ocurrió si Mina habría hecho que lo siguieran, si ya no confiaba en él. La mera idea le revolvió el estómago. Decidió descubrir la verdad.
Mascullando algo sobre que necesitaba aire fresco, Galdar se encaminó hacia los jardines del templo, que estarían oscuros, silenciosos y solitarios a esas horas de la noche.
Quienquiera que fuera el que lo seguía, o no era muy bueno en eso o quería que Galdar reparara en su presencia. Las pisadas no eran sigilosas, como lo serían las de un ladrón o un asesino. Y había en ellas algo de marcial: enérgicas, acompasadas, firmes.
Al llegar a una zona arbolada, Galdar se apartó ágilmente a un lado y se ocultó detrás del tronco de un árbol grande. Las pisadas se detuvieron. Galdar estaba seguro de que la persona lo había perdido de vista y se quedó estupefacto hasta lo indecible al ver que un hombre se dirigía directamente hacia él.
El hombre alzó la mano, saludando.
Galdar empezó a responder al saludo de forma instintiva. Se detuvo, ceñudo, y puso la mano sobre la empuñadura de la espada.
—¿Qué quieres? ¿Por qué me sigues como un ladrón? —Al observar con más atención al individuo, Galdar lo reconoció y se indignó—. ¡Sucio mendigo! Apártate de mí, escoria. No tengo dinero...
El minotauro no acabó la frase. Estrechó los ojos. Su mano se ciñó con fuerza sobre la empuñadura y desenvainó a medias la espada.
—¿No cojeabas antes? ¿Dónde está tu muleta?
—La dejé porque ya no la necesitaba —contestó el mendigo—. No quiero nada de vos, señor —añadió con tono respetuoso—. Tengo algo que daros.
—Sea lo que sea, no lo quiero. No me gusta la gente como tú. Márchate y no me molestes más o haré que te metan en la cárcel. —Galdar adelantó la mano con intención de apartar al hombre de un empujón.
Las sombras de la noche empezaron a ondear y a titilar. Las ramas de los árboles chascaron y una lluvia de hojas y pequeñas ramas cayó sobre Galdar. La mano del minotauro tocó una superficie dura y sólida como una armadura, pero esa armadura no era de frío acero. Era cálida y estaba viva.
Con un respingo, Galdar reculó y alzó la estupefacta mirada. Sus ojos se encontraron con los ojos de un Dragón Azul.
Galdar balbució algo, no sabía muy bien qué.
El Dragón Azul inhaló hondo y exhaló con satisfacción y un gran alivio. Agitó las alas, se estiró y volvió a suspirar.
—Cómo detesto estar apretujado en esa forma humana.
—¿Dónde...? ¿Qué...? —siguió balbuciendo Galdar.
—Eso no tiene importancia —dijo el dragón—. Me llamo Filo Agudo, y por casualidad escuché la conversación que mantuviste con tu comandante en el templo. Ella dijo que si encontrabas un dragón que pudiera llevarte a la batalla contra Malys podrías luchar a su lado. Si lo que dijiste era en serio, guerrero, si tienes el coraje de tus convicciones, entonces seré tu montura.
—Hablé en serio —gruñó Galdar, que todavía intentaba recobrarse de la impresión—. Pero ¿por qué harías algo así? Todos los tuyos han huido, y ellos son los sensatos.
—Soy... —El dragón hizo una pausa y se corrigió con seria dignidad—. Era el dragón del gobernador Medan. ¿Lo conocías?
—En efecto —contestó Galdar—. Lo conocí cuando visitó a lord Targonne en Jelek. Me impresionó. Era un hombre capaz, un hombre de honor y valeroso. Un arrojado caballero a la vieja usanza.
—Entonces tienes que saber por qué hago esto —dijo Filo Agudo mientras erguía la cabeza con orgullo—. Lucho en su nombre, por su memoria. Dejemos eso claro desde el principio.
—Acepto tu oferta, Filo Agudo —contestó Galdar con el corazón rebosante de gozo—. Yo lucho por la gloria de mi comandante, y tú luchas en memoria del tuyo. ¡Haremos que esta batalla sea una de la que se cante durante siglos!
—Nunca me importaron mucho los cantos —repuso el Azul en tono adusto—. Y tampoco al gobernador. Mientras que matemos a esa monstruosidad roja, será suficiente para mí. ¿Cuándo crees que nos atacará?
—Mina dice que mañana —contestó Galdar.
—Entonces estaré listo mañana —dijo Filo Agudo.
Al despuntar el día
Un temblor sacudió Sanction en las horas tempranas que precedan al alba. El suelo oscilante tiró a los durmientes de las camas, estrelló las vajillas contra el piso, y provocó que todos los perros de la ciudad se pusieran a ladrar. El terremoto acabó por romper los nervios ya tensos de la gente.
Casi antes de que el suelo hubiera dejado de temblar, el gentío empezó a reunirse fuera del templo. Aunque no se había comunicado oficialmente ni dado órdenes especiales, el rumor se había extendido y para entonces todos los soldados y caballeros de Sanction sabían que aquél era el día en que Malys atacaría. Los que no estaban de servicio (e incluso algunos que sí lo estaban) abandonaron sus alojamientos y sus puestos y acudieron al templo. Llegaban ansiosos de ver a Mina y escuchar su voz, oír su afirmación de que todo iría bien, que la victoria sería suya.
Cuando el sol asomaba tras las montañas, Mina salió del templo. Habitualmente su aparición iba seguida de un estruendoso vítor de la multitud, pero no ese día. Todos la miraban fijamente, en silencio y sobrecogidos.
Mina vestía una reluciente armadura, negra como los mares petrificados. El yelmo iba adornado con cuernos, el visor negro bordeado en dorado. Sobre el peto se veía grabada la imagen de un dragón con cinco cabezas. Cuando los primeros rayos del sol incidieron en la armadura, el dragón empezó a brillar fantasmagóricamente, cambiando de color de manera que algunos lo vieron rojo mientras que otros pensaron que era azul, y otros juraron que era verde.
Algunos de los presentes susurraron con voces excitadas que aquélla era la armadura que antaño llevaron los Señores de los Dragones que habían combatido por Takhisis durante la legendaria Guerra de la Lanza.
En su mago enguantada Mina sostenía un arma que pareció arder como una llama al reflejar los rayos del sol naciente. La joven alzó e arma bien alto, en un gesto de triunfo.
Entonces la multitud prorrumpió en un clamor, un vítor fuerte y largo acompañando a su nombre: ¡Mina! ¡Mina! El grito resonó en las montañas y retumbó en las llanuras, estremeciendo el suelo como si fuera otro temblor de tierra.
Mina se puso de hinojos sobre una rodilla con la lanza en la mamo. El clamor cesó a medida que la gente se unía a su plegaria, algunos invocando al Único, y muchos más invocando a Mina.
La joven se puso de pie y se dio la vuelta para mirar el tótem. Entregó la lanza a la sacerdotisa del Único que estaba a su lado. La mujer vestía una túnica blanca, y entre murmullos se corrió la voz que era una antigua Dama de Solamnia que había elevado una plegaria al Único y en respuesta se le había entregado la Dragonlance, que a si vez ella había entregado a Mina. La solámnica sostuvo firmemente la lanza, pero su rostro se contrajo por el dolor, y a menudo se mordía lo: labios como para no gritar.
Mina puso las manos en dos de los enormes cráneos de dragón que formaban la base del tótem. Pronunció unas palabras que nadie pudo entender y después retrocedió un paso y alzó los brazos hacia el cielo.
Un ser se elevó del tótem. El ser tenía la forma y las trazas de un dragón inmenso, y quienes se hallaban cerca recularon aterrados.
La escamosa piel de color marrón del dragón se extendía tensa sobre su cráneo, cuello y cuerpo. El esqueleto se veía con claridad a través de la piel semejante al pergamino: las vértebras del cuello y de la columna, las largas costillas de la enorme caja torácica, los gruesos y pesados huesos de las gigantescas piernas, los más delicados de las alas cola y pies. Los nervios y tendones que mantenían unidos los hueso también eran visibles. Faltaban el corazón y los vasos sanguíneos, ya que la magia era la sangre de ese dragón y la venganza y el odio formaban el palpitante corazón. El reptil era un dragón momificado, un cadáver.
Las membranas de las alas aparecían resecas y duras como el cuero y su envergadura era inmensa. La sombra de las alas se extendió sobre Sanction, deteniendo los rayos del sol, convirtiendo el despuntar de día en una repentina noche.
Tan horrible y repulsiva era la visión del pútrido cadáver suspendido sobre sus cabezas que las aclamaciones a Mina cesaron, estranguladas en las gargantas de quienes las lanzaban. El hedor a muerte emanaba de la criatura, y con el hedor llegó un desaliento que era peor que el miedo al dragón, ya que el miedo puede actuar como un acicate para el valor, mientras que el desaliento deja el corazón sin rastro de esperanza. La mayoría no pudieron soportar mirarlo y bajaron la cabeza, contemplando sus propias muertes, todas dolorosas y terribles.