El nombre del Único (43 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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—¿En qué me equivoco? —preguntó Espejo—. Las ciudades ya han utilizado catapultas para defenderse de Malys. Han utilizado arqueros y flechas, héroes y necios, y ninguna ha sobrevivido.

—Pero nunca tuvieron un dios de su parte —puntualizó Filo Agudo.

Espejo se puso tenso. Siendo un Dragón Plateado, fiel a Paladine, había temido desde hacía tiempo que el Azul volviera a sus antiguas lealtades, a la diosa Takhisis. Tenía que andarse con cuidado.

—Así pues, ¿estás diciendo que deberíamos abandonar nuestro plan de ayudar a Palin a destruir el tótem?

—No necesariamente —respondió con evasivas Filo Agudo—. Quizá reconsiderarlo, eso es todo. ¿Adónde vas?

—Al templo —repuso Espejo. Sacudiéndose de encima la mano del Azul que lo guiaba, el Dragón Plateado ciego, bajo su disfraz de humano, echó a andar solo, tanteando el camino con el bastón—. Ver por mí mismo el tótem, ya que tú no serás mis ojos.

—¡Eso es una locura! —protestó Filo Agudo, que lo siguió con su fingida cojera. Espejo oía el golpeteo de la muleta en los adoquines—. Dijiste que Mina te vio en tu forma de mendigo, en la calzada, y que te reconoció de inmediato como el guardián de la Ciudadela de la Luz. Te conoce de vista, tanto en tu apariencia humana como en tu verdadera forma.

Espejo empezó a arreglarse los vendajes que llevaba sobre los ojos heridos, tirando hacia abajo a fin de taparse la cara.

—Es un riesgo que he de correr. Sobre todo si tú vacilas en tu decisión.

Filo Agudo no dijo nada. Espejo dejó de escuchar el golpeteo de la muleta y dio por sentado que caminaba solo. Sólo tenía una vaga idea del lugar donde se hallaba el templo, sabía que se alzaba en una colina desde la que se dominaba la ciudad, eso era todo.

«De modo que —calculó—, si camino colina arriba, por fuerza tendré que dar con él.»

Se llevó un susto al sentir la voz susurrante de Filo Agudo en su oído.

—Alto, espera. Te has metido en un callejón sin salida. Te guiaré, si insistes en ir allí.

—¿Me ayudarás a destruir el tótem? —demandó Espejo.

—Eso aún tengo que pensarlo —repuso el Azul—. Si vamos a ir, será mejor que lo hagamos ahora, pues seguramente el templo estará vacío.

Los dos se pusieron en camino por las laberínticas calles. Espejo dio gracias de que Filo Agudo lo guiara, ya que con su ceguera jamás habría encontrado el camino por sí solo.

«¿Qué haremos Palin y yo si Filo Agudo decide cambiar su lealtad?», se preguntó el Plateado. Un dragón ciego y un hechicero muerto decididos a derrotar a una diosa. Bueno, a lo mejor conseguían al menos que a Takhisis le diera dolor de estómago de la risa.

El ruido que hacía la multitud indicó a Espejo que se acercaban al templo. Y allí estaba Mina, hablándoles de las maravillas y la magnificencia del Único. Era persuasiva, tuvo que admitir el Plateado. Siempre le había gustado la voz de la muchacha. Incluso de niña, su tono había sido melodioso, quedo y dulce al oído.

Escuchándolo, Espejo volvió a revivir aquellos días en la Ciudadela, vio a Mina y a Goldmoon juntas, la mujer en el ocaso de la vida y la niña iluminada por la aurora. Ahora, no distinguía a Mina de la oscuridad, y no era la oscuridad de su ceguera.

Filo Agudo lo condujo entre el gentío. Avanzaron despacio, sin llamar la atención, y entraron en el derruido templo que ahora se alzaba como un monumento al tótem de cráneos de dragón.

—¿Estamos solos? —preguntó Espejo.

—Los cuerpos de los dos hechiceros están sentados en un rincón.

—Háblame de ellos —pidió el Plateado con el corazón en un puño—. ¿Qué aspecto tienen?

—Como cadáveres apuntalados para mantenerlos en pie en su propio funeral —respondió secamente Filo Agudo—. Es todo lo que pienso decir. Da gracias de que no puedes verlos.

—¿Y sus espíritus?

—No veo señal de ellos. Mejor así. No me gustan los hechiceros, ni vivos ni muertos. No necesitamos que se entrometan. Estás delante del tótem, puedes alargar la mano y tocar las calaveras, si lo deseas.

Espejo no tenía la menor intención de tocar nada. No hacía falta que el Azul le dijera que se encontraba ante el tótem. Su magia era poderosa, potente; la magia de un dios. Espejo se sentía atraído y repelido por igual.

—¿Cómo es el tótem? —inquirió quedamente.

—Los cráneos de nuestros hermanos, apilados unos sobre otros y formando una grotesca pirámide —contestó Filo Agudo—. Las calaveras más grandes sostienen las más pequeñas. Los ojos de los muertos brillan en las cuencas. En algún lugar de ese montón está el cráneo de mi pareja. Puedo percibir el fuego de su vida arder en la oscuridad.

—Y yo siento el poder de la diosa radicado en el tótem —comentó Espejo—. Palin tenía razón. Éste es el umbral. Éste es el Portal por el que Takhisis entrará finalmente en el mundo.

—Pues yo digo que así sea —manifestó el Azul—. Ahora que veo esto, digo que venga Takhisis si su concurso es necesario para matar a Malystryx.

Espejo olía las velas encendidas, aunque no las viera. Sentía su calor. Percibía, al igual que Filo Agudo, el ardor de su propia ira y su ansia de venganza. Espejo tenía sus propias razones para odiar a Malys. La Roja había destruido Kendermore, había matado al esposo adorado de Goldmoon, Riverwind, y a su hija. Había asesinado a cientos de personas y desplazado de sus hogares a muchas miles, aterrorizándolas mientras huían sólo para divertirse. De pie ante el tótem que Malys había construido con los cráneos de los que había devorado, Espejo empezó a preguntarse si Filo Agudo no tendría razón.

El Azul se acercó a su oído y le susurró:

—Takhisis tiene sus faltas, lo admito sin reparo. Pero es una diosa, y es nuestra, de nuestro mundo, es todo lo que nos queda. Eso tienes que reconocerlo.

Espejo no reconocía nada.

—No puedes verlos —siguió el Azul, sin dar tregua—, pero hay cráneos de Dragones Plateados en ese tótem. Muchos. ¿No quieres vengar sus muertes?

—No necesito verlos. Oigo sus voces. Oigo sus gritos de muerte, todos y cada uno de ellos. Oigo los gritos de sus compañeras que los amaban, y los gritos de los hijos que nunca engendrarán. Mi odio por Malys es tan intenso como el tuyo. Y dices que para librar al mundo de ese terrible azote, he de tragarme la amarga medicina del triunfo de Takhisis.

—Es nuestra diosa —repitió Filo Agudo, encogiéndose de hombros—. De nuestro mundo.

Terrible elección. Espejo se sentó en el duro banco e intentó decidir qué hacer. Absorto en sus pensamientos, olvidó dónde se encontraba, olvidó que estaba en el campamento de sus enemigos. El codo del Azul se clavó en su costado.

—Tenemos compañía —advirtió en voz queda.

—¿Quién? ¿Mina?

—No, el minotauro que nunca se encuentra lejos de ella. Te dije que era una mala idea. No, no te muevas. Ahora ya es tarde. Estamos en la penumbra, quizá no se fije en nosotros. Además —añadió fríamente el Azul—, podemos enterarnos de algo.

* * *

Efectivamente, Galdar no reparó en los dos mendigos cuando entró en la nave del altar. Al menos, no de inmediato. Estaba sumido en sus propias preocupaciones. Esperaba equivocarse, pero no era una esperanza muy firme, probablemente porque conocía a Mina muy bien.

La conocía y la quería.

Desde pequeño, Galdar había oído la leyenda del famoso héroe minotauro conocido como Kaz, que había sido amigo del famoso héroe solámnico Huma. Kaz había cabalgado con Huma en su batalla contra la Reina Takhisis. El minotauro había arriesgado su vida por Huma muchas veces, y el pesar de Kaz por la muerte de Huma había perdurado toda su vida. Aunque Kaz se había encontrado en el lado equivocado de la guerra, bajo el punto de vista de un minotauro, se le honraba entre los suyos hasta el día de hoy por su valor y su coraje en la lucha. Un minotauro admira a un guerrero valeroso, luche en el bando que luche.

En cuanto a su amistad con un humano, pocos minotauros podían entender eso. Cierto, Huma había sido un guerrero valeroso... para ser humano. Esa coletilla se añadía siempre. En la leyenda de su pueblo, Kaz era el héroe que salvaba la vida de Huma una y otra vez, al final de lo cual, Huma siempre daba las gracias humildemente al gallardo minotauro, que las aceptaba con condescendiente dignidad.

Galdar había creído esas leyendas, pero ahora empezaba a pensar de forma distinta. Quizás, en realidad, Kaz había luchado junto a Huma porque le quería, como él quería a Mina. Esos humanos tenían algo, se te metían en el corazón sin que te dieras cuenta.

Sus cuerpos eran débiles y frágiles, y aun así podían mostrarse duros y resistentes como el último héroe de pie en la arena ensangrentada del circo minotauro.

Esos humanos nunca se daban por vencidos y seguían luchando cuando deberían haberse tendido en el suelo y morir. Sus vidas eran lastimosamente cortas, pero siempre estaban prestos a darlas por una causa o una fe, o hacer algo tan absurdo y noble como lanzarse a una torre en llamas para salvar la vida de un completo desconocido.

Los minotauros tenía mucho coraje, pero eran más cautelosos, siempre sopesando el precio antes de gastar su dinero. Galdar sabía lo que Mina planeaba, y la amaba por ello, aun cuando se le partía el alma al pensarlo. Arrodillado ante el altar, juró que no iría sola a la batalla si había un modo de que él se lo impidiera. No rezó al Único. Había dejado de hacerlo cuando descubrió quién era. No se lo había dicho a Mina —se llevaría este secreto a la tumba—, pero no rezaría a Takhisis, una diosa a la que consideraba traicionera y absolutamente falta de honor. La promesa se la hizo a sí mismo.

Concluida su oración, se incorporó con movimientos rígidos ante el altar. Fuera se escuchaba la voz de Mina asegurando a los multitudinarios admiradores que no debían tener miedo de Malys, que el Único los salvaría. Galdar ya había oído lo mismo antes y no prestó atención. Sólo escuchó la voz de Mina, su amada voz, pero nada más. Supuso que era lo que realmente oía la mayoría de quienes escuchaban fuera.

Galdar se movió de un lado al otro del altar, inquieto, esperando a la joven, y fue entonces cuando reparó en los mendigos. De día, la nave del altar se encontraba abarrotada, ya que los habitantes de Sanction, en su mayoría soldados, acudían a hacer ofrendas al Único, a contemplar boquiabiertos el tótem o a intentar ver a Mina y tocarla o pedirle su bendición. Por la noche iban a oír sus palabras, a esconderse bajo la manta del valor de la joven. Después regresaban a sus puestos o a sus lechos. Pocos fieles entraban en la nave del altar de noche, razón por la que Galdar se encontraba allí.

Sin embargo, esa noche había dos mendigos, un hombre ciego y el otro cojo, sentados en un banco. A Galdar no le gustaban los mendicantes. A ningún minotauro le gustaban. Un minotauro moriría de inanición antes de plantearse mendigar siquiera un mendrugo de pan. Galdar no entendía qué hacían esos dos en Sanction y le extrañó que no hubieran huido como habían hecho muchos de los de su clase.

Los observó con más atención. Había algo en su actitud que los diferenciaba de otros mendigos. No captaba exactamente qué era, una especie de seguridad en sí mismos, de capacidad. Tenía la impresión de que no eran mendigos corrientes y se disponía a hacerles unas cuantas preguntas cuando Mina regresó.

Su expresión era de éxtasis, de estar en comunión con su dios. Los ojos ambarinos resplandecían. Se acercó al altar y se dejó caer de rodillas, demasiado agotada para seguir de pie, ya que durante esos encuentros públicos ponía toda el alma y se entregaba por completo a quienes la escuchaban sin dejar nada para sí misma. Galdar olvidó a los extraños mendigos y acudió de inmediato al lado de la joven.

—Te traeré un poco de vino y algo de comer —ofreció.

—No, Galdar, no necesito nada, gracias. —Mina suspiró profundamente. Parecía exhausta.

Enlazadas las manos entonó una plegaria al Único dándole las gracias. Después, en apariencia reanimada con renovadas energías, se puso de pie.

—Sólo estoy un poco cansada, eso es todo. Esta noche había muchísima gente. El Único está captando muchos seguidores.

«Te siguen a ti, Mina, no al Único», habría podido decirle el minotauro, pero se calló. Ya le había dicho esas cosas en el pasado y la joven se había puesto furiosa. No quería despertar su ira; no en ese momento.

—¿Hay algo que quieres decirme, Galdar? —preguntó Mina. Alargó la mano para retirar una vela cuyo pabilo estaba sumergido en cera derretida.

El minotauro ordenó sus ideas. Tenía que plantearle aquello con cuidado, ya que no quería que se ofendiera.

—Abre tu corazón —instó la joven—. Hace tiempo que estás preocupado. Descarga ese peso y permíteme que lo comparta contigo.

—Tú eres mi peso, Mina —contestó el minotauro, decidido a seguir su consejo y abrir su corazón—. Sé que planeas luchar contra Malys a lomos de un dragón. Tienes la Dragonlance, y doy por sentado que el Único te proporcionará un reptil. Te propones enfrentarte sola a ella, y no puedo permitir que lo hagas, Mina. Sé lo que vas a decir —atajó la protesta de la joven al tiempo que levantaba la mano—. Que no estarás sola, que tendrás al Único luchando a tu lado. Pero deja que haya alguien más, Mina. Permíteme que te acompañe.

—He estado practicando con la lanza —dijo ella. Abrió la mano para mostrar la palma, enrojecida y con ampollas—. Doy en el blanco nueve de cada diez veces.

—Acertar una diana que está inmóvil es muy distinto a acertar a un dragón en movimiento —gruñó Galdar—. Dos jinetes de dragón resultan más eficaces en un combate aéreo, uno para mantener ocupado al dragón por el frente mientras que el otro ataca por la retaguardia. Tienes que ver lo sensato de este plan, ¿verdad?

—Lo veo, Galdar —admitió Mina— Es cierto, he estudiado el combate mentalmente, y sé que combinar dos jinetes sería buena estrategia. —Sonrió, y su gesto pícaro le recordó al minotauro lo joven que era—. Y con mil jinetes sería mejor aún, Galdar, ¿no crees?

Galdar no dijo nada y miró, ceñudo, las velas encendidas. Sabía hacia dónde lo llevaba y él no podía impedírselo.

—Sí, con mil sería mejor, pero ¿dónde íbamos a encontrarlos? Hombres y dragones. —Mina señaló con un gesto el tótem—. ¿Recuerdas todos los dragones que celebraron la consagración de este tótem? ¿Recuerdas cómo volaban en círculos a su alrededor y entonaban alabanzas al Único? ¿Lo recuerdas, Galdar?

—Sí, lo recuerdo.

—¿Dónde están ahora? ¿Dónde están los Rojos, los Verdes, los Azules, los Blancos y los Negros? Han desaparecido. Han huido. Se esconden. Temen que les pida luchar contra Malys. Y no los culpo.

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