El nombre del Único (42 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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Muchos Kirath murieron aquel día, al igual que Rolan. Algunos tuvieron ocasión de luchar contra sus atacantes, pero no la mayoría. A casi todos los cogieron por sorpresa.

El cadáver de Rolan, de los Kirath, yació en el bosque que había amado. Su sangre se filtró por el gris manto de muerte y empapó los verdes brotes tiernos.

32

La plegaria de Odila, el regalo de Mina

Por la noche, los ojos en las calaveras de los dragones muertos hacían que el tótem resplandeciera. El fantasmagórico dragón con cinco cabezas flotaba sobre él, y quienes lo veían se quedaban maravillados. De noche, en la oscuridad que gobernaba, Takhisis era la poderosa y suprema soberana; pero con la luz del sol, su imagen se desvaneció y los ojos de los dragones muertos titilaron y se apagaron, al igual que las llamas de las velas en el altar, de las que sólo quedaban volutas de humo, mechas ennegrecidas y cera derretida.

El tótem, que parecía tan magnífico e invulnerable en la oscuridad, no era más que un montón de calaveras a la luz del día, una estampa repulsiva, ya que aún había trozos de escamas o de carne putrefacta pegados a los huesos. De día, el tótem era un descarnado recordatorio del inmenso poder de Malys, la señora suprema que lo había construido, para todo el que lo veía.

La pregunta en los labios de todo el mundo no era si Malys atacaría, sino cuándo. El miedo a su llegada se extendió por la ciudad, y temiendo que se produjesen deserciones masivas, Galdar ordenó cerrar la Puerta Oeste. Aunque en público los caballeros de Mina mantenían una actitud despreocupada, estaban asustados.

Cuando la muchacha recorría las calles, desterraba el miedo de los corazones de todos los que la veían. Cuando hablaba del poder del Único cada noche, la gente escuchaba y aclamaba, convencida de que el Único los salvaría del dragón. Sin embargo, cuando Mina se marchaba, cuando el sonido de su voz dejaba de oírse, la sombra de unas rojas alas proyectaba helor sobre la ciudad y la gente miraba el cielo con terror.

Mina no tenía miedo. Galdar se maravillaba de su valor, aun cuando le preocupaba, ya que el coraje de la joven provenía de su fe en Takhisis, y el minotauro sabía que la diosa no merecía una fe tan grande. Su única esperanza radicaba en el hecho de que Takhisis necesitaba a Mina y, en consecuencia, se resistiría a sacrificarla. Con todo, si en cierto momento Galdar estaba convencido de que la muchacha se encontraba a salvo, al siguiente tenía la seguridad de que Takhisis podría aprovechar esta circunstancia para librarse de una rival que resultaba más molesta que útil.

El temor de Galdar se acrecentaba por el hecho de que Mina se negaba a explicarle su estrategia para derrotar a Malys. Intentó hablar con la joven sobre ello, y le recordó Qualinost, donde el dragón había perecido, pero también se destruyó la ciudad. Mina le puso la mano en el brazo, en un gesto tranquilizador.

—Lo ocurrido en Qualinost no se repetirá en Sanction, Galdar. El Único odiaba a los elfos y su nación, quería verlos destruidos. Al Único le complace Sanction, es el lugar donde se propone entrar en el mundo para habitarlo tanto en el plano físico como en el espiritual. Sanction y sus habitantes estarán a salvo, el Único se ocupará de que sea así.

—Bien, ¿pero cuál es tu estrategia, Mina? —insistió el minotauro—. ¿Qué plan hay?

—Ten fe en el Único, Galdar —repuso Mina, y el minotauro tuvo que contentarse con esa contestación porque la muchacha no quiso añadir nada más.

* * *

Odila también estaba preocupada por el futuro; preocupada, confusa y angustiada. Desde que los espíritus habían construido el tótem y ella reconoció al Único como la diosa Takhisis, Odila se había sentido casi como los dos magos zombis. Comía, bebía, caminaba y llevaba a cabo sus tareas, pero su espíritu parecía encontrarse ausente de su cuerpo, como si se encontrara aparte, contemplándolo con indiferencia, mientras que mentalmente tanteaba en la oscuridad de su alma azotada por la tormenta buscando la luz del entendimiento.

Era incapaz de rezar al Único. Ya no. No desde que descubrió quién era. Sin embargo, echaba en falta las oraciones, el dulce consuelo de poner su vida en manos de Otro, de un Ser Sabio que guiara sus pasos y la condujera del dolor a una gozosa paz. El Único había conducido sus pasos, pero no hacia la paz, sino hacia la confusión, el temor y la consternación.

En más de una ocasión Odila había aferrado el medallón que colgaba de su cuello, dispuesta a arrancárselo de un tirón, mas, todas las veces que sus dedos se cerraron sobre el colgante, había sentido el calor del metal. Había recordado el poder del Único que había fluido por sus venas, el poder que frenó a aquellos que querían matar el rey elfo. Entonces su mano se apartaba del medallón y colgaba fláccida a su costado. Una mañana, mientras contemplaba cómo los rayos rojizos del sol otorgaban un brillo lúgubre a las nubes siempre suspendidas sobre los Señores de la Muerte, Odila decidió poner a prueba su fe.

Se arrodilló ante el altar, cercano al tótem de los cráneos de dragones. La estancia olía a muerte y putrefacción, a cera caliente y derretida. El calor de las velas contrastaba con la fría corriente que soplaba por el agujero del techo y silbaba de manera inquietante entre los dientes de las calaveras. El sudor se heló en el cuerpo de Odila, que ansiaba abandonar aquel lugar terrible, pero el medallón permanecía caliente contra su fría piel.

—Reina Takhisis, ayudadme —entonó, y no pudo contener un escalofrío al pronunciar el nombre—. Toda mi vida me han enseñado que sois una diosa cruel a la que no le importa ningún ser vivo, que nos veis a todos como esclavos que han de obedecer vuestras órdenes. Me han enseñado que sois ambiciosa e interesada, que os mofáis y denigráis los principios que tanto significan para mí: honor, compasión, misericordia, amor. Por lo que sois no debería creer en vos ni serviros, y, sin embargo...

»
Sois una diosa. —Odila alzó los ojos al cielo—. He sido testigo de vuestro poder, lo he sentido rebullir dentro de mí. ¿Cómo voy a escoger no creer en vos? Quizá... —Odila vaciló, indecisa—. Quizá se os ha calumniado. Se os ha juzgado mal. Quizá sí os importamos. Os pido esto no por mí, sino por alguien que os ha servido fiel y lealmente. Mina afronta un terrible peligro. Estoy segura de que se propone luchar sola contra Malys. Cree que lucharéis a su lado. Ha puesto su confianza en vos. Temo por ella, reina Takhisis. Mostradme que mis temores son infundados y que ella os importa, aunque nos os importe nadie más.

Aguardó en tensión, pero no habló voz alguna, no surgió ninguna visión. Las llamas de las velas titilaban con el frío viento que soplaba por la nave del altar. Los cuerpos de los magos permanecían sentados en los bancos, mirando fijamente las llamas de las velas. Con todo, el corazón de Odila se alegró al quitarse un peso de encima, al aligerarse la carga de sus dudas. Ignoraba la razón y reflexionaba sobre ello cuando de repente se dio cuenta de que había alguien de pie cerca del altar.

Deslumbrados sus ojos por el intenso brillo de las velas, no distinguía quién era.

—¿Galdar? —dijo cuando finalmente logró divisar la inmensa figura del minotauro—. No te oí ni te vi entrar. Estaba absorta en mis plegarias.

Se preguntó, inquieta, si habría escuchado su petición, si iba a reprenderla por su falta de fe. El minotauro no rompió el silencio y se limitó a seguir plantado en el mismo sitio.

—¿Querías algo de mí, Galdar? —preguntó Odila. Nunca le había pedido nada, y en todo momento había parecido desconfiar de ella y creía le caía mal.

—Quiero que veas esto —dijo finalmente el minotauro.

En las manos llevaba un objeto envuelto en tiras de tela y atado con una cuerda. La tela había sido blanca en su momento, pero ahora estaba tan manchada de agua y barro, hierba y polvo, que tenía un color pardo, deslucido y apagado. En alguna ocasión se había cortado la cuerda y desenvuelto la tela, pero parecía que el objeto se había vuelto a empaquetar torpemente.

Galdar colocó el bulto sobre el altar. Era largo y no parecía muy pesado. El paño ocultaba lo que quiera que fuese.

—Esto ha llegado para Mina —continuó el minotauro—. Lo envía el capitán Samuval. Mira lo que hay dentro.

—Si es un regalo para Mina no soy quién para... —empezó Odila, sin tocar el objeto.

—¡Ábrelo! —ordenó Galdar con voz dura—. Quiero saber si es apropiado.

Odila habría seguido negándose, pero ahora estaba convencida de que Galdar había escuchado su plegaria y temía que, a menos que accediera a esto, se lo contara a Mina. Con cautela, temblándole los dedos por el nerviosismo, la mujer deshizo las lazadas de la cuerda y retiró las tiras de tela, que le recordaban desagradablemente los vendajes que se utilizaban para envolver los cadáveres.

Su extrañeza aumentó al ver lo que guardaban; su extrañeza y su sobrecogimiento.

—¿Es lo que Samuval afirma que es? —demandó Galdar—. ¿Es una Dragonlance?

Odila asintió con la cabeza, incapaz de hablar.

—¿Estás segura? ¿Habías visto una antes? —inquirió Galdar.

—No, nunca —admitió ella cuando finalmente recobró la voz—. Pero oí relatos sobre las legendarias lanzas cuando era niña. Siempre me gustaron esas historias. Fueron las que me condujeron a hacerme dama de la caballería.

Odila alargó la mano y pasó los dedos sobre el frío y suave metal. La lanza brillaba con un fulgor plateado que parecía ajeno al resplandor dorado de las velas.

Si todas las luces del mundo se apagaran, pensó Odila, incluso las del sol, la luna y las estrellas, la luz de esta lanza seguiría brillando con fuerza.

—¿Dónde encontró semejante tesoro el capitán Samuval? —preguntó.

—En una vieja tumba, en alguna parte —dijo Galdar—. Solace, creo.

—No será en la Tumba de los Héroes, ¿verdad? —exclamó Odila.

Retiró bruscamente la mano de la lanza y miró con terror a Galdar.

—Lo ignoro. —Galdar se encogió de hombros—. No dijo cómo se llamaba la tumba. Sí contó que le trajo mala suerte, porque cuando los vecinos del lugar los sorprendieron a él y a sus hombres dentro, el ataque fue tan ingente que escapó con vida por los pelos. Incluso se le echó encima una horda de kenders. Éste es uno de los tesoros que consiguió llevarse, y se lo manda a Mina con sus saludos y su respeto.

Odila suspiró y volvió a mirar la lanza.

—Se la robó a los muertos —continuó Galdar, ceñudo—. Él mismo dice que le dio mala suerte. Creo que no deberíamos entregársela a Mina.

Antes de que Odila tuviera tiempo de responder, otra voz habló desde la oscuridad.

—¿Acaso los muertos necesitan todavía esta lanza, Galdar?

—No, Mina —respondió el minotauro mientras volvía la cabeza hacia la joven—. No la necesitan.

La luz de la lanza brilló intensamente en los ojos ambarinos de la joven, que alargó la mano y cerró los dedos sobre el arma. Odila dio un respingo al ver que Mina la tocaba, pues había quienes afirmaban que las legendarias Dragonlances sólo las podían utilizar quienes luchaban del lado de la luz y que cualesquiera otros que las tocaran serían castigados por los dioses.

Mina aferró la lanza con firmeza, la levantó del altar, la sopesó y la contempló con admiración.

—Una estupenda arma —dijo—. Casi parece hecha a propósito para mí. —Su mirada se desvió hacia Odila. Sus ojos ambarinos eran tan cálidos como el medallón que colgaba del cuello de la solámnica—. Una respuesta a cierta plegaria.

Soltó la lanza sobre el altar y se arrodilló reverentemente ante el mismo.

—Demos las gracias al Único por esta gran bendición.

Galdar siguió de pie, con aire severo. Odila cayó de hinojos frente al altar mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se alegraba por Mina de que su plegaria hubiese tenido respuesta. Sin embargo, sus lágrimas no eran por haber hallado algo, sino por haberlo perdido. Mina había podido asir la lanza, levantarla del altar, sostenerla en la mano.

A través de las lágrimas, Odila contempló sus propias manos enlazadas. Las yemas de los dedos que habían rozado la Dragonlance estaban quemadas y le ardían; le dolían tanto que se preguntó si alguna vez se libraría de aquel dolor.

33

El voluntario

La noche había llegado de nuevo a Sanction. La noche era siempre un alivio para los habitantes de la ciudad, porque significaba que habían sobrevivido un día más. La noche les traía a Mina para hablarles del Único, unos discursos con los que les transmitía parte de su valor, ya que en su presencia se envalentonaban y se sentían dispuestos a luchar contra la señora suprema, la hembra Roja.

Tras siglos de existencia a la sombra de los Señores de la Muerte, Sanction era una ciudad fundamentalmente ignífuga. Los edificios estaban construidos con piedra, incluso los tejados, ya que cualquier otro material, como el bálago o las cañas, habría ardido mucho tiempo atrás. Se decía que el aliento de los dragones tenía el poder de derretir granito, cierto, pero contra eso no había defensa posible, salvo esperar fervientemente que quienquiera que hubiese extendido tal rumor hubiera exagerado.

Todos los soldados recibieron un entrenamiento apresurado en el uso del arco, ya que, con una diana tan grande, incluso hasta el aficionado con peor puntería no podía fallar. Subieron catapultas a las murallas con el propósito de arrojar piedras a Malys, y entrenaron a los que manejaban las balistas para disparar hacia el cielo. Realizadas esas tareas, se sintieron preparados para el combate, y algunos de los más osados desafiaron a Malys para que apareciera y acabaran de una vez con aquello. Aun así, todos sentían alivio cuando la noche caía y habían sobrevivido un día más, sin importar que el miedo reapareciera con las luces del día.

El Dragón Azul Filo Agudo, todavía obligado a deambular por Sanction disfrazado como humano, observaba los preparativos con el profundo interés de un soldado veterano y se los explicó a Espejo con detalle, añadiendo sus comentarios de aprobación o disentimiento, según merecieran una cosa u otra. A Espejo le interesaba más el tótem, por ejemplo su aspecto y en qué lugar de la ciudad se hallaba ubicado. Se suponía que Filo Agudo había estado reconociendo el terreno, pero lo que había hecho era perder el tiempo con los soldados.

—Sé lo que piensas —dijo de repente el Azul, que se interrumpió en mitad de la descripción del perfecto funcionamiento de las catapultas—. Piensas que nada de esto influirá en el resultado. Que nada surtirá efecto contra esa gran zorra Roja. Bueno, tienes razón. Y —añadió—, te equivocas.

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