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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (15 page)

BOOK: El mozárabe
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El anfitrión se llamaba Danial, un hombre sabio y astuto que tenía fama de gastar bromas a sus invitados. Abuámir, por ser el agasajado, estaba situado a su derecha y bebió cada vez que a ambos les llenaban las copas. Poco a poco se fue dando cuenta de la naturaleza del juego: querían emborracharle, algo que los serranos solían hacer para divertirse a costa de los forasteros. No era difícil advertir la maniobra, pues a cada momento alguien iniciaba un brindis. Aun así, no rechazó ninguna de aquellas copas, haciendo caso omiso de la advertencia de su tío Hassib, que sabía bien cómo las gastaban aquellos individuos.

La noche fue avanzando y se habló de asuntos intrascendentes, se contaron chistes y se entonaron coplas. Pasadas unas horas, el ambiente empezó a languidecer, y Danial y sus amigos tuvieron que resignarse a aceptar que no se divertirían viendo a Abuámir embriagado, babeando o llevado a hacer cosas ridículas delante de ellos. Entonces tuvieron que conformarse con recordar con socarronería cuánto se rieron cuando desnudaron a tal o cual forastero, o lo vistieron de bailarinas, o lo transportaron a otro lugar lejano mientras dormían la borrachera.

Pero la fiesta no podía transcurrir sin que aquel vino causara sus estragos. Antes de la madrugada, la euforia volvió otra vez a la reunión, cuando Abuámir se hizo el dueño de la situación y propuso todavía media docena más de brindis que derrumbaron a varios de los comensales. Entonces acudió a él esa extraña locura que le embargaba a veces y le llevaba a jugar con los demás como si fueran marionetas.

—Me ha gustado a mí esto de las bromas —dijo.

—¡Oh, es algo maravilloso! —dijo Danial satisfecho—. Deberías venir aquí alguna vez cuando estemos en faena. Recuerdo aquella vez que…

—¡Subamos a la torre! —exclamó Abuámir de repente, interrumpiendo a su anfitrión.

—¿A la torre, ahora? —dijo Danial.

—Sí, veamos cuan borrachos estamos —propuso Abuámir poniéndose en pie.

—¡Eso, a la torre, a la torre…! —secundaron los demás.

Contigua a la sala del festín había una terraza que comunicaba con la escalera de caracol que subía a la más alta de las torres. Tambaleándose, los comensales salieron y, siguiendo a Abuámir, ascendieron por la obscura sucesión de peldaños. Al llegar arriba, se encontraron con un espectáculo grandioso. Estaba amaneciendo y el mundo se vestía con sus tonos madrugadores: el mar plateado a lo lejos, la plomiza bruma de los montes y, abajo, el pueblo que blanqueaba, concretándose en cada casa y en cada calle. La brisa, fresca y limpia, transportaba aromas confundidos. Los pájaros cantaban al día nuevo. La altura era de vértigo.

Abuámir se sintió entonces en su espacio particular, dueño de todo y de todos. De un salto, se encaramó en una de las almenas y extendió los brazos para guardar el equilibrio de espaldas al vacío. El corazón de los presentes sufrió un vuelco.

—Querido Danial, señor de Frigiliana, me has traído a tu casa para reírte de mí, delante de tus amigos y de los míos —dijo con voz potente—. Pues bien, aquí me tienes, ya ves que no estoy más borracho que vosotros… El que esté más sereno que yo que se suba aquí.

Las risitas y los gestos divertidos habían desaparecido de todos los rostros, menos del de Abuámir, que lanzaba sonoras y rotundas carcajadas que retumbaban en los montes.

—Bien… ¿Qué pretendes? —dijo con seriedad Danial—. Vamos, desciende de ahí, antes de que ocurra una desgracia.

—Yo, descender, ¿por qué? ¿No queríamos divertirnos? ¡Vamos! Si estás tan sereno; si eres tan experimentado bebedor de vino sube aquí conmigo. Si lo haces me bajaré y tomaremos la última copa.

Danial miró a un lado y a otro. Estaba muy bebido y se tambaleaba. A su alrededor vio los ojos aterrorizados de sus amigos. Inspiró como para tomar fuerza e hizo ademán de encaramarse a las almenas, pero de manera torpe. Abuámir le tendió la mano y le ayudó a subir.

—¡Vamos, dejémonos de chiquilladas! —gritó alguien.

Danial tragó saliva al verse en el borde del precipicio. Las piernas le temblaban. Abuámir le sostenía por las manos y ambos se miraban fijamente.

—¡Está bien! ¿Ya estás contento? —preguntó Danial—. Ahora, bajemos…

—¡No! —dijo Abuámir soltándolo de repente—. Una cosa más… Demos una vueltecita.

Abuámir corrió saltando de almena en almena alrededor de la torre, mientras Danial se encogía sobre sí mismo gritando y llorando como un niño.

—¡No, por favor! ¡Basta!

Los amigos corrieron hacia él y le ayudaron a descender. Entre tanto, Abuámir completó su vuelta y, de un salto, se puso a salvo en el centro de la torre.

Danial y sus amigos se marcharon de allí sin decir palabra. Y Hassib y los hermanos de Abuámir se quedaron, enfurecidos.

—¡Eres un loco! —le recriminó su tío—. Eso que has hecho era innecesario. Podríais haberos matado. No estamos en condiciones de hacer equilibrios.

—¡Bah! Así es como hay que tratar a esta gente —replicó él—. ¿Qué se han creído? ¿Piensan que soy un débil hombre de ciudad, cuya vida ha transcurrido sólo entre maestros canosos? Así aprenderán a respetarme.

Aquella misma mañana tuvieron que marcharse de allí, porque los habitantes de Frigiliana se habían sentido ofendidos por la actitud arrogante de Abuámir.

Descendieron por la vertiente que conducía a la costa y emprendieron el camino de regreso a Torrox por la orilla del mar. El cielo estaba azul, transparente, y los huertos que limitaban con las playas, en las fértiles llanuras, al borde mismo del mar, aparecían llenos de higueras, olivos, vides, almendros y cañas. Cabalgaban en silencio, tal vez meditando sobre los sucesos de la noche anterior o sumidos en la confusión mental de la resaca.

A lo lejos divisaron a un grupo de jinetes que galopaban en su dirección levantando polvo en el camino. A medida que se acercaban vieron que eran hombres armados; un centenar o más.

—¡Dios nos asista! —exclamó Hassib—. Es Danial con su gente.

—¿Y qué? —preguntó Abuámir.

—Es gente orgullosa y fiera. Después de lo de anoche se habrán sentido desairados y vienen a pedir explicaciones.

—Déjamelos a mí —dijo Abuámir. Espoleó el caballo y galopó hacia ellos directamente.

Cuando estuvo frente a Danial, que ocupaba el centro del grupo, tiró de las riendas y se detuvo. Los de Frigiliana también se pararon. Abuámir miró directamente a los ojos de su caudillo. Hubo un rato de tensa quietud, en el que tan sólo se escuchaba el resoplar de los equinos.

Danial echó pie a tierra y avanzó. Abuámir también descabalgó. Los dos permanecieron frente a frente.

—¿Tu padre no te enseñó a despedirte? —preguntó Danial.

—Pensé que el vino te haría dormir durante todo el día —respondió Abuámir.

—Aquí bebemos para divertirnos —dijo Danial—; no para asustar a la gente.

—¿Tú te asustaste anoche?

—Yo no; pero hubo quien lo pasó mal…

—Pues no haber bebido —sentenció Abuámir—. Si hacéis que los hombres beban para verlos privados de juicio y burlaros de ellos, debéis aceptar las consecuencias. Yo también he pasado miedo esta mañana al recordar las locuras a las que ayer me condujo vuestro vino. ¿Crees que vine a tus tierras para ofenderte? Si piensas eso te equivocas y no eres justo conmigo. Anoche quisiste que la diversión a la que estáis acostumbrados me pusiera en evidencia delante de los tuyos. No soy un muchacho estúpido. Entré en la trampa que me tendisteis y os seguí el juego para no desairaros. Lo que pasó después no es culpa mía, sino de los iblis que se adueñan del alma de los hombres cuando están ebrios. Si hubiera sabido que vuestro vino me iba a poner en lo alto de una torre y al borde mismo de la muerte, no habría bebido ni una gota.

Danial bajó la cabeza y depuso su actitud altanera. Luego sonrió, tímidamente primero y ampliamente después. Abuámir le devolvió la sonrisa. Los dos rieron a carcajadas y se acercaron el uno al otro. Danial le besó en las mejillas con sincero afecto.

Capítulo 15

Zahra, año 962

Hacia finales del invierno se recibieron malas noticias del norte. El rey leonés, Sancho I, y el rey de Pamplona, García Sánchez I, rompieron definitivamente el antiguo tratado firmado con Abderrahmen al-Nasir y pusieron en libertad al conde Fernán González, enemigo acérrimo del califato, que permanecía preso desde los tiempos de la reina Tota, en virtud de las cláusulas de la alianza. El conde regresó inmediatamente a Burgos y expulsó de allí a su yerno, Ordoño IV, al cual hizo pasar a territorio musulmán bien escoltado. La vieja amenaza de los reinos del norte volvía a despertarse.

Asbag fue llamado a Zahra, pero no por Alhaquen, sino por el excelso visir Uthman al-Mosafi, que ocupaba la secretaría de Estado.

La casa del visir al-Mosafi estaba en Zahra, junto al palacio del califa; era sólida pero comparativamente modesta. El siempre había disfrutado de la mayor confianza de Alhaquen, que apreciaba sobre todo su integridad y su celo por no gravar el presupuesto califal con gastos inútiles. Escrupulosamente correcto, siempre evitó la fastuosidad que convenía sólo al rey. De origen modesto y de una familia beréber establecida en Valencia, sabía que los rápidos éxitos de su carrera se debieron a los lazos de personal amistad que le unían al príncipe, ya desde que su padre, Uthman ben Nasr, fuera su preceptor. Alhaquen, mucho antes de llegar al poder, había tomado bajo su protección a su condiscípulo, al que nombró su secretario particular, antes de influir para que se le diera el gobierno de la isla de Mallorca. Al subir al trono, el nuevo califa llamó a su amigo, y al-Mosafi fue elevado a visir y promovido a gran magistrado de la
shurta.
Era sin duda el hombre más poderoso del reino después del califa, pero siempre se mantuvo alejado de todo lo que pudiera hacer sombra a su señor y amigo.

La casa era silenciosa y cerrada. Los únicos ornamentos eran un pórtico estucado y un jardín. Asbag fue conducido por un criado hacia el interior, pues el visir se había retirado de la sala de audiencias a sus aposentos privados. El obispo se lo encontró de frente, al doblar una esquina, y sólo supo quién era cuando el esclavo se inclinó en una larga reverencia. Ataviado con la vestidura beréber y con pantuflas bordadas, al-Mosafi era moreno, delgado, de facciones delicadas, de cabellos y barba rizados y ojos obscuros; usaba la gorra marrón de los hombres de África. De momento miró al obispo sin reconocerlo. Luego ambos se saludaron.

—Perdona mi sorpresa —se disculpó Asbag—; siempre nos hemos visto de lejos…

—No tienes por qué dar explicaciones —dijo sonriendo el visir—. Eres amigo del califa y ello es suficiente motivo para que yo te reciba en privado.

—Te agradezco esa deferencia.

—Supongo que estarás al corriente de lo que sucede al norte con los reinos cristianos —dijo el visir.

—Sí; las noticias corren por Córdoba. Aunque imagino que los detalles del asunto no son del todo acertados… Se habla del conde Fernán González; la gente dice que fue puesto en libertad por el rey navarro y que anda instigando a sus bandas de gentes armadas para hostigar y organizar rapiñas desde las fronteras. También se dice que hay orden de guerra santa…

—Hay parte de verdad en tales rumores. El conde es un hombre obcecado y está decidido a volver a las andadas; aunque todavía no se sabe a ciencia cierta quiénes están dispuestos a seguirle ciegamente. Hasta ahora solamente puede hablarse de escaramuzas y meras incursiones; no podemos considerarlo una guerra. Por eso, lo de la
yihad
es tan sólo un rumor del pueblo. Pero no voy a negarte que el ejército se está preparando. Fernán González es una bandera viviente para los rumies y… nunca se sabe.

—¡Dios bendito! —exclamó el obispo—. Se estaba tan a gusto en paz…

—Sí, pero la paz debe mantenerse con esfuerzo. Por eso te hemos mandado llamar. Nuestro señor, el califa, ha dispuesto que no se escatimen negociaciones con el norte para evitar la guerra. Durante estos últimos años los embajadores que envió Abderrahmen han envejecido o han roto sus lazos con el reino, y los legados enviados a León
y
a Burgos han sido desoídos. Nos encontramos en un momento delicado que sólo la habilidad y la firmeza diplomática podrán superar. Hemos creído conveniente que parta una embajada formada por cristianos mozárabes, ya que el asunto tiene claros matices de guerra religiosa, algo que se podrá evitar si quienes dialogan son hermanos de fe.

—¿Quieres decir que hemos de organizar una embajada de cristianos cordobeses? —preguntó Asbag.

—Eso mismo.

Asbag reprimió un brusco suspiro. En un momento se dio cuenta de que se le venía encima una difícil tarea, puesto que lo que en realidad se le pedía era que encabezara él dicha embajada.

—En ese caso —dijo con cautela—, ¿se me podría dar tiempo para consultarlo con otras autoridades de la comunidad?

El visir hizo un gesto de contrariedad.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó.

—El necesario para reunir a los miembros del consejo… una o dos semanas, contando con las deliberaciones y la opinión del metropolitano de Sevilla.

—Tienes diez días —sentenció rotundamente al-Mosafi—. Y, por favor, sé consciente de la trascendencia del asunto que ponemos en tus manos. En el fondo, se trata de la paz…

Mientras regresaba a Córdoba, Asbag meditó preocupado. Precisamente ése era un momento difícil en la comunidad. El dichoso monje del norte, Niceto, traía a todo el mundo revuelto con su extraña y apasionada manera de plantear las cosas. Se había inmiscuido en múltiples asuntos, había recorrido las casas de los principales miembros del consejo y había predicado insistentemente sobre la necesidad de entablar relaciones con los reinos cristianos… ¿Quién podría venir ahora a sugerir que la comunidad se alineara rotundamente con la autoridad musulmana? En el fondo, nadie conocía al actual califa, salvo el propio Asbag; ninguno de los cristianos estaba al tanto de las verdaderas y sanas intenciones de paz de Alhaquen. Para ellos el califa era alguien lejano e inaccesible; y, lo peor de todo, hijo del odiado Abderrahmen. ¿Quién podría convencerles de que el hijo nada tenía que ver con el padre? Sobre todo, estando aún vivos los que asistieron al martirio cruel del niño Pelayo. Además, Asbag no era el más indicado para defender al actual califa, puesto que, para todos, su elección como obispo había venido directamente de Zahra.

Por un momento se sintió completamente solo frente a este complicado problema. Pero pronto pensó en una persona ecuánime que le comprendería: Walid ben Jayzuran, el juez de los cristianos de Córdoba. Era un sincero amigo suyo y había sido amigo del anterior obispo, por lo cual estaba libre de sospechas. Walid era un hombre justo y comprensivo; un cristiano entero, piadoso y reconocido por todos desde hacía más de treinta años. Asbag pensó en acudir a él sin dilación, antes de enfrentarse con el resto de la comunidad.

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