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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (12 page)

BOOK: El mozárabe
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Asbag compareció ante el califa obedeciendo la orden que había recibido aquella misma mañana. La sala de recepciones estaba vacía, una vez concluido el último turno de visitantes concedido por Alhaquen. El obispo avanzó siguiendo el camino marcado por una larga alfombra situada en el centro. Cuando llegó al final, el eunuco chambelán le anunció y tuvo que aguardar la respuesta del otro eunuco, situado detrás de los cortinajes. Se descorrió la espesa colgadura verde desplegada en primer término y Asbag pudo avanzar hasta el nivel siguiente. El eunuco volvió a anunciarle. Ahora fue la voz del califa la que sonó desde detrás de los visillos.

—Puedes pasar a mi presencia, obispo Asbag.

El obispo se inclinó cuanto pudo delante del trono.

—Está bien, está bien… Tenemos poco tiempo —le dijo Alhaquen poniéndose en pie—. Pasemos a un lugar más recogido.

Asbag le siguió por una galería contigua y llegaron a un patio, en cuyo centro borbotaba una fuente delicadamente adornada con mosaicos de colores.

—Te he mandado llamar porque necesito que me prestes un servicio muy especial —dijo el califa.

—Sabéis que el taller está a vuestra disposición —respondió Asbag.

—No. No se trata de eso. El servicio que ahora necesito de ti no tiene nada que ver con los libros.

—Vos diréis entonces de qué se trata.

—Tengo cuarenta y siete años y, como sabrás, porque es de todos conocido, no tengo descendencia… Ni varones ni hembras. Es triste para un soberano no poder perpetuar su linaje…

—Dios puede bendeciros en cualquier momento con el don de los hijos —observó Asbag—. No tenéis una edad tan avanzada como para perder las esperanzas. Los cristianos somos hombres de una sola mujer, pero vosotros contáis con la posibilidad de probar con otras esposas…

—Ése es precisamente mi problema —confesó Alhaquen—. Que ni siquiera he probado una sola vez…

—¿Cómo? ¿Entonces vos no…? —preguntó Asbag sorprendido.

—No. Nunca. Muy poca gente sabe esto.

—Pero… tenéis mujeres y concubinas. Poseéis un serrallo, como todo príncipe.

—Sí. Un harén que formé para no desilusionar a mi padre y por pura obligación de mi rango. Pero soy incapaz de frecuentar a aquellas mujeres. Es tan sólo algo…, ¿cómo decirlo…?, decorativo; puramente ornamental.

—¡Ah, comprendo! Si sufrís una inversión en vuestras inclinaciones, podríais al menos intentarlo con la mujer… En la obscuridad de la alcoba un cuerpo es igual a otro…

—¡Oh, no! Tampoco se trata de eso. No siento ninguna preferencia especial por los efebos.

—Entonces perdonadme, príncipe, pero no lo comprendo. Sois un hombre aparentemente normal y… y supongo que dotado de…

—Sí, sí; eso lo tengo perfectamente en orden.

—Pues entonces no comprendo… Yo he sido consagrado por la Iglesia católica y romana; un hombre célibe como sabéis. Y, ya que habéis tenido la valentía de confesarme vuestro problema, he de confesaros a mi vez que la abstinencia es un gran sacrificio para mí… Y… y resulta que me decís que, siendo un príncipe musulmán, con todo un harén a vuestra disposición, y con multitud de siervas dispuestas a sentirse honradas por satisfacer el menor de vuestros caprichos, jamás habéis dado rienda suelta a vuestra naturaleza y habéis vivido siempre en perfecta continencia. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué extraño es este mundo! Cuántos sacerdotes y obispos tienen concubinas o visitan mancebías y padecen terribles sufrimientos a causa de las pasiones de la carne… Los misteriosos caminos del Señor son inescrutables… Vos, el Príncipe de los Creyentes, el dueño de medio mundo, casto y puro como un novicio del más recóndito y apartado cenobio. Pero, decidme, ¿no sentís la mordedura de la carne; el aguijón del deseo?

—En cierto modo sí, pero hay algo dentro de mí que rechaza el acto carnal —respondió Alhaquen.

—¿Lo deseáis pero sois incapaz de consumarlo?

—No lo sé; pues no lo he intentado.

—Pero tiene que haber alguna explicación —dijo el obispo con ansiedad.

—Sí. Es algo que viene de mi más tierna infancia. Ya sabes cómo era mi padre, el anterior califa, a ti no puedo ocultártelo, pues conoces bien los relatos que circulan acerca de sus muchos desvarios lujuriosos. Lo de aquel niño cristiano, ¿cómo se llamaba?…

—Pelayo, pobrecillo; el mártir Pelayo… —respondió Asbag bajando la vista.

—Bien, pues aquello es sólo una anécdota al lado de lo que contemplábamos en palacio cuando éramos niños. Mi padre perseguía constantemente a los efebos y doncellas, algunos… algunos de ellos tiernos infantes todavía…

—¡Qué espanto! —exclamó Asbag—. ¡Que Dios se apiade de su alma!

—Sí, era espantoso. Supongo que aquello me marcó. Es triste ver a un rey tan poderoso como él, en su ancianidad venerable, babeando detrás de cualquier criatura para satisfacer su lujuria. Algo asqueroso… ¡horrible! —El califa se apoyó en una de las columnas y sollozó durante un rato, ante el silencio comprensivo de Asbag—. Supongo que por eso mi alma se rebeló contra la naturaleza…

—Sí, es algo comprensible. Pero lo que no entiendo es por qué me contáis a mí todo esto. Soy un sacerdote cristiano y no un maestro de vuestra religión.

—Precisamente por eso. Tú mismo has dicho que eres un hombre célibe. Conozco perfectamente el porqué de vuestras exigencias religiosas, pues lo he leído en libros cristianos. Eres alguien adecuado para comprenderme. Las personas que me rodean andan constantemente preocupadas por que yo consiga cuanto antes esa anhelada descendencia y no me proporcionan el sosiego adecuado. Y además hay otra cosa en la que puedes ayudarme…

—Contad conmigo. ¿De qué se trata?

—Bien. Hay una mujer que me interesa —dijo Alhaquen con sigilo.

—¡Oh, eso es maravilloso! —exclamó Asbag—. Ese puede ser el comienzo de la solución de vuestro problema.

—Se trata de una mujer cristiana; una concubina navarra que me regaló el rey Ordoño para congratularse conmigo. ¿Comprendes?

—Comprendo. Os habéis enamorado de una cautiva a quien no queréis forzar a yacer con vos.

—Eso mismo. Desde siempre me comprometí a respetar las creencias y la moral particular de mis súbditos. Es algo de lo que me enorgullezco y que me llena profundamente de paz. Si irrumpiera violentamente en la vida de esa pobre joven, alejada de su hogar y de los suyos, jamás me lo perdonaría.

—Pero quizás esa joven consienta libre y voluntariamente…

—Pues precisamente por eso te he mandado llamar. Quiero que tú, obispo de cristianos, hables con ella y le expongas mis sinceras intenciones; pues cada vez que he intentado acercarme a ella la he visto aterrorizada. Es virgen y además no conoce nuestra lengua, pues se crió con los vascones; no comprende que mi intención es intimar con ella y luego… lo que Dios quiera…

—Estoy dispuesto a ayudaros en cuanto necesitéis —dijo el obispo con rotundidad—. Sé que sois un hombre bondadoso y piadoso en vuestra fe. Estoy seguro de que Dios no va a oponerse a este deseo sincero de vuestro corazón.

—Sabía que me comprenderías, querido amigo —dijo el califa con lágrimas en los ojos—. Daré orden inmediatamente a los eunucos de que te conduzcan al harén. Y, por favor, no fuerces las cosas; que sea la naturalidad lo que presida todo este asunto.

Capítulo 11

Zahra, año 961

Asbag fue conducido al interior del palacio, a la zona más íntima, donde se encontraba el harén. Aquélla fue la primera vez que vio a los hombres de confianza del califa, los eunucos eslavos al-Nizami y Chawdar, dos extraños personajes en cuyas manos estaban todos los asuntos privados del soberano desde que éste era tan sólo un joven príncipe. El obispo se encontró con el primero de ellos, al-Nizami, en un estrecho pasillo que conducía a las dependencias reales. Era un hombretón alto y grueso de endiablados ojos grises y grandes manos, que se encargaba del gobierno de los múltiples negocios de Zahra, ya desde los tiempos de Abderrahmen. Saltaba a la vista que era un hombre de aguda inteligencia cuyo poder había crecido a medida que se había ganado la confianza de ambos monarcas. Miró a Asbag de arriba abajo y le interrogó con preguntas cargadas de suspicacia, mientras le conducía hacia el patio principal del harén.

—De manera que mi señor te envía para que hables con la concubina vascona, ¿no es así?

—Así es —respondió Asbag.

—De cosas de su religión, supongo…

Asbag, confuso, permaneció en silencio.

—¡Oh! No temas. A mí puedes hablarme con franqueza; entre Alhaquen y yo no hay secretos. Yo cuido de los asuntos de esta casa; manejo su fortuna, sus mujeres, sus criados… Sé perfectamente quién eres, obispo de cristianos; el rey me ha hablado de ti con frecuencia. No debes sentir recelos hacia mi persona. ¿Conocías tú ya a la vascona?

—No —respondió Asbag—. Es la primera vez que voy a verla.

—Hummm… —murmuró el eunuco—. Es una mujer muy hermosa… Pero muy obcecada…, muy obcecada. Supongo que, al ser cristiana, mi señor querrá que le ayudes a hacerla entrar en razón. ¿No es así?

—Bueno… Se trata de algo privado —respondió el obispo sin salir de su confusión.

—Oh, bien. Veo que sigues sin confiar en mí…

Por fin, llegaron al patio principal. Era un lugar espacioso y singularmente hermoso, cubierto en todos sus lados por floridas enredaderas, buganvillas y geranios, con una alegre fuente en el centro, donde revoloteaban blancas palomas y coloridos pajarillos. El denso aroma de las perfumadas flores lo llenaba todo.

—Puedes aguardar aquí —dijo al-Nizami.

Al cabo de un rato el eunuco regresó, seguido de Chawdar y de la princesa vascona, que venía cubierta de unos velos que no permitían adivinar la forma de su cuerpo. El otro eunuco parecía la antítesis física de su compañero: pequeño, delgado y sonriente; cincuentón, algo mayor que al-Nizami; y con una blanca y afilada barbita de chivo. Era el halconero real.

—¡Ah, el obispo! —exclamó al ver a Asbag—. Supusimos que sería un anciano venerable; pero… si nuestro amo y señor se ha confiado a ti, a pesar de que aún eres joven, debe de ser por tu sabiduría…

—Bien. ¡Ocupémonos del asunto que nos trae aquí! —exclamó al-Nizami interrumpiendo a su compañero—. Aquí tienes a la concubina Aurora, puedes despachar con ella.

La muchacha avanzó desde detrás de los eunucos. Asbag pudo ver sus profundos ojos verdes asomando por entre las sedas.

—Soy Asbag, obispo de los cristianos de Córdoba —le dijo.

Aurora se acercó, besó el pectoral del obispo y se arrodilló.

—Levántate, hija —le pidió Asbag—. ¿Cómo te encuentras?

—Como una esclava —respondió ella tímidamente.

—¡Como una reina! —exclamó el eunuco Chawdar.

—Por favor, ¿podríais dejarnos un momento a solas? —pidió el obispo.

—Un momento a solas, un momento a solas… ¿Para qué? —protestó al-Nizami.

—Lo que tengo que decirle es algo exclusivamente privado —respondió Asbag.

Los eunucos se marcharon a regañadientes y, por fin, la joven y el obispo pudieron estar solos.

—Puedes confiar en mí —le dijo Asbag—. He venido con la única intención de confortarte. Y, si lo deseas, puedes descubrirte el rostro. Es más fácil para mí hablar cara a cara.

La joven dejó caer los velos. Asbag se maravilló. Aurora era extremadamente hermosa; de cabellos suaves y dorados, de labios finos y mejillas sonrosadas. Sus rasgos eran delicados y su cuello esbelto. El obispo jamás había contemplado una mujer así y creyó estar delante de un ángel. «¡Dios mío! Ahora comprendo al príncipe», pensó.

—Bien, hija mía; ahora puedes contarme tu historia —le dijo—. Te sentirás aliviada.

Aurora rompió en un desconsolado llanto que enterneció al obispo.

—Bueno, bueno… Hija mía; desahógate. Es bueno llorar.

—Soy de un pueblo de vascones, de las montañas —dijo al fin ella, algo más tranquila—. Mi padre era uno de los condes que no quisieron someterse al rey Ordoño de los navarros y buscó alianza con los señores francos. Pero fuimos traicionados. Nuestras tierras fueron invadidas, el castillo destruido, mi padre muerto… y… yo y mis hermanas traídas a tierras de moros… —La joven volvió a sollozar.

—Bueno, Aurora, querida, pero aquí no has sido maltratada y tu virginidad está intacta ¿No es así?

—Sí. ¡Gracias a Dios! Ordoño pensó que mi persona sería un buen presente para el rey de los moros y nadie se atrevió a tocarme. Aquí el califa me ha visitado varias veces y me ha traído obsequios y dulces; pero jamás me ha puesto la mano encima.

—¡Bendito sea Dios! Alhaquen es un hombre bondadoso.

—Sí, pero es un moro y, además, mi dueño —dijo ella con semblante atemorizado—. Puede hacer conmigo lo que desee.

—¡Oh! Eso no debe asustarte. El califa es un hombre muy culto y refinado, incapaz de hacer daño a nadie. Por eso me ha enviado aquí; precisamente para asegurarse de que te encuentras bien. ¿Es acaso tu vida difícil en este lugar?

—En cuestión de comida y vestido no me falta nada; y el harén es confortable.

—¿Y las otras mujeres, se portan bien contigo?

—Como el califa no se acuesta con ninguna no hay celos ni envidias. Hasta ahora no puedo quejarme.

—Entonces, confórmate y resígnate cristianamente. Al fin y al cabo eres una princesa, la hija de un jefe importante del norte, cuyo matrimonio habría sido sin duda concertado con algún caballero desconocido, para cerrar algún pacto… Al final habrías terminado en cualquier castillo francés, astur, leonés o navarro. La vida no es sencilla hoy día para nadie.

—Sí, en eso tenéis razón —admitió ella serenándose.

—Alhaquen es un hombre solo y débil en el fondo. Su posición no debe abrumarte. Créeme, hoy mismo he hablado con él y he sabido de su propia boca que su vida no fue fácil a causa de los desmanes de su padre, el anterior califa. En el fondo está falto de amor y de consuelo. ¿Crees que si fuera cruel habría respetado de esta manera a los cientos de mujeres que hay ahí dentro? Él no va a pedirte nada que pueda dañarte. Tan sólo… tan sólo que… —era difícil para Asbag llegar a tratar aquel punto— que llegues a conocerle y, con el tiempo, intentar darle un hijo. Es lo que más desea en este momento.

Aurora escuchaba al obispo atentamente, con los verdes ojos muy abiertos y los labios separados, dejando ver sus blanquísimos y perfectos dientecitos. Se secó las lágrimas y adoptó un ademán de aquiescencia.

—¿Creéis que Dios me pide eso? —preguntó al obispo.

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