Authors: Jesús Sánchez Adalid
Por fin llegó el Sábado de Gloria. Al día siguiente, el Domingo de Resurrección, partiría de madrugada, una vez finalizada la Vigilia en San Zoilo. Dedicó toda la mañana a meditar y a ultimar preparativos, hecho un manojo de nervios.
A mediodía llamaron a la puerta. Imaginando que se trataba de alguien que todavía vendría a despedirse, descorrió el cerrojo. Frente a él aparecieron un paje del palacio, ataviado con las galas de los servidores del califa, y dos miembros de la guardia real.
—¿Mi señor Asbag, el presbítero de los cristianos? —preguntó el criado.
—Yo soy —respondió él.
—Has de seguirme por orden del Príncipe de los Creyentes.
Asbag se quedó mudo durante un rato.
—¿No me has oído? Has de seguirme por orden del palacio del califa —insistió el enviado.
—¿Del… del palacio?
—Sí. Traemos una mula para ti. Se te espera en Zahra lo antes posible.
Asbag cerró su puerta y subió a la montura. Se sintió preso, mientras seguía al servidor delante de los guardias, por las intrincadas callejuelas del barrio cristiano. En el trayecto hacia Zahra su mente construyó mil conjeturas acerca del motivo de aquella llamada. Imaginó que cualquier insignificancia habría motivado el requerimiento: un capricho en relación con alguna miniatura de la biblioteca, un nuevo encargo, una traducción… Así eran en palacio; no respetaban que los súbditos pudieran tener sus propios planes; cuando se les antojaba algo lo querían de inmediato.
En Zahra fue llevado como en volandas. Atravesó corredores y jardines, pasando de mano en mano; guiado cada vez por un personaje de mayor rango. Por lo poco que conocía de la ciudad de los palacios, supo que estaba en un lugar sumamente importante; aunque el inmenso laberinto que conformaba el centro de la medina no le dejaba orientarse. Más corredores y más jardines. Al final se detuvieron en un amplio despacho, lujosamente amueblado con escritorios nacarados y cubierto de hermosos tapices de vivos colores, donde un funcionario hacía correr una pluma de ganso sobre el papel.
Asbag permaneció allí durante un buen rato, aguardando a que alguien le dijera lo que se deseaba de él; pero nadie soltaba palabra. Fue invitado a sentarse, y el tiempo se le hizo una eternidad, mientras sólo se oía el rasgar de la pluma.
Por fin sonó una campanilla. El funcionario se puso en pie como empujado por un resorte y abrió una gran puerta sobredorada. Apareció otra sala aún más lujosa que las anteriores y en ella un amplio diván a contraluz, donde alguien permanecía sentado; pero un ventanal a sus espaldas impedía ver sus rasgos con claridad. Un eunuco se apresuró a correr un visillo y, desaparecido el contraste, se pudo distinguir al señor del diván. Asbag se inclinó cuanto pudo; pues los cristianos sólo se arrodillaban delante de Dios.
—¡Mi señor Alhaquen, Príncipe de los Creyentes! —exclamó, al comprobar que era el mismísimo califa quien lo había mandado llamar.
—¿Cómo estás, querido amigo? —le saludó Alhaquen—. Recibí tu carta en la que me comunicabas tu intención de partir en peregrinación hacia tierras de cristianos.
—¿La leísteis? —preguntó Asbag extrañado.
—¡Claro! ¿Creías que me había olvidado de ti? Durante estos meses he estado muy ocupado a causa de mi cargo; pero no he olvidado tus habilidades ni tus conocimientos, puestos a mi servicio durante dos años, antes de la muerte del anterior califa. ¿Por qué no has vuelto por aquí? ¿Pensaste que, una vez coronado yo, detestaría a los cristianos como el rey Abderrahmen?
—¡Oh, no! Erais tolerante entonces y sé que lo seréis ahora. Pero creí que vuestro rango no os permitiría ya tratar con cualquiera con la facilidad que teníais antes.
—Pues ya ves. Soy rey de los musulmanes de Córdoba y también de los «hombres del libro». Me interesan los asuntos de los cristianos de mi reino y por eso te he mandado llamar.
—Vos diréis lo que deseáis de mí. El Dios que os ha conferido autoridad me ha puesto a vuestro servicio y os debo obediencia.
—Bien, pues vayamos al grano. Como sabes, estuve al tanto de la muerte del obispo de Córdoba. Una pérdida lamentable, por cierto. Es una pena que mi padre no consintiera en recibirle, a pesar de que habían pasado ya muchos años desde las rencillas entre cristianos y musulmanes de los primeros tiempos de su reinado. Ambos murieron y no llegaron a reconciliarse. Considero que todo aquello está ya pasado y que nos encontramos en una época diferente. Los cristianos mozárabes de Córdoba podéis prestar una gran ayuda al califato en el entendimiento con los reinos cristianos del norte. Los obispos de tales reinos son consejeros de sus soberanos y ejercen gran influencia. Si contáramos con un obispo mozárabe entre los miembros del consejo que me asesora, podríamos llegar a tener mejores relaciones con los cristianos navarros y leoneses.
—Es una buena idea —observó Asbag—. Al anterior obispo siempre le escuché plantear algo semejante. Cuando vino la reina Tota para visitar al califa Abderrahmen, intentó entrar en Zahra con la comitiva, pero los eunucos se lo impidieron. Se perdió entonces la ocasión de llegar a un entendimiento.
—Esa ocasión se presenta ahora de nuevo —dijo Alhaquen con rotundidad—. Estoy decidido a incorporar a un obispo en mi consejo.
—Sois magnánimo, rey Alhaquen; el metropolitano de Toledo, el obispo de Mérida o el de Sevilla estarán encantados de serviros.
—No —dijo el califa—. Será el obispo de Córdoba.
—Sí así lo deseáis así ha de ser —observó Asbag—. Pero ahora no tenemos prelado. Tendréis que esperar a que sea consagrado algún candidato.
—Los antiguos emires dependientes de Bagdad elegían a los obispos. Y al-Nasir, mi padre, ¿no eligió acaso a Recemundo para ser obispo de Elvira?
—Sí —asintió Asbag—; ciertamente él lo eligió.
—Pues yo elegiré al nuevo obispo —sentenció Alhaquen—. Un califa es más que un emir; y si mi antecesor lo hizo yo también lo haré.
—¿Vos, señor?
—Sí, yo. Tú serás el nuevo obispo de Córdoba —le dijo el califa con rotundidad—. Lo he decidido.
—Pero…
—Nada de «peros». ¿No has dicho tú mismo que mi autoridad me ha sido conferida por Dios? En los
Acta Pilati,
que tú tradujiste y copiaste para mí, tu Señor Jesucristo decía al gobernador romano que «no hay autoridad que no venga de lo alto». Pues con esa autoridad te nombro obispo de Córdoba. Mandaré que vengan los de Mérida, Toledo y Sevilla para que te consagren cuanto antes.
Los mensajeros de palacio partieron velozmente hacia las sedes de las diócesis mozárabes portando las cartas que comunicaban la decisión del califa; y los prelados de Alándalus acudieron pronto a la llamada. Fue todo muy rápido. Antes de que finalizara la Pascua, el metropolitano de Sevilla, el anciano obispo Obadaila aben-Casim, recogió el voto del clero, de las personalidades más conspicuas y del pueblo; voto que fue favorable al candidato propuesto por el califa. Gracias a Dios, no hubo contendientes y el arzobispo pudo sancionar con su autoridad el voto y proponer la fecha de la consagración del elegido.
El Domingo de Pentecostés, con el templo de San Acisclo abarrotado de dignidades religiosas, nobles cordobeses, funcionarios reales y fieles, fue consagrado Asbag ben Abdallah ben Nabil, siguiendo las sobrias pero sustanciales líneas del ritual apostólico romano, y entre los hermosos y floridos cánticos ceremoniales del rito hispano-mozárabe.
Córdoba, año 961
Aben-Moavia el coraixita extendió la cédula de pergamino que servía para certificar la finalización de los estudios en la madraza de Córdoba, lo firmó con su larga rúbrica, la adornó con la fórmula ritual, que daba gracias al Todopoderoso y ensalzaba sus obras providentes, y estampó el sello con el cordón de color verde oliva. Después enrolló cuidadosamente el pergamino y, cuando levantó la vista, se encontró con los ojos emocionados de Abuámir. Puso el documento en su mano y dijo:
—Bien. Esto no significa un final. Recuerda que hay que estudiar durante toda la vida. Un buen alfaquí no deja nunca de prepararse. Y bien…, ¿qué piensas hacer ahora? —preguntó a continuación—. Supongo que no te conformarás con administrar el almacén de un comerciante de paños. Tu familia cuenta con una saga de importantes magistrados…
—¡Oh, no! Lo que he hecho hasta ahora ha sido provisional. Intentaré abrirme camino en la administración.
—Bien, sé que lo lograrás —le aseguró el maestro—. Posees todo lo que un buen hombre de leyes necesita: manejas con habilidad las sutilezas de la retórica, sabes mover la voluntad de la gente y, algo muy importante en estos tiempos, gozas de una magnífica presencia.
—Gracias una vez más —dijo Abuámir.
—Pero… —prosiguió el coraixita—. Permíteme un consejo: no dejes que tu ánimo, de natural exaltado, y tu temperamento fogoso te traicionen. Templa, Abuámir, templa o te verás perdido…
—Lo tendré en cuenta —dijo Abuámir bajando la mirada.
Llevado por la euforia corrió hasta el almacén de tejidos, donde su jefe estaba atendiendo a unos clientes en el amplio zaguán que servía de muestrario y, llevándolo a un lugar aparte, desenrolló el documento y se lo leyó. El mercader de paños se derrumbó.
—Bueno. Ya sabía yo que esto llegaría algún día. Te felicito. Supongo… supongo que ahora te irás…
—Sí. He estado a gusto aquí; pero deseo algo más.
—Te comprendo. No es éste lugar para un alfaquí. En fin, haremos cuentas.
Hassún, el comerciante, extrajo un puñado de monedas de oro y se las entregó a Abuámir.
—¡Es mucho más de lo que merezco! —exclamó Abuámir.
—No, es justo lo que te corresponde —dijo Hassún—. Y, además, no me vendrá nada mal tener contento a un gran magistrado. Tú llegarás lejos. Me lo dice mi olfato de comerciante.
—Muchas gracias, Hassún. Puedes estar seguro de que no te olvidaré.
El mercader se subió a una escalerilla y descolgó algo de un tendedero próximo al techo. Extendió un trozo de tela sobre el mostrador y dijo:
—Es seda de Damasco, de la mejor. Supongo que tendrás a tu alcance alguna mujer hermosa a quien hacer un regalo… La bella viuda que reside en el palacio de Bayum está acostumbrada a la seda de calidad…
—Pero… ¿Cómo…? ¿Qué viuda? —balbució Abuámir con un hilo de voz.
—¡Vamos! No te hagas el tonto. Desde que te contraté se hizo clienta del almacén y no ha pasado ni una semana sin que aparezca por aquí.
—¿Por aquí? ¿Ella?
—Sí. Pero muy rebozada en velos. Aunque a nadie se le escapaba en qué dirección miraban sus ojos: el despacho donde tú hacías las cuentas. —Esperó a ver la reacción de Abuámir. Su mirada astuta lo escrutó—. ¡Eres un hombre afortunado! ¡Disfruta de ello ahora que puedes! le arengó palmeándole el hombro.
Para celebrar el final de sus estudios, Abuámir resolvió dedicarse todo aquel día a la diversión. Pero antes quiso ir a casa de su tío Aben-Bartal para comunicarle el feliz acontecimiento, sabiendo que se alegraría sinceramente.
Cuando el criado Fadil abrió la puerta se sorprendió al verle.
—¡Amo Abuámir! ¡Gracias a Dios que has venido! —exclamó—. Tu tío acaba de recibir una triste noticia —le advirtió en el zaguán—. Pero será mejor que él mismo te la comunique.
Cuando Abuámir pasó al interior, su tío se encontraba, como casi siempre, orando sobre su alfombra. Elevó los ojos hacia él y le dijo:
—Querido sobrino, ya he sabido que has terminado tus estudios felizmente y que así te has incorporado a la noble saga de jurisconsultos de la tribu de Temim. Tu maestro Aben-Moavia me lo comunicó ayer a la entrada de la mezquita. Es una noticia afortunada que honra a los nuestros. Pero, hace unos momentos, he recibido una carta que viene a ensombrecer este momento de dicha. Como recordarás, escribí a tu padre comunicándole el final de mi peregrinación y le alenté a que emprendiera él su viaje de fe a La Meca. Pues bien, acabo de saber que se puso en camino, pero también se me comunica que, cumplida la peregrinación y de regreso a casa, tu padre, el piadoso Abdallah ben Abiámir, murió en el camino, en Trípoli de Berbería. ¡Que Dios le acoja benignamente junto a nuestros antepasados! Así es la vida: el Todopoderoso da y toma cuando El quiere. ¡Dios sea loado!
Ese mismo día, Abuámir recogió lo indispensable y partió hacia Torrox, el señorío familiar, para unirse a los suyos y presentar sus respetos ante el túmulo funerario bajo el cual reposarían los restos de su padre, una vez que llegaran desde Berbería.
Zahra, año 961
Las normas del protocolo califal obligaron a Alhaquen a vestirse con los ricos ropajes que correspondían al trono: la túnica adamascada de color carmesí; la sobreveste de lana negra, finamente tejida y bordada con doradas espigas; las babuchas de piel de gacela tachonadas de lentejuelas; y el enorme y complicado turbante a la manera persa, rematado con guirnaldas de diminutas y brillantes perlas. Visto desde lejos y con la magnificencia del trono, entre coloridos estucos y finos visillos, el monarca resultaba grandioso. Pero, cuando uno se acercaba, saltaba a la vista el poco agraciado físico de Alhaquen: tenía el pelo rubio rojizo, canoso ya, grandes ojos negros, nariz aguileña, piernas cortas y antebrazos demasiado largos, así como un perceptible prognatismo. Además, su frágil salud se delataba en su semblante. Todo lo contrario de lo que, según decían, había sido su padre Abderrahmen: hermoso, robusto y saludable casi hasta su extrema vejez. El anterior califa fue un hombre fogoso, enamoradizo y preso de sus pasiones; lo cual le llevó a prendarse constantemente de las doncellas que le traían desde todos los lugares del orbe, sin desdeñar a los efebos, que ocuparon también una buena parte de sus delirios amorosos. Todo el mundo conocía lo sucedido en la juventud de Abderrahmen, cuando persiguió incansablemente a Pelayo, un adolescente cristiano, y lo mató en un arrebato de celos cuando éste no quiso ceder a sus solicitudes. El cuerpo del muchacho fue trasladado a un monasterio del norte en olor de santidad. Además de ésta, se contaban múltiples historias acerca de las pasiones carnales del padre del actual califa.
Alhaquen, en cambio, dedicado preferentemente al cultivo de la mente, había descuidado los placeres del cuerpo. Por ahí se decía que no le interesaban las doncellas; pero tampoco los muchachos, apartándose en esto sensiblemente de la conducta de su padre. Sólo buscaba la compañía de juristas y de teólogos, al mismo tiempo que la de literatos y especialistas en ciencias. Mantuvo el harén en forma puramente testimonial y todo el mundo sabía que apenas lo visitaba. Por eso, cuando subió al trono, a la edad de cuarenta y seis años, no tenía hijos, lo cual era algo inaudito y enojoso para el porvenir de la dinastía.