La señorita Stangerson fue a buscar una carta a la oficina 40 del poste restante, carta que Frédéric Larsan cree que pertenece a Robert Darzac.
Porque Frédéric Larsan, que como es lógico no sabe nada de lo que pasó en el Elíseo, concluyó que fue Robert Darzac quien robó el bolso y la llave, con la intención de forzar la voluntad de la señorita Stangerson apropiándose de los papeles más valiosos de su padre, papeles que devolvería con la condición de casarse con ella. Todo esto sería una hipótesis muy dudosa y casi absurda, como el mismo gran Fred me decía, si no hubiera algo más, algo mucho más grave. Primero, cosa extraña y que no logro explicarme: sería el señor Darzac en persona quien, el 24, habría ido a la oficina a pedir la carta que ya había sido retirada la víspera por la señorita Stangerson; la descripción del hombre que se presentó a la ventanilla responde punto por punto a las características del señor Darzac. Este, ante las preguntas que le hizo el juez de instrucción, a título simplemente informativo, niega haber ido a la oficina de correos; y yo le creo a Robert Darzac, porque, incluso admitiendo que él haya escrito la carta, cosa que no pienso, sabía que la señorita Stangerson la había retirado, porque él había visto la carta entre sus manos en los jardines del Elíseo. Por lo tanto, no fue él quien se presentó, al día siguiente, el 24, a la oficina 40, para pedir una carta que sabía que ya no estaba allí. Para mí, es alguien curiosamente parecido (y debe ser también el ladrón del bolso), que en esa carta le pedía algo a su propietaria, la señorita Stangerson..., algo que no recibió. Esto debió de sorprenderlo y lo indujo a preguntarse si la carta que había enviado con la inscripción en el sobre M.A.T.H.S.N. había sido retirada. De ahí su gestión en la oficina de correos y la insistencia con la que reclama la carta. Después se va, furioso. ¡La carta fue retirada y, sin embargo, lo que pedía no le fue concedido! ¿Qué pide? La señorita Stangerson es la única que lo sabe. El caso es que, al día siguiente, nos enterábamos de que había sido prácticamente asesinada durante la noche, y yo descubría, dos días después, que, al mismo tiempo, el profesor había sido víctima de un robo, gracias a dicha llave, objeto de la carta del poste restante. Por eso, me parece que el hombre que fue a la oficina de correos es el asesino; y todo este razonamiento, en definitiva absolutamente lógico, sobre los motivos de la gestión del hombre en la oficina de correos, Frédéric Larsan lo ha hecho, pero aplicándolo a Robert Darzac. No se equivoca usted al pensar que el juez de instrucción, Larsan y yo mismo hicimos todo lo posible por obtener, en la oficina de correos, detalles precisos sobre el singular personaje del 24 de octubre. ¡Pero no pudimos saber de dónde venía ni hacia dónde se fue! Exceptuando esta descripción que lo hace parecerse a Robert Darzac, ¡nada! Publiqué este aviso en los periódicos más importantes:
Se ofrece una importante recompensa al cochero que condujo a un pasajero a la oficina de correos 40 en la mañana del 24 de octubre, hacia las 10. Dirigirse a la redacción de L'Époque y preguntar por el señor R.
No dio resultado. En resumen, a lo mejor ese hombre llegó a pie, pero, como estaba apurado, cabe pensar en la posibilidad de que haya llegado en coche. En mi nota del periódico no di la descripción del hombre para que acudieran a verme todos los cocheros que pudieran haber llevado, alrededor de esa hora, a un cliente a la oficina 40. Pero no se presentó ni uno. Y me sigo preguntando día y noche: "¿Quién será ese hombre que se parece tan curiosamente a Robert Darzac y que vuelvo a encontrar comprando el bastón que cayó en manos de Frédéric Larsan?". Lo más grave de todo es que el señor Darzac, que, a la misma hora en que su doble se presentaba en la oficina de correo, tenía que dar una clase en la Sorbona, no lo hizo. Lo reemplazó uno de sus amigos. Y cuando le preguntan qué estaba haciendo en ese momento, responde que fue a pasear a los bosques de Boulogne. ¿Qué piensa usted de un profesor que pide que lo reemplacen en su clase para ir a pasear a los bosques de Boulogne? Por último, debe saber que, si bien Robert Darzac confiesa haber ido a pasear a los bosques de Boulogne la mañana del 24, ¡no puede decir en qué ocupó su tiempo la noche del 24 al 25!...
Cuando Frédéric Larsan le pidió esa información, le respondió, con mucha calma, que lo que hacía con su tiempo en París era asunto suyo... Ante esto, Frédéric Larsan juró en voz alta que descubriría, sin ayuda de nadie, cómo empleó ese tiempo. Todo esto parece otorgar cierta consistencia a las hipótesis del gran Fred; especialmente porque el hecho de que fuera Robert Darzac quien se encontraba en el "cuarto amarillo" podría corroborar la explicación del policía sobre la forma en que el asesino se habría escapado: ¡el señor Stangerson lo habría dejado pasar para evitar un terrible escándalo! Por lo demás, es esta misma hipótesis, que yo creo falsa, la que desorientará a Frédéric Larsan, y esto no me molestaría si no hubiera un inocente de por medio. Ahora bien, ¿esta hipótesis realmente desorienta a Frédéric Larsan? ¡Esa es la cuestión! ¡Esa es la cuestión! ¡Esa es la cuestión!...
–¡Eh! ¡Frédéric Larsan quizás tenga razón! – exclamé, interrumpiendo a Rouletabille. ¿Está usted seguro de que el señor Darzac es inocente? Me parece que hay demasiadas coincidencias comprometedoras...
–Las coincidencias -me respondió mi amigo- son la peores enemigas de la verdad.
–¿Y qué piensa de todo esto el juez de instrucción?
–El señor de Marquet, el juez de instrucción, duda acerca de arrestar a Robert Darzac sin alguna prueba segura, porque no sólo tendría en su contra a toda la opinión pública, sin contar a la Sorbona, sino también al señor y a la señorita Stangerson. Esta adora a Robert Darzac. Por poco que haya visto al asesino, será difícil hacerle creer al público que no reconoció a Robert Darzac si él hubiera sido el agresor. Aunque el "cuarto amarillo" estaba oscuro, no olvide que lo iluminaba una pequeña mariposa. Así estaban las cosas, mi amigo, cuando hace tres días, o más bien tres noches, ocurrió aquel acontecimiento inaudito del que le hablaba hace un rato.
–Tengo que llevarlo al escenario de los hechos -me dijo Rouletabille para que pueda entender o, mejor, para que se convenza de que es imposible entender. En cuanto a mí, creo haber encontrado lo que todos siguen buscando: la forma en que el asesino salió del "cuarto amarillo"..., sin cómplices de ningún tipo y sin que el señor Stangerson se vea involucrado. Mientras no esté seguro de la personalidad del asesino, no puedo decir cuál es mi hipótesis, pero creo que esta hipótesis es correcta y, en todo caso, es totalmente natural, quiero decir absolutamente simple. En cuanto a lo que pasó hace tres noches, aquí, en el mismo castillo, durante veinticuatro horas me pareció que superaba toda facultad de imaginación. Y, además, la hipótesis que ahora surge del fondo de mi ser es tan absurda, que casi prefiero las tinieblas de lo inexplicable. Luego de decir esto, el joven reportero me invitó a salir y me hizo dar la vuelta al castillo. Bajo nuestros pies crujían las hojas secas; era cl único ruido que yo oía. El castillo parecía abandonado. Las viejas piedras, el agua estancada en los fosos que rodeaban el torreón, la tierra desolada cubierta con los deshechos del último verano, el esqueleto negro de los árboles, todo contribuía a darle a ese triste lugar, acechado por un misterio feroz, un aspecto fúnebre. Al dar la vuelta al torreón nos encontrarnos con el Hombre Verde, el guardabosque, que no saludó y pasó a nuestro lado como si no existiéramos. Tal como lo y por primera vez, a través de la ventana de la posada del tío Mathieu seguía llevando la escopeta en bandolera, su pipa en la boca y su quevedos sobre la nariz.
–Qué bicho raro! – me dijo en voz baja Rouletabille.
–¿Habló con él? – le pregunté.
–Sí, pero no se le puede sacar nada... Responde con gruñidos, se encoge de hombros y se va. Habitualmente reside en el primer piso del torreón, una amplia habitación que se usaba antaño como oratorio. Allí vive, como un oso; sólo sale con su escopeta. No es amable más que con las mujeres. Con el pretexto de perseguir a los cazadores furtivos, se levanta a menudo por la noche; pero sospecho que tiene citas galantes. La doncella de la señorita Stangerson, Sylvie, es su amante. En este momento, está perdidamente enamorado de la mujer del tío Mathieu, el posadero; pero el tío Mathieu vigila de cerca a su esposa, y creo que es precisamente la imposibilidad que el Hombre Verde tiene de acercarse a la señora Mathieu lo que lo vuelve aún más sombrío y taciturno. Es un tipo buen mozo, cuidadoso de su persona, casi elegante... Las mujeres en cuatro leguas a la redonda se vuelven locas por él.
Después de pasar el torreón, que se encuentra en el extremo del ala izquierda, caminamos por la parte trasera del castillo. Rouletabille, señalando una ventana, que reconocí por tratarse de una de las que dan a los aposentos de la señorita Stangerson, me dijo:
–Si hubiera pasado por aquí hace dos noches, a la una de la mañana, habría visto a este servidor en lo alto de una escalera disponiéndose a entrar en el castillo por esa ventana.
Como yo manifesté cierta sorpresa por aquella práctica de gimnasia nocturna, me rogó que prestara mucha atención a la disposición exterior del castillo, luego de lo cual regresamos al edificio.
–Ahora -dijo mi amigo-, tengo que mostrarle el primer piso del ala derecha. Ahí es donde duermo yo.
Para explicar mejor la disposición del nuevo escenario, pongo a disposición del lector un plano del primer piso de esta ala derecha, que fue dibujado por Rouletabille al día siguiente del extraordinario fenómeno que van a conocer con todo detalle.
Rouletabille me hizo una seña para que subiera detrás de él la doble escalera monumental que, a la altura del primer piso, formaba un rellano. Desde ese rellano se alcanzaba directamente el ala derecha o el ala izquierda del castillo por una galería que desembocaba allí. La galería, alta y ancha, se extendía a lo largo de todo el edificio y recibía luz de la fachada del castillo orientada hacia el norte. Las puertas de las habitaciones, cuyas ventanas daban al mediodía, se abrían sobre la galería. El profesor Stangerson vivía en el ala izquierda del castillo.
La señorita Stangerson tenía sus aposentos en el ala derecha. Entramos en la galería del ala derecha. Una estrecha alfombra sobre el parqué encerado, que brillaba como un espejo, ahogaba el ruido de nuestros pasos. Rouletabille me dijo, en voz baja, que caminara con precaución, porque pasábamos delante de la habitación de la señorita Stangerson. Me explicó que los aposentos de la señorita consisten en su habitación, una antecámara, un baño pequeño, un gabinete y un salón. Como es lógico, se podía pasar de una de estas piezas a la otra sin necesidad de salir a la galería. El salón y la antecámara eran las únicas piezas de los aposentos que tenían una puerta que daba a la galería. La galería continuaba recta hasta el extremo este del edificio, en donde recibía luz del exterior por una alta ventana (ventana 2 del plano). Hacia los dos tercios de su extensión, esta galería formaba un ángulo recto con otra, que seguía el recodo
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del ala derecha del castillo. Para dar mayor claridad a este relato, llamaremos "galería recta" a la que va de la escalera hasta la ventana del este, y "recodo de la galería" al tramo que dobla siguiendo el ala derecha y desemboca en ángulo recto en la galería recta. En el cruce de estas dos galerías se encontraba la habitación de Rouletabille, contigua a la de Frédéric Larsan. Las puertas de estas dos habitaciones daban al recodo de la galería, mientras que las puertas de los aposentos de la señorita Stangerson daban a la galería recta (ver el plano).
Rouletabille empujó la puerta de su habitación, me hizo entrar y volvió a cerrar la puerta detrás de nosotros, echando el cerrojo. Todavía no me había dado tiempo para echar una ojeada a su aposento, cuando dio un grito de sorpresa, a la vez que me mostraba, encima de la mesita de luz, unos quevedos.
–¿Qué es esto? – preguntaba. ¿Cómo llegaron esos quevedos a mi mesita de luz?
Me hubiera costado trabajo responderle.
–A menos que... -dijo-, a menos que..., a menos que esos quevedos sean lo que ando buscando..., y que..., y que...y que sean unos quevedos de présbite
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!...
Se abalanzó literalmente sobre los quevedos; sus dedos acariciaron la convexidad
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de los cristales... y entonces me miró de un modo aterrador.–¡Oh!... ¡Oh!...
Y repetía: "¡Oh!... ¡Oh!..." como si sus pensamientos lo hubieran vuelto loco de repente...
Se levantó, apoyó su mano en mi hombro, se echó a reír como un demente y me dijo:
–¡Estos quevedos me van a volver loco! Porque la cosa es posible, vea, matemáticamente hablando; pero humanamente hablando es imposible..., a menos..., a menos..., a menos...
Dieron dos golpecitos en la puerta de la habitación; Rouletabille entreabrió la puerta; una cara se asomó. Reconocí a la casera, que había visto pasar delante de mí cuando la llevaron al pabellón para el interrogatorio, y me sorprendió, porque creía que seguía detenida. La mujer dijo en voz muy baja: