—Vamos, Aurora, necesitarás descansar —y añadió, mirando a la doncella personal de la joven, que había bajado del coche junto a su señora—: Y usted, Auxiliadora, súbale a mi hija un vaso de leche y unos bollos. Cenará en su dormitorio.
Una hora más tarde, doña Ana partió hacia su casa de la calle Santa Isabel.
Al poco llegó el coche que traía a don Donato. Venía el dueño de la casa muy repuesto y bronceado por el ejercicio de la caza en la finca que su padre poseía en Ciudad Real. De inmediato preguntó por su esposa y, muy contento, subió los peldaños de dos en dos hasta entrar en el dormitorio maldito. Los sirvientes escucharon las risas y la alegría con que el matrimonio se reencontró. Se miraron unos a otros con sorpresa. Milagrosamente, todo parecía olvidado. El joven se dio un baño para librarse del polvo del camino y a las once bajó a cenar; lo hizo solo, pues, según dijo, su esposa dormía agotada por el viaje.
—Perdone el señor lo frugal de la cena, pero hasta esta misma mañana no hemos sabido que volvían ustedes.
—Descuida, Gregorio, descuida —disculpó Donato atacando con apetito el bistec con guarnición de verduras que le habían servido.
—Doña Aurora parece recuperada, ¿verdad? —comento el mayordomo.
—Totalmente.
—Parece algo milagroso, ¿no?
—Nunca he sido hombre piadoso, pero sé reconocer un milagro cuando lo veo, y esto ha sido un verdadero y auténtico prodigio. Demos gracias a Dios, Gregorio.
—La he visto algo más delgada —apuntó el sirviente.
—Sí, hombre, una enfermedad tan grave y larga suele dejar mella en el organismo, pero es joven y se recuperará. Se nos abre un horizonte maravilloso; viviremos muchos años en esta casa y la llenaremos de niños.
—Dios le oiga —contestó Gregorio.
Después de cenar, don Donato se retiró al dormitorio maldito junto con su agotada esposa. Nuria y Gregorio se miraron con aprensión. ¿Volvería a ocurrir lo mismo? Todos se retiraron a sus habitaciones y la casa quedó a oscuras.
Las horas fueron sonando en el carrillón del salón y la noche dejó paso a la madrugada. El crujido de la añeja madera que tapizaba las escaleras y paredes del maldito caserón quebraba el silencio de la noche y un viento frío y cortante ululaba y hacía oscilar las cortinas del dormitorio de matrimonio. Alrededor de las cinco y media comenzó a escucharse algo. Primero era como un rumor, pero luego se fue haciendo más claro que aquello era una voz. Una voz profunda y cavernosa que sonaba en el dormitorio y repetía una y otra vez unas palabras difíciles de entender, como una letanía que encogía el alma.
—«Mórbidus»… «Moooórbidus»… —se oía en la oscuridad.
De pronto, doña Aurora se incorporó como un resorte del lecho y se acercó a la mesa camilla en que la filipina leyera hacía cincuenta años el libro maldito.
Acercó el rostro a la pared y escuchó atentamente.
Entonces se volvió y caminando lentamente fue hacia la puerta del dormitorio y la abrió. Despacio y haciendo crujir el suelo de madera bajo sus pies, la estilizada figura progresó hasta llegar a las escaleras. Las bajó ruidosa pero pausadamente y se detuvo en la puerta de la biblioteca. Iba hacia el libro maldito. Éste la reclamaba para sí. La llamaba la dominaba como a un ser sin voluntad ni capacidad de decisión. Aquella voz de ultratumba seguía repitiendo una y otra vez:
—«Móooorbidus»… «Móoooorbidus»…
Era el libro que, desde el más allá, dominaba la mente de la joven al repetir una y otra vez el conjuro. Ella se agachó y se quitó el calzado. La voz, que seguía sonando lenta y pausada, llenaba aquella maligna casa de horror y espanto. En aquel momento, la figura de la joven atravesó la oscuridad del vestíbulo y se dirigió de manera sigilosa pero con decisión hacia la cocina.
Entró en ella y se acercó a una figura que, apoyada ante un armario, murmuraba una y otra vez su horripilante retahila. Sonó un chasquido y quien murmuraba notó que algo frío le rodeaba la muñeca. Se oyó el crujir del percutor de un arma y del cuerpo de la chica salió una voz varonil que amenazó:
—Si te mueves, te vuelo los sesos. ¡Lo tengo! —gritó a continuación.
Llegó un ruido de pasos que bajaban por la escalera.
Una figura varonil corrió a la puerta principal y abrió los postigos, en tanto que otra entró en la cocina e iluminó la estancia con una lámpara de aceite.
Gregorio, el mayordomo, comprobó estupefacto que frente a él y apuntándole con un revólver tenía a una especie de híbrido entre doña Aurora y Víctor Ros. El joven policía llevaba una larga peluca y un fino camisón que flotaba sobre su habitual traje de mezclilla. La muñeca del mayordomo estaba apresada por unas esposas que a su vez permanecían unidas al sonriente detective. Detrás de él, don Alfredo, con la lámpara en una mano y el revólver en la otra, lucía una enorme sonrisa. Se oyeron más pasos y entró don Donato acompañado por dos agentes uniformados.
—Ya he abierto el portón. Aquí están los refuerzos —dijo el propietario de la casa. El mayordomo tenía la boca abierta.
—Voilá. Has caído, canalla —masculló Víctor antes de que Gregorio se desmayara.
El mayordomo de la casa de la calle San Nicolás se despertó de lo que creía un mal sueño y se encontró esposado a un butacón de la biblioteca. Ante él, dos amenazadores agentes uniformados de fiero aspecto e inmensos bigotes lo miraban con ojos escrutadores.
—Avisa a los jefazos, ha vuelto en sí —dijo uno de ellos.
El otro agente salió y a poco entraron en la estancia Víctor, don Alfredo y don Horacio Buendía, el comisario.
—Vaya, vaya, nuestra bella durmiente ha despertado —dijo el inspector Blázquez.
Los tres se quedaron mirando al asustado mayordomo, que no sabía qué decir.
—Avisen a la familia —ordenó el comisario.
Al momento entraron doña Ana Escurza, doña Clara y don Donato Aranda.
La madre de Aurora se acercó a Gregorio y tras mirarlo con desprecio le dijo:
—Espero que pague en la cárcel todo el mal que ha hecho.
—¿Y doña Aurora? —preguntó el mayordomo.
—Ahí la tiene usted —aclaró Víctor señalando a Clara—. Nos permitimos la licencia de aprovechar el parecido que hay entre las dos hermanas, pero no se preocupe, ¿oye ese ruido de caballos?, creo que ahí llegan en sendos coches sus dos víctimas: doña Aurora y doña Milagros —y añadió, mirando a uno de los policías de uniforme—: Aniceto, que lleven a doña Aurora al dormitorio principal y a doña Milagros al dormitorio que ocupaba don Donato, está a la izquierda de las escaleras, al fondo, el que da al jardín trasero. —Se volvió hacia el mayordomo para decirle—: Bien, Gregorio, bien. Está usted metido en un buen lío.
—No sé de qué me habla. Esto es un atropello —logró articular el mayordomo, abrumado por las miradas inquisidoras de los presentes.
—Es inútil que se haga el tonto —rebatió el subinspector—. El juego ha terminado. Tiene usted la oportunidad de aligerar su culpa y su condena si nos da el nombre de su cómplice o cómplices. Tenga en cuenta que con esto le cae seguro la perpetua.
Todos miraron al mayordomo, que tragó saliva y algo más tranquilo contestó:
—No tengo nada que decir.
El agente Abenza, el grandullón hipocondríaco, acababa de volver, y Víctor le preguntó:
—¿Has transmitido las órdenes que te di?
—Sí, subinspector.
—Bien. ¿Seguro que no quiere contarnos nada, Gregorio?
El mayordomo miró hacia otro lado con desprecio.
—Bien, sea así entonces. Aniceto, ¿han llegado el sargento Amorós y sus hombres?
—Sí, están fuera. Esperan con el paquete en un coche.
—Que pasen con él.
Todos aguardaron expectantes al siguiente golpe de efecto de Víctor. Clara, doña Ana, don Donato y don Horacio asistían asombrados a aquel acto final que había preparado el joven detective como si de un reputado director de escena se tratara.
Renato Minardi, alias «Psíquicus», entró en la estancia escoltado por dos policías de paisano. Iba esposado, mostraba un aparatoso moratón en un ojo y sangraba por un labio.
—¡Querido! ¿Te han hecho daño? —gritó el mayordomo intentando levantarse, lo que impidió Aniceto Abenza, quien lo sentó de un empellón.
El vidente fue sentado a la fuerza en un butacón junto a su compinche. Llevaba una amplia y estridente túnica naranja con unos bordados que a Víctor le parecieron horribles. El sargento Amorós, que iba de paisano, se adelantó e informó al subinspector Ros:
—Nos avisaron de que usted había hecho la señal convenida y procedimos a entrar en la vivienda del sospechoso. Estuvo despierto toda la noche, se veía luz en la casa, quizá esperaba noticias de su cómplice. Derribamos la puerta y entramos por él. Se resistió jurando como un carretero. La verdad es que nos costó reducirlo, tuvimos que emplearnos a fondo.
—Buen trabajo. Puede retirarse. Por cierto, envíe a alguno de sus hombres a avisar a don Alberto Aldanza, en esta tarjeta están sus señas; quiero que esté presente en la resolución del caso, puede sernos de ayuda —ordenó Víctor—. Vaya, Psíquicus, volvemos a vernos; ¿o quizá debería llamarle Incógnitus?
El vidente escupió desde lejos al policía, que lo miró con desprecio.
—Van a pagar ustedes lo que han hecho, pero tienen una oportunidad de reparar en parte el mal causado —comentó don Alfredo—. Arriba están sus dos víctimas, en sus manos está que vuelvan a la vida.
—¡Púdrase! —gritó Gregorio.
Víctor habló entonces con cara de muy pocos amigos y aire amenazante:
—Bien, bien, bien… Parece que aquí, los dos amigos, se hacen los gallitos. Abenza, agarra a Psíquicus y sigúeme. Alfredo, por favor, ven con nosotros. Ustedes esperen, si son tan amables; ahora les mandaré aviso.
El fornido Abenza empujó al vidente y siguieron al joven policía y a don Alfredo, que subieron las escaleras muy decididos. Llegaron a la puerta del dormitorio principal y Víctor llamó. Auxiliadora, la doncella de doña Aurora, apareció en el umbral.
—¿Cómo está? —preguntó Víctor.
—Bien, duerme.
—De acuerdo, gracias, déjenos solos. Tú, Abenza, espera aquí; si te necesitamos, te llamaremos. Adentro, Psíquicus.
Los dos detectives y el detenido entraron en el dormitorio. Aurora respiraba con sosiego. Estaba profundamente dormida.
—Siéntese ahí —ordenó don Alfredo a Psíquicus.
El adivino, cabizbajo, obedeció.
—Bien, Renato —le interpeló Víctor—, aquí tiene usted a su víctima. ¡Sí, sí, mírela! ¡Estará orgulloso de su obra!
El vidente no quiso mirar a la joven.
—En fin, le diremos lo que vamos a hacer. Va usted a volverla a la normalidad, ¡y ahora mismo!
—¡No!
Don Alfredo se acercó al vidente y le propinó un soberbio bofetón.
—¡Tranquilo, Alfredo, tranquilo! No pierdas la calma. No será necesario. Veamos, Renato, he deducido, por la reacción de su compinche al verle entrar, que la relación entre usted y Gregorio es…, digamos, que un tanto «especial».
—¡Eso no le importa!
—Bien, bien, veo que he dado en el blanco. Han tenido ustedes la suerte de no matar a nadie, ni hace diez años, con doña Milagros, ni ahora, con doña Aurora. Eso les evitará el garrote vil, pero la cadena perpetua no se la quita nadie, amigo. ¿Ve por dónde voy?
—No sé qué pretende decir.
—Pues quiero decir que si Aurora y Milagros no vuelven a la normalidad, a ser como eran antes, me cercioraré de que no vuelva a ver a su amante en su vida. Me encargaré personalmente de que usted cumpla la pena en Filipinas y su querido amigo en… ¿pongamos Marruecos? A eso me refería, así de simple. En cambio, si usted colabora y ellas se recuperasen…
—¿Sí? —dijo el vidente con vivas muestras de interés.
—Si se recuperan, tiene mi palabra de que ustedes dos cumplirán condena en la misma prisión.
—¿Me ofrece un trato?
—Exacto.
—¿Y qué garantías tengo?
—La palabra de un hombre honrado —contestó el detective tendiendo la diestra al preso.
Éste reflexionó unos segundos; parecía un hombre desesperado; al fin, tras mover la cabeza a uno y otro lado, cedió:
—¡Qué más da!
Acercó sus manos esposadas y estrechó como pudo la del policía.
—Quítenme las esposas.
Hicieron lo que pedía. Entonces el vidente sacó un medallón que llevaba colgado al cuello y comenzó a hacerlo girar acercándose a la joven. Un atrayente diseño espiral apareció en el centro del mismo. A Víctor le recordó una pirindola que su madre le había comprado de niño, al llegar a Madrid.
—Aurora, Aurora —llamó Psíquicus; la joven abrió los ojos mirando al frente con aire ausente—. Aurora, ¿me oye?
—Sí —repuso la joven totalmente ida.
—¿Recuerda esas escaleras que veía ante usted en mi casa y que le ordené bajar?
—Sí.
—Pues ahora las vuelve a ver, ahí están, delante de usted. Respira usted despacio, el aire es puro y sus miembros ya no pesan tanto…, su cabeza ya no pesa tanto, su cuerpo…, su cuerpo ya no está tan pesado. El aire puro y fresco llega a sus pulmones y desde ahí viaja a todo su organismo… Lo siente llegar a su mente, refrescante y vivificador, vea la escalera, acerqúese a ella. Sube el primer peldaño, sube el segundo, sube otro y otro. Está usted volviendo a la realidad despacio…, despacio… ¡Ya! —ordenó el vidente mientras chasqueaba los dedos.
La joven abrió mucho los ojos, sorprendida. Miró a su alrededor como quien despierta de un pesado sueño.
—¡Psíquicus! —exclamó—. ¿Qué haces aquí, en mi dormitorio? ¿Qué pasa? ¿Quiénes son ustedes?
—Alfredo, haz el favor, avisa a Abenza para que se lleve a Psíquicus al cuarto de don Donato, allí espera Milagros. Y avisa también a la hermana y a la madre de doña Aurora. Y usted, señora, no se asuste, somos policías, este bribón la hipnotizó, pero ahora está usted a salvo, Clara y su madre se lo explicarán. Calma, calma…
Mientras intentaba serenar a Aurora, Víctor escuchó unos pasos apresurados en la escalera. Clara irrumpió en la habitación y se lanzó en brazos de su hermana, que intentaba levantarse de la cama.
—¡Aurora, Aurora, estás bien! —gritó la joven entre lágrimas.
Víctor sintió que se le partía el alma.
Detrás entró doña Ana Escurza, que se sumó al abrazo de sus hijas deshecha en llanto.
—Pero ¿qué os pasa? —preguntaba Aurora confundida.
Doña Ana se volvió hacia Víctor y exclamó: