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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

El misterio de la Casa Aranda (38 page)

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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Pensó que ese estigma le perseguiría toda la vida; era el juguete de Aldanza, el subproducto de una mente enferma, retorcida. Le invadió una insoportable sensación de asco y se repitieron las arcadas.

—No seas débil, Víctor.

—¡Es usted un monstruo!

—Sí, ahora insúltame, pero gracias a mí no habrá detective que te iguale en Europa. ¡Qué digo Europa, en el mundo! Yo lo preparé todo a conciencia. Tú detendrías a ese bufón obeso de don Gerardo llevándote la gloria. Todo iba como la seda, pero el muy imbécil sospechó de su padre y se presentó aquí en medio de una de nuestras orgías. Tuvimos que eliminarlo. Supe entonces que tarde o temprano tendría que ponerte sobre la pista de don Bernabé. A fin de cuentas, éste era tu gran caso.

—Por eso no quería usted que investigara el caso de la mansión de los Aranda e insistía tanto en que me centrara en éste.   

—Ese caso era una nadería.

—Pues sepa que lo he resuelto.

Don Alberto miró a su protegido con indiferencia y continuó hablando:

—Estaba meditando qué pasos debía seguir, cómo entregarte a don Bernabé sin que él me delatara, pero tuve una recaída. Eso me ha apartado un poco de la capital, lo suficiente para que el asunto se me fuera de las manos. Además, sucedió lo del palco. Esa zorra de Helena casi lo estropea todo.

—Está usted loco —dijo furioso el policía.

—Sí, eso mismo me dijo el doctor Fergusson antes de que lo matara —replicó el conde soltando una extraña carcajada—. Pero no te hagas el escrupuloso conmigo. Sé que debes de estar afectado por lo ocurrido. Conociendo tu débil y maniquea moral, comprendo que estés enfadado. Pero sé pragmático, hombre de Dios, y aprovecha todo lo que has aprendido para hacer el bien desempeñando brillantemente tu trabajo. De acuerdo, unas putas han muerto pero tú podrás evitar muchísimas más muertes de cara al futuro.

—Muchas gracias, pero yo no pedí esto.

—Sí, ya veo, estás disgustado. Pero se te pasará, confía en mí, hijo. ¿Llegamos a un acuerdo?

—Sepa que si no le vuelo la tapa de los sesos es porque no puedo. Máteme de una vez si quiere, mis compañeros le llevarán al garrote. Ahora vienen.

La desesperación se reflejó en la cara del conde, como en el profesor que explica algo que nadie entiende. Miró entonces a su exótico criado y dijo:

—En fin, Víctor, no me dejas otra opción. Lucas, la jeringa —ordenó.

—¡Pero señor…! —protestó el otro.

—No me repliques. Haz lo que se te ha indicado.

El mulato extrajo un estuche de cuero del bolsillo de su levita y acercándose al conde lo abrió, sacando una jeringa. Quitó una pequeña funda de cuero que cubría la aguja y se la tendió a don Alberto, que ya se había arremangado la manga de la camisa.

—Este es otro de mis descubrimientos en Sudamérica. ¿Sabes?, hay allí una serpiente que llaman «tres pasos». Te preguntarás por qué, ¿verdad? Pues la respuesta es bien sencilla. Una vez que te muerde, la muerte es instantánea, das tres pasos… y te desplomas. —Víctor hizo ademán de levantarse, pero el noble ordenó al criado—: ¡Lucas, si se levanta, le pegas un tiro en la rodilla! ¿Por dónde iba? Ah, sí, el veneno. Unas pocas gotas bastan para matar a un hombre adulto y en esta jeringa hay cuatro mililitros, así que…

—¡No haga eso! —gritó el detective antes de que el aristócrata clavara la jeringa en su antebrazo e inoculara el contenido de la misma en su torrente sanguíneo. En apenas dos segundos, don Alberto Aldanza dejó caer la cabeza a un lado y quedó inerte.

Entonces el mulato miró al policía y dijo:

—Creo que la chica está en «el taller». Dése prisa.

Y, dicho esto, giró el arma hacia su sien y se disparó un tiro.

Víctor se levantó como buenamente pudo y se acercó al cadáver del aristócrata que yacía sentado en el butacón. Le tomó el pulso para asegurarse de que había muerto. No quería sorpresas desagradables. Comprobó que el corazón de aquella alimaña no latía y se dirigió a toda prisa al «taller». Se sintió invadido por la ansiedad, el miedo y la impotencia. Toda la casa estaba a oscuras, así que anduvo tanteando la pared hasta llegar a la inmensa puerta que, para su desesperación, estaba cerrada. Usando el hombro que no tenía herido empujó y logró saltar el pestillo. No veía nada. Se acercó a la ventana y abrió las inmensas cortinas. La luz del sol inundó la amplia habitación. Entonces la vio. Lola descansaba sobre una mesa que parecía de quirófano. Tenía clavado un fino estilete en el costado, donde se veía una gran mancha de color rojo oscuro. Gritando una maldición se acercó a ella tomando su cabeza entre las manos. El rostro de la joven prostituta estaba pálido y sus labios morados. Víctor tiró del estilete sacándolo del cuerpo de la chica y ésta dio un respingo abriendo los ojos.

—¡Víctor! —murmuró.

—Lola… —dijo él, sorprendido de que aún viviera.

—Sabía que vendrías. Mi caballero andante…

—No, no hables —dijo él tapándole la boca—. Te voy a sacar de aquí, te llevaré a un médico, te curarás.

Estaba desesperado.

—Te he querido siempre —dijo la joven sonriendo como un ángel pálido, de hielo—. Siempre, desde el primer día que entraste en mi habitación. Te quiero, Víctor Ros, eres lo único bueno que me ha pasado en este sucio mundo.

Aquellas palabras desgarraron al joven detective.

—No hables. No hables… —acertó a decir entre lágrimas y sollozos.

Ella lo miró con rostro relajado y expresión beatífica.

—Bésame, Víctor, bésame.

La besó en los labios y sintió que estaban fríos.

—Lola…

Había cerrado los ojos. Para siempre.

Víctor la incorporó como pudo con el brazo sano, ayudándose a duras penas con el herido, que a cada contacto le dolía como si le clavaran mil agujas. No importaba. Salió con la joven al pasillo y bajó a ciegas la escalera. Se asfixiaba. Se sentía agotado, pero tenía que llevar a la joven a un médico. Atravesó el sombrío e interminable vestíbulo y abrió como pudo la puerta principal. Otra vez le cegó la luz del sol. Vio el carruaje en que habían llegado don Alberto y Lucas, su criado. La verja estaba abierta. Se dirigió arrastrando los pies hacia la calle.

Los primeros agentes que llegaron encontraron a don Víctor Ros Menéndez, subinspector de policía, de rodillas, en medio de la vía pública y con el menudo cuerpo de una mujer en su regazo. Lloraba como un niño y acariciaba el rostro de la joven con ternura. Estaba conmocionado y no pudo decirles nada. Tenía una herida en el brazo que sangraba profusamente, pero ni se daba cuenta. Parecía delirar. Entraron en la casa y se toparon con un panorama dantesco.

Capítulo 26

Víctor tardó más de tres semanas en recuperar la salud. La infección producida por la herida del brazo tuvo sumido al joven en un continuo delirio que duró más de cuatro días, entre altísimas fiebres que incluso llegaron a hacer temer por su vida. Los amorosos cuidados de doña Patro y de don Remigio de las Heras, galeno personal del propio ministro, evitaron que el detective abandonara este mundo que tanto le había decepcionado. La patrona velaba al enfermo asustada por la violencia de las pesadillas que sufría aquel atormentado hombre, mitad debido a las altas temperaturas, mitad a los espantosos acontecimientos que le había tocado vivir.

Don Remigio decía que el estado de debilidad y agotamiento nervioso al que le habían llevado dos días sin dormir y sin apenas probar bocado, unido a la naturaleza de las pruebas que aquel hombre había tenido que soportar, eran la causa de que su organismo hubiera sido vencido por la más virulenta de las infecciones. Al quinto día, Víctor recobró la consciencia, y poco a poco fue capaz de sentarse en su butaca, junto a la ventana, donde pasaba las horas muertas leyendo o contemplando embobado el ir y venir de transeúntes y carruajes. Sólo aceptó que lo visitara don Alfredo, por supuesto, y nunca para hablar de los dos casos que con tanta brillantez había resuelto.

La verdad era que Víctor Ros vivía atormentado por los remordimientos que sentía al no haber podido evitar la muerte de Lola. La joven le había dicho que lo amó desde el primer momento, y eso le partió el alma, ya que él se había limitado a utilizarla, como hacía el resto de clientes del burdel de Rosa. Él no era mejor que éstos, al contrario, y se sentía sucio y miserable por ello. Lola sólo había conocido el lado oscuro del ser humano, desde niña. Ningún hombre se había acercado a ella de manera altruista, generosa, ni siquiera él. La había utilizado. Y ahora estaba muerta.

Ni se le había pasado por la cabeza que la joven tuviera un interés romántico por él. Era una furcia, y él una persona decente.

No podía evitar evocar las palabras de Lola recordándole que nunca podría casarse con una Alvear. No es que ya no amara a Clara, por descontado. Los últimos acontecimientos no habían hecho sino acrecentar su amor por la joven, pero el policía era consciente de que nunca conseguiría en matrimonio a alguien de su clase. Se había rendido definitivamente y le daba igual. Él era un hijo del pueblo de Madrid, del pueblo llano, claro, porque ya apenas recordaba su Extremadura natal; se había convertido a todas luces en un madrileño. De La Latina. Y, a pesar de ello, deseaba abandonar aquella ciudad. Había traicionado el espíritu liberal que tanto le importaba por una mujer, Clara. Trató de introducirse en los círculos más selectos de la alta sociedad madrileña de la mano del psicópata de don Alberto con la sola intención de contraer matrimonio con ella. Llegó a alternar como si nada con aquella gente que vivía un mundo de lujo y esplendor a costa de explotar al pueblo que los mantenía. Se sentía decepcionado consigo mismo, don perfecto. Por segunda vez en su vida, había traicionado sus ideales liberales anteponiendo su bienestar personal a la verdadera causa.

Pensaba esto y cosas peores mientras contemplaba a la gente pasar por la calle desde la seguridad de su cuarto. Sólo hallaba descanso cuando leía o cuando contemplaba los miles de partículas que, iluminadas por los rayos solares, flotaban moviéndose en el aire de su cuarto. Siempre había sentido como una fascinación por esos minúsculos corpúsculos cuya observación le sumía en una especie de relajante sopor en el que su atribulada mente quedaba de momento en blanco.

Cuando su cerebro volvía al doloroso presente, recordaba a Lola y se veía a sí mismo reparando en el pasado los errores cometidos, y entonces contemplaba a la joven lozana, hermosa y, sobre todo, viva. Luego, volvía a la insoportable realidad. De entre todos sus errores, lamentaba uno sobremanera: había pecado de inmodestia. Se creyó el ombligo del mundo, adulado, querido e inmerso en los círculos más selectos, había sido engañado por una panda de asesinos sin moral ni piedad. Lo embaucaron como a un pardillo. A él, que se creía tan listo, tan racional, tan innovador. Había terminado por creerse esa historia del «joven y prometedor policía» y ése fue su talón de Aquiles.

Y Lola había muerto por su culpa.

Sólo consintió en recibir una visita, además de don Alfredo: la del agente Abenza. Cuando el abatido policía vio entrar en su cuarto al fornido y uniformado agente con un aparatoso vendaje en la cabeza esbozó una triste sonrisa y alcanzó a decir:

—Al menos a usted no lo he matado.

El bueno de Aniceto le rectificó:

—Usted no ha matado a nadie; al contrario, ha evitado más muertes y ha resuelto de una tacada dos casos muy complicados. Es usted el mejor policía que he conocido en mi vida y, créame, llevo muchos años en esto. Y eso sin contar con que es usted joven aún. Déjeme estrecharle la mano, don Víctor, para poder contarlo en comisaría.

Ni siquiera esto animó al joven detective, que tampoco leyó los elogios que sobre su persona vertían todos los periódicos de la capital. Era imposible ojear un diario sin encontrar alguna referencia al joven héroe de la policía que había resuelto dos difíciles casos a la vez. El vulgo encontró fascinante el caso de la casa de los Aranda, una complejísima trama desarrollada por dos estafadores que, aprovechando una leyenda de fantasmas, pretendían hacerse con un fabuloso tesoro. Tampoco le andaba a la zaga el «caso Aldanza», en el que una red de maníacos encabezada por un sofisticado subdito francés había torturado y asesinado en macabras orgías a más de veinte prostitutas y jóvenes madrileñas.

En definitiva, Víctor Ros Menéndez era el hombre del momento, a quien el todo Madrid se jactaba de haber conocido algún día en cierta fiesta y al que los hijos de La Latina, chulos y chulapas, identificaban con el modesto emigrante que desde la miseria había llegado a lo más alto de la sociedad.

Al cabo de tres semanas, el joven policía comenzó a salir a dar algún corto paseo. Le ayudó mucho un jarabe que le había prescrito don Remigio: Licor del Perú de Rojas. Doña Patro lo trajo de la farmacia de Sánchez Ocaña, en Atocha, 35, y luego le obligó a ingerirlo todos los días. Se elaboraba en Bolivia a partir de una planta fresca, Erythroxilum coca, y, según el galeno del ministro, era el mejor tónico que había conocido jamás. Aniceto Abenza era un encendido defensor de aquel jarabe.

A Víctor le hizo bien.

Salía a ratos y reflexionaba caminando bajo la tupida sombra de los grandiosos árboles del Paseo del Prado, pensando si abandonar aquella desgraciada profesión o no. Veía a Lola en sus sueños. Al fin llegó a una conclusión.

El 2 de noviembre, después del día de Todos los Santos, don Alfredo acudió a buscar a Víctor a sus habitaciones. Al parecer, Renato Minardi, alias «Psíquicus», quería efectuar una declaración en toda regla. Había pedido hacerla ante el hombre que le descubrió.

Víctor, que había obtenido ya respuesta favorable a su solicitud de traslado a Figueras, accedió a hacer aquel último favor a don Horacio en agradecimiento por los desvelos que éste había tenido para con él durante su convalecencia. A petición del joven detective, Psíquicus fue llevado a las instalaciones del ministerio en Sol. Víctor llegó acompañado por don Alfredo y, tras saludar a don Horacio, bajaron al calabozo donde se hallaba el despiadado vidente. Le pareció que el adivino estaba algo más delgado. El hombre se levantó respetuoso al verle entrar escoltado por don Horacio y don Alfredo. Estaba sentado en una sencilla silla de madera. Ante él, dos agentes de uniforme sentados a una alargada mesa se disponían a tomar nota de las palabras del acusado. Había tres sillas vacías para los recién llegados. Se sentaron como si aquello fuera un tribunal dispuesto a examinar a un alumno en el mes de junio.

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