Pero ¿qué hacía él allí? ¡Él era un liberal! Era lógico que se sintiera atraído por aquella forma de vida, pero como hombre racional y avanzado debía luchar por eliminar todos los privilegios de aquella clase alta que tenía sumida en la pobreza a la mayoría de los españoles.
Por otra parte, don Alberto le había abierto muchas puertas y lo trataba como a un hijo; de hecho, hubo un par de emocionantes momentos durante la representación en que el conde del Rázes le presionó el hombro con afecto, acariciando casi su cuello, con auténtico cariño, como se hace con un ser querido de veras. Víctor no sabía cuál era su sitio. Estaba confundido, perdido de nuevo.
Se hallaba Víctor sumido en estas complejas disquisiciones cuando llegó el entreacto y pudo charlar con el coronel, que curiosamente había servido en Filipinas como capitán de infantería de marina en una nave de la flota española, La Apareada. Víctor le preguntó si había oído hablar de algo llamado El Rincón del Diablo.
—Claro, joven, es una pequeña bahía situada en la costa oeste de la isla de Luzón, cerca del cabo de Baler.
—¿Y sabe de alguna historia de piratas que pudiera haberse dado en la zona? —inquirió Víctor.
Él otro negó con la cabeza.
—Me temo que no, joven, pero desde luego se trata de una zona abrupta y con mucha vegetación. Un lugar interesante para los trapícheos de contrabandistas y conspiradores.
—Vaya, es curioso —reflexionó el detective.
—Coronel, ¿nos acompaña? —dijo una de las damas.
Las dos señoras y el coronel se ausentaron para visitar el palco de unos amigos. Dos criados de doña Helena sirvieron un ligero refrigerio mientras llegaban algunos invitados más. Don Alberto salió del palco para saludar a un conocido y el joven policía pidió disculpas y se encaminó hacia la planta baja al ver que don Arturo abandonaba la platea en solitario.
Víctor abordó al diputado por Alicante en el momento en que éste encendía un cigarro en compañía de tres distinguidos señores.
—¿Don Arturo?
—¿Sí? —dijo el otro girándose.
—No nos han presentado, me llamo Víctor Ros Menéndez y soy subinspector de policía; aquí tiene mi tarjeta. Quería entrevistarme con usted un día de estos y la casualidad ha hecho que le encontrara aquí; ¿podríamos hablar un momento?
El diputado, algo turbado por la situación, miró con desprecio a Víctor, pero éste, reaccionando con rapidez, se le acercó y le musitó al oído:
—Es por lo de Agapita.
La cara de don Arturo se transfiguró.
—Es sólo un minuto —añadió Víctor sonriente, a la vez que miraba a los contertulios y aclaraba—: No teman, no voy a detenerle, aquí el señor diputado trabaja en un proyecto de modernización del Ministerio de Interior y tengo que consultarle unos datos técnicos.
Hecha esta falsa aclaración, todos sonrieron y el diputado acompañó de buen grado al policía a un rincón. Si algo había aprendido Víctor en su trato con la aristocracia era que el cuidado de las formas tenía vital importancia.
—Gracias por el comentario —dijo don Arturo—. Es lo menos que podía usted hacer al importunarme de esta manera. Sólo me faltaba que la gente pensara que tengo cuentas pendientes con la justicia.
—Tiene usted toda la razón, señor diputado, y le pido mil disculpas, pero es para mí imprescindible mantener una reunión con usted para hablar de Agapita.
—No sé de quién me habla —sentenció el prohombre.
—Sabe usted que la mataron, ¿no?
—Le repito que no sé de quién me habla.
Víctor lo miró con expresión de fastidio y añadió dándose la vuelta:
—No me tome por tonto, don Arturo, no me tome por tonto. Pero, en fin, sea como usted quiere; conste que he hecho todo lo posible por evitarle el escándalo.
—Espere —dijo el diputado alzando la mano—, espere. Algo podrá arreglarse; ¿qué tal mañana a las once?
—¿Dónde? ¿En su casa?
—¡No, por Dios, no! En algún café, como dos amigos.
—¿Le parece bien el Levante, junto a Sol?
—Allí estaré.
Víctor se despidió del político y se encaminó hacia el palco de la condesa de Archiveles. Al llegar comprobó que la dama estaba sola; sentada en el cómodo sillón del antepalco, degustaba con fruición uno de los mejores Burdeos de su bodega.
—Hombre, don Víctor. Pase, pase, me han dejado sola —invitó con ojos de gata en celo—. Siéntese; ¿quiere tomar algo?
—No, gracias —dijo él algo violento mientras tomaba asiento.
La dama se le acercó un poco más y añadió:
—Menos mal que ha advertido usted que estaba sola y ha venido a hacerme compañía. Es usted tan galante, y tan…, tan joven…
Aquella atractiva mujer se iba acercando y Víctor se sintió envuelto por su embriagador y carísimo perfume francés. Ella apoyó sus manos en el pecho del policía, se acercó muy despacio y lo besó en la mejilla. Víctor observó que sus enormes ojos pardos brillaban en la penumbra del antepalco. Pensó en Clara. Quería salir de allí, pero la experimentada dama comenzó a besarle en el cuello. Poco a poco, sin prisa. De pronto, posó la mano sobre el pantalón del policía y envolviendo su hombría con delicadeza comenzó a acariciarle. Antes de que Víctor pudiera farfullar una falsa protesta, la condesa acercó sus labios a los suyos y lo besó con pasión. Víctor se abandonó y comprobó con sorpresa que la dama le abría la bragueta e introducía la diestra bajo el pantalón. Pensó en Clara, pero la condesa olía tan bien…
—¿Qué es esto? —gritó una voz desde la puerta entreabierta.
Los amantes dieron un respingo en el sofá y se levantaron mientras recomponían su vestimenta.
Era don Alberto Aldanza.
—¡No puedo creerlo! —gritó fuera de sí—. ¡Me doy la vuelta un momento y te aprovechas para lanzarte sobre Víctor como una perra en celo!
Ella bufó y miró con ojos malignos al mentor del policía:
—¡Hago lo que me da la gana! ¡Víctor es un hombre hecho y derecho! ¡No es un jovencito de los de tu cuadra, no es de tu propiedad!
—¡No muerdas la mano que te da de comer, Helena! —gritó el conde del Rázes señalando a su amiga con el índice enhiesto, amenazante.
Ambos oponentes permanecieron mirándose con fiereza por unos instantes. Víctor estaba confundido. La situación resultaba muy violenta. Demasiado. Decidió salir de allí a la carrera. Las sienes le latían con fuerza.
—¡Espera, Víctor, espera! —escuchó a don Alberto Aldanza tras él.
Víctor salió algo aturdido del Teatro Real. Su mente no acertaba a calibrar lo ocurrido. ¿Qué había querido decir la condesa con lo de «un jovencito de los de tu cuadra»? ¿Abrigaría algún tipo de pretensión de tipo amoroso don Alberto con respecto a él? Mientras se colocaba a la espera del paso de algún coche de alquiler, pensó que el conde del Rázes le parecía un caballero demasiado atildado, pero nunca había pensado que sus inclinaciones amorosas se orientaran hacia los miembros de su propio sexo. De ser así, el «paternal interés» que su mentor sentía por él, bien podía ser otra cosa que, la verdad, no agradaba al joven policía. No compartía las maneras de sus compañeros de oficio que se ensañaban con los homosexuales cuando eran detenidos, de hecho, a él le daba lo mismo con quién durmiera cada cual, pero no se sentía inclinado de esa manera hacia don Alberto.
¿Qué había querido decir éste cuando amenazó a la condesa y le gritó «no muerdas la mano que te da de comer»? Quizá sus amigos no eran como él pensaba. Entretanto, una voz le hizo levantar la cabeza. Un caballero alto y elegante, vestido con frac, capa y chistera, tomó del brazo a una dama para ayudarla a subir al coche de alquiler. Exactamente dijo:
—Sube, querida.
Y lo dijo con un acento, con una entonación, que le resultó familiar.
¿A quién había oído hablar con ese mismo tonillo?
El siguiente coche era el suyo. Mientras el vehículo se acercaba recordó: ¡Psíquicus, el adivino!
Sí, eso era; aquel orondo timador tenía un acento que el subinspector no había logrado identificar, aunque de algo sí estaba seguro: no era italiano.
Cuando se disponía a subir al coche, Víctor mostró un puñado de reales al lacayo que le abría la portezuela y le preguntó:
—Perdone, ¿conoce al caballero que ha subido al coche anterior?
—Sí, cómo no —contestó el otro ante la perspectiva de un dinero fácil—. Es un diplomático, el señor Van Hook.
—¿Y sabe usted de dónde es?
—Pues claro —respondió el hombre tomando el dinero con una mano y cerrando la portezuela con la otra—. Holandés.
El coche partió raudo y la palabra quedó flotando en el aire. ¡Holandés! ¡Psíquicus no era italiano, sino holandés!
¿Por qué había mentido?
Decidió enviar un cablegrama a la policía de Barcelona. Necesitaba el historial de aquel tunante.
A la mañana siguiente, a las once, Víctor hizo una pausa en el trabajo para dirigirse al Levante. Atravesó la Puerta del Sol, concurridísima a aquella hora y fue hasta el café. Se sentía agitado ante aquella entrevista, se acercaba al asesino por momentos. Don Arturo le hizo esperar un poco, así que cuando llegó se disculpó achacando el retraso a su participación en una comisión del Congreso. El diputado por Alicante parecía nervioso, pese a lo cual pidió un café solo, como el joven policía.
—Lo sabía —dijo don Arturo Alcaraz Rico.
—¿El qué?
—Que esto iba a pasar. Cuando Agapita apareció muerta supe que esto me estallaría en las manos, era inevitable que su relación conmigo saliera a la luz. Por fortuna, la policía…
—No se esmeró demasiado —completó Víctor.
—Así fue, sí.
—Una joven de vida alegre, madre soltera y sin familia no interesa a nadie.
El diputado bajó la cabeza.
—Sé lo que piensa. Sí, actué como un cobarde, tenía un hijo que acabó en la inclusa y no hice nada por él; pero temía que mi mujer se enterase de todo y montara un escándalo.
—¿Era suyo?
—¿El crío? ¡No, hombre, no! —negó riendo—. Era fruto de su vida anterior.
—¿Disfruta usted pegando a las mujeres?
—¡Oiga, no le consiento…! —gruñó el diputado apretando los puños.
Los dos hombres se miraron a los ojos.
—Mire, inspector…
—Subinspector.
—Subinspector, en aquella época yo aún no tenía casa en Madrid. Me refiero a que cuando empecé mi relación con ella pasaba largas temporadas aquí, en la capital, sin mi mujer y, ya sabe, comencé a buscar alguna que otra expansión. Sobre todo en casas respetables. —Víctor, azorado, recordó sus frecuentes visitas al prostíbulo en que ejercía Lola—. Un día, mi cochero me recomendó un cambio, yo ya conocía a todas las chicas de los mejores burdeles, digamos que me aburría; en fin, que fuimos a Embajadores y recogí a una carrerista.
—Agapita.
—Agapita, sí. No se imagina usted cómo estaba. Me sentí sucio al ver que hay hombres que se aprovechan de jóvenes en ese estado. Ni que decir tiene que aquel día no pude hacer nada con ella.
—Pero luego sí.
—Luego sí, en efecto. Yo la quería.
—Siga, por favor.
—Aquella noche la invité a cenar. Supe que tenía un hijo pequeño, en fin, me apiadé de ella. Era una joven encantadora, muy buena, es una injusticia que terminara así.
—Eso no va a quedar impune, no se preocupe. ¿Y no será que al poner usted casa en Madrid tuvo que deshacerse de ella?
—¡No diga eso ni en broma!
—Pero usted traería a su señora a Madrid.
—Sí, pero nunca pensé en dejar a Agapita. Además…
—¿Sí?
—Cuando la mataron, esperaba un hijo mío —concluyó el diputado con un intenso brillo en los ojos; parecía que fuera a echarse a llorar.
—Vaya, eso no constaba en el informe policial. Lo siento.
—No importa.
—Y el hijo de Agapita…
—Diga.
—¿Sabe usted de quién era?
—Claro. Me lo contaba todo. Era un ángel. La vida no se había portado muy bien con ella, que digamos. Vino a Madrid a servir y, por cierto, recomendada a una muy buena casa. O eso creía ella.
—¿Qué casa?
—Eso no importa. Lo que cuenta es lo que allí le ocurrió.
—¿Y qué le pasó?
—Pues lo de siempre. El señor de la casa tenía un hijo y ya sabe usted que los primeros escarceos amorosos de los varones de mi clase se dan, indefectiblemente, con las criadas. Ellas no se atreven a protestar y consienten, no sea que las despidan. En fin, digamos que, como a tantas otras, el señorito se le metió en la cama. No sé si la enamoriscó o si ella se dejó engañar con la absurda idea de cazar un buen partido, pero el caso es que cuando se supo que estaba preñada la echaron a la calle. El joven en cuestión fue enviado unos meses a Biarritz. Ni que decir tiene que la pobre se vio sola y en una ciudad hostil, ¿qué iba a hacer?
—¿Y en qué casa servía Agapita?
—Eso no se lo puedo decir.
—Ya, prefiere usted cargar con la cruz de ser el único sospechoso.
—¿Tanto jaleo por una chica asesinada hace dos años? Me sorprende la nueva eficacia de nuestra policía.
—No sea irónico. No se lo he dicho, pero buscamos a un tipo que ha matado a más de veinte mujeres, la mayoría prostitutas, y usted es el comienzo de mi hilo. Por cierto, no será usted zurdo, por un casual? El asesino lo es, y sería mucha casualidad que…
El diputado quedó mudo.
—Insisto, pues, ¿quiere seguir siendo el único sospechoso?
—No, no —dijo don Arturo sacando un pañuelo de la levita y secándose el sudor que caía a raudales por su frente.
—¿Me dirá en qué casa servía Agapita?
—Sí, claro. En casa muy principal, la de don Bernabé de La Calle.
Víctor quedó boquiabierto. Tras la sorpresa inicial, dijo:
—O sea, que el hijo del señor, el que preñó a la joven, fue…
—Don Gerardo de La Calle —sentenció el diputado.
—¡Madre mía! —exclamó el policía mientras alzaba el brazo para pedir la cuenta.
Víctor pasó la tarde sentado en la butaca de su cuarto de la pensión tomando notas y reflexionando acerca de los últimos acontecimientos. ¡Don Gerardo de La Calle era el misterioso rufián que había provocado la expulsión de Agapita, condenándola a una vida de miseria y prostitución! Cuántas casualidades…
Y Víctor no creía en absoluto en ellas.
Se sentía animado. Estaba cerca, cada vez más.
La primera joven asesinada por el maldito homicida quedó embarazada de don Gerardo de La Calle. Había servido en casa del padre de éste. Era un hecho probado.