—¡Usted me la ha devuelto, don Víctor! ¡Le debo la vida de mi hija, Dios le bendiga!
Víctor sonrió satisfecho y dijo a don Alfredo:
—Alfredo, di a alguno de los guardias que salga a la calle y avise a un joven que, si no me equivoco, todavía está medio escondido tras una acacia de la acera de enfrente.
Don Alfredo bajó las escaleras tras pasar junto a don Donato, quien, situado en la puerta del dormitorio, observaba la escena con cara de satisfacción.
Clara se levantó, se abrazó a Víctor y apoyó el rostro en su pecho llorando de alegría.
—Gracias, Víctor, gracias —musitaba llorando.
Entonces, llegó Fernando Hernández acompañado de don Alfredo. Doña Ana se apartó un tanto y el músico se lanzó en brazos de su amada llorando como una colegiala. Doña Aurora, algo confusa por la presencia de Donato Aranda, no sabía qué hacer, pero terminó llorando como todos los presentes. No recordaba nada de lo que le había ocurrido.
—Dejemos a la familia a solas —dijo Víctor a su compañero—. Psíquicus está aguardando con Abenza para sacar del estado de hipnosis a doña Milagros.
Cuando llegaron a la habitación en que poco tiempo antes se recuperara don Donato, hallaron al vidente acompañado por el robusto agente uniformado. Junto a la afectada velaba una enfermera de su casa de reposo.
—¿Ha traído usted algún sedante? —preguntó Víctor a la enfermera.
—Sí, está todo dispuesto.
—Este rufián hipnotizó a doña Milagros, y ahora la va a devolver al mundo consciente —explicó Víctor—. Debemos tener en cuenta que esta mujer lleva diez años fuera de este mundo. Su marido y sus hijos vienen de camino desde Santander. Es conveniente que tras su vuelta a la realidad, la sede. No es oportuno que un grupo de extraños le cuente todo lo que le ha sucedido, ¿de acuerdo? —La enfermera asintió, así que el joven subinspector añadió—: Adelante, Psíquicus.
El vidente siguió los mismos pasos que con Aurora, y a los pocos minutos doña Milagros despertó, muy confusa.
—¿Qué ocurre? ¿Quiénes son ustedes? ¡Incógnitus! ¿Qué hace usted aquí? Este es el dormitorio de mi hijo mayor, pero ¿quién ha cambiado el papel de la pared? ¿Qué hora es? ¿Qué sucede aquí?
—Señora, soy Víctor Ros Menéndez, subinspector de policía —se presentó Víctor con mucha tranquilidad—. Este rufián, Incógnitus, la hipnotizó para cometer una fechoría con usted. Ha estado un tiempo en estado de hipnosis. Usted no recordará nada de estos últimos tiempos.
—¿Últimos tiempos? ¿Y mi marido?
—No se preocupe. Su marido y sus hijos vienen de camino. Está usted a salvo. Esta enfermera le va a administrar un sedante para que pueda descansar hasta que lleguen. Ellos le explicarán. ¿Lo entiende?
—Creo que sí —dijo ella con expresión un tanto confusa, y mirando hacia su alrededor como un animalillo asustado.
La enfermera le inyectó una buena dosis de pentotal sódico y la señora quedó dormida al instante.
—Lleve al adivino al cuartelillo y a su compinche también —indicó Víctor a Abenza—. Y usted, señorita, ¿podría inyectar el mismo sedante a doña Aurora? Gracias. Y ahora creo que nos merecemos un café para reponer fuerzas, ha sido una noche muy larga.
Víctor y su compañero bajaron al salón principal, donde Nuria había dispuesto café con leche y bollos para todos. Al poco Aurora dormía sedada, y a la mesa se sentaron don Horacio, doña Ana, Clara, don Donato, Fernando Hernández y los dos detectives que habían resuelto el caso. El dueño de la casa, Donato Aranda, se sentó algo alejado del músico que conquistara el corazón de Aurora. Comenzaba a amanecer. Don Horacio dijo entonces:
—Bueno Víctor, ahora que esos dos pájaros están a buen recaudo, ¿nos explicará usted cómo llegó a descubrir esta trama? Debo confesar que en muchos aspectos estoy aún a oscuras.
—Sí, sí. Cuéntanos lo que has hecho para capturarlos, hijo —solicitó doña Ana Escurza—. Se me escapa cómo llegaste a descubrirlo.
—Bien —asintió Víctor apurando su café con leche—, creo que a estas alturas puedo describirles de manera bastante aproximada lo sucedido en este caso. Debo reconocer en primer lugar que me ha resultado difícil de resolver y que no he encontrado ningún otro asunto que se le pareciera en los anales del crimen. Creo que estamos frente a un misterio que podemos calificar de único. Evidentemente, ha habido casos más complejos y meritorios de solucionar, pero éste, a su manera, tiene su aquél y hará correr ríos de tinta, ya lo verán. También quiero pedir disculpas a todos por la extraña concatenación de hechos que hemos vivido esta noche, pero me vi obligado a organizado así a causa de la inteligencia y perspicacia de nuestros oponentes. Además, necesitaba que Aurora y Milagros estuvieran en la casa para conseguir que, desorientados ante la sorpresa de la detención, estos rufianes accedieran a recuperarlas para nuestro mundo. Un pequeño golpe de suerte final nos ha ayudado, y es que la relación sentimental existente entre Renato Minardi y Gregorio ha jugado a nuestro favor. Yo, lo confieso, desconocía este aspecto, pero al observar la reacción del mayordomo cuando ha visto aparecer a su compinche en tan mal estado, comprendí que ahí tenían ellos su talón de Aquiles. Renato o, si lo prefieren, Psíquicus, sabe lo que es la prisión, pero el pobre Gregorio no duraría solo en la cárcel ni una semana. Necesitará la ayuda de su compinche para sobrevivir. El vidente lo sabe, y por eso he podido hacer un trato con él para que recuperase a sus dos víctimas. Aún me quedan algunos flecos por aclarar con los dos verdaderos protagonistas de esta canallada, pero tengo una idea muy, pero que muy aproximada de lo ocurrido.
—Pero ¿cómo dio con la clave para resolver el caso? —preguntó don Horacio.
—Desde el principio me fui haciendo una idea. Al comenzar la investigación me encontré ante dos opciones bien diferenciadas: esto era un asunto supraterrenal o bien obra de unos desalmados. La primera opción no entraba dentro de las competencias de la policía, así que me incliné por la segunda. Después de decidir que éste era un asunto terrenal, no me quedaba más remedio que apostar por la vía racional para resolver el caso. Me parecía evidente que el suceso debía de tener algún tipo de relación con lo ocurrido a don Diego Vicente Reinosa, «el Indiano». No creía que la filipina lo hubiera asesinado por un libro encantado o por influjo de la casa, pues era evidente que en fechas anteriores a la muerte del Indiano la relación entre ambos cónyuges se había viciado tras la aparición de un misterioso holandés. Escarbé en los archivos y supe que ese subdito holandés, un tal Kok, había sido detenido por denuncias de don Diego Vicente Reinosa y enviado con una dura condena a Cádiz. Allí murió asesinado en prisión. Me parecía indiscutible que el Indiano, utilizando su fortuna, se había quitado de en medio a aquel molesto individuo. Supe por doña Remedios que la filipina recriminó a don Diego Vicente esta actuación, y que a partir de ahí nada volvió a ser igual hasta el día del crimen. Los Reinosa vinieron de Ultramar con poco equipaje, o sea que salieron de allí huyendo de algo o de alguien. Era obvio. A partir de ahí me centré en el caso actual: el primer detalle que me llamó la atención fue que la madre de Gregorio, doña Remedios, me contara que se decía en su época que la casa estaba llena de pasadizos. Por eso, y pese a la extrañeza de todos ustedes, me dediqué a golpear las paredes de toda la casa con una pesada barra de hierro.
—¡Acabáramos! —exclamó Nuria, la criada, que escuchaba expectante desde el umbral de la puerta.
—Bien, pues buscando zonas que sonaran a hueco caí en la cuenta de que no había pasadizo alguno, pero sí una red de tubos que comunicaban todas las estancias de la casa con la cocina. El papel con que se habían decorado las distintas habitaciones ocultaba las rejillas por las que, desde cada cuarto, uno podía pedir a la cocinera o al servicio lo que se le antojase. Un capricho del Indiano. Recordé entonces que la noche de autos varios de los residentes en la casa declararon que habían soñado con una voz profunda y cavernosa; ¿casualidad? No lo creí así. Me pareció obvio que aquella noche alguien se había dedicado a murmurar algo desde la cocina para que Aurora lo escuchara. Creía yo en aquel momento, y en ello me equivoqué, que habían dado a la joven alguna droga de las que alteran la conciencia y anulan la voluntad, por lo cual pensé que desde la cocina se la dirigió para cometer el crimen. La noche de la agresión los postigos estaban cerrados, de modo que nadie pudo entrar, luego alguien de la casa estaba implicado en el asunto. El siguiente detalle que me llamó la atención fue la segunda desaparición del libro maldito. Como ustedes recordarán, me llevé el libro a mi despacho y lo guardé bajo llave. Saben ustedes que desapareció y lo encontramos en esta biblioteca. Bien. Lo inspeccioné y sentencié que era el mismo, ¿por qué?, muy sencillo: cuando me lo llevé a mi despacho, tuve la precaución de marcarlo en la página treinta y cinco con un punto hecho a tinta azul con mi pluma. Cuando vi que el libro «había volado» hasta esta biblioteca me sentí confundido y llegué a pensar incluso en una intervención del más allá. Ahora sé que debieron de sobornar a alguien del ministerio, ya hablaré con los acusados al respecto, pero en aquel momento me vi bastante apurado. Entonces decidí jugármela y averiguar de una vez por todas si éste era un asunto terrenal o no. ¿Qué hice? Lo quemé en la chimenea con toda la teatralidad posible, con gran consternación por parte de ustedes. Después, en la noche en que se produjo el segundo ataque, todo el mundo pareció fuera de sí al comprobar que el libro «había vuelto». Yo, tranquilamente, lo tomé, lo inspeccioné y comprobé que aquel ejemplar no estaba marcado en la página treinta y cinco. O sea, que no era el mismo que había quemado sino una copia idéntica. Vamos, que el libro no se había reconstituido desde el más allá. Aquello me permitió volver a deducir algo: alguien de la casa había colocado esa copia en su lugar. Corroboraba entonces que, al menos, un cómplice de la trama tenía acceso a la casa. Era alguien del servicio o de la familia. Decidí no descartar a nadie a priori.
Consulté con unos compañeros especialistas en falsificaciones y me dieron las señas de un librero que podía conseguir cualquier ejemplar que se le pidiera. Acudí a él y supe que hacía diez años un hombre alto y de buenas maneras había encargado tres como ése. O sea que aquello estaba preparado desde hacía diez años, cuando Milagros casi mata a su marido. El hombre alto que adquirió los libros era Gregorio, ahora no me cabe duda. Pensé entonces en visitar a Milagros en su casa de reposo en Aranjuez y quedé consternado. Ella fue quien me dio la clave para resolver el caso. Según me dijo el director del manicomio, la pobre mujer murmuraba incoherencias entre las que destacaba una: «Incógnitus.» Eso era lo único que a menudo decía.
Llegado a este punto hice un repaso de lo que había averiguado y concluí que ya diez años antes alguien había intentado que Milagros matara a su marido. Después repitió lo mismo con Aurora. ¿Qué sentido tenía aquello? Sin duda, que la gente pensara que la casa estaba maldita. ¿Y con qué intención? Pues había dos posibilidades: que bajara de precio o que quedase vacía.
Hubo otra evidencia que me ayudó mucho. La noche en que reprodujimos las circunstancias del crimen con Nuria y su novio, pensamos por un momento que se había consumado la tragedia. Y en aquel momento, Gregorio reaccionó de manera desmedida: "¡Dios nos ha castigado!", gritó muy sorprendido. ¿Por qué reaccionó de aquella manera? Muy sencillo: no esperaba que sucediera nada, pues él era uno de los instigadores de aquello, por eso al ver a Antón aparentemente muerto y a su novia murmurando incoherencias, creyó que la maldición se había hecho realidad. Se puso como loco. Más tarde, cuando se vio que todo era un error reaccionó de manera más fría y tranquila. Acudí al librero y le pedí que me acompañara a esta casa. Vimos a Gregorio de lejos y me confirmó que en su opinión era el hombre que le encargó los libros, aunque, según él, entonces tenía pelo. Fui entonces a visitar a Psíquicus. Me llamó la atención que tenía unos ojos azules, profundos y preciosos pero gélidos; luego, con el paso del tiempo, recordé que doña Remedios me había contado que el misterioso holandés que tanto importunó a don Diego Vicente Reinosa tenía unos preciosos ojos azules que quitaban el sentido. Pero eso lo supe después, hace poco. En fin, que el vidente cometió un error: se hacía pasar por italiano. Por mis experiencias previas, supe que aquel acento no era italiano, pero ¿de dónde era aquel hombre? Un golpe de suerte hizo que me cruzara con un diplomático que hablaba con el mismo deje que Renato Minardi, ¡y resultó ser holandés!
¡Figúrense ustedes, holandés! Como el propio vidente me había dicho que antes había ejercido en Barcelona, decidí pedir un informe sobre sus actividades a la policía de allí. Y observen, cuando recibí el informe, supe que había ejercido en la Ciudad Condal con el alias de Incógnitus. Caí en la cuenta de que aquella era una de las incoherencias de Milagros. ¿Casualidad? No creo en las casualidades. ¿Habría sido Milagros cliente del vidente? Si así era, había encontrado un poderosísimo nexo de unión entre los dos casos.
Telegrafié de inmediato a Santander, a don Benjamín, el marido de la pobre desgraciada. El texto fue sencillo: "¿Fue su esposa en Madrid cliente de un vidente llamado Renato Minardi? Conteste urgentemente. Cuestión de vida o muerte."
Recibí una contestación que decía: "Sí, lo fue."
Así que me puse manos a la obra. Pensé en qué podía sacar a los criminales de su estado de letargo u ocultación. Sin duda, la evidencia de que sus planes se habían ido al traste. ¿Y cómo?
Pensé en Clara. Tiene un gran parecido con su hermana, así que concebí mi plan. El resto lo conocen ustedes. Hicimos creer a todo el mundo que Aurora y su marido volvían. ¡Aquello debió de ser un duro golpe para los dos compinches! ¡Todo su trabajo perdido! Tenía la certeza de que no desaprovecharían una oportunidad de actuar. Y así lo hicieron. Ocultos en los dos pesados arcones, don Alfredo y un servidor entramos en la casa y, junto con don Donato y Clara, hemos pasado una noche que se ha hecho larga y agotadora, de veras. Esos rufianes actuaron y los sorprendimos con las manos en la masa.
—¡Brillante! —admiró don Horacio.
—Pero ¿por qué querían que la casa quedara maldita? —quiso saber Clara.
Víctor, con cierto aire de afectación, respondió: