—A veces no acierta uno con las decisiones que toma.
—En efecto, ni se me pasó por la imaginación que Aurora fuera a actuar así contra su marido, no debí obligarla a casarse contra su voluntad, aunque, ¿sabe?, creo que esta casa tétrica y maligna influyó en ella de alguna manera.
—¿Cree usted en la leyenda?
—Quizá debí creer en ella en su momento. Si lo hubiera hecho y no hubiera comprado esta mansión, todo esto no habría sucedido.
—O quizá sí —dijo el subinspector al tiempo que se incorporaba—. Y ahora, si me disculpa, tengo que ir a visitar a un amigo. Continuaré investigando y aclararé este embrollo, no tema por el buen nombre de su familia.
—Vaya, joven, vaya.
Don Augusto volvió a mirar por la ventana y a perderse de nuevo en lo más profundo de su remordimiento.
Víctor salió de aquella siniestra mansión y tomó un coche de alquiler en la calle Mayor para dirigirse a casa de don Alberto Aldanza. Le abrió la puerta el criado de color del conde del Rázes, que lo condujo de inmediato al taller de su señor. Don Alberto pidió de nuevo disculpas al joven por la ausencia de su ama de llaves, circunstancia que a Víctor le daba absolutamente igual. A veces no terminaba de entender a aquellos nobles, ¿qué más le daba al subinspector Ros ser atendido a su llegada por un criado negro que por el ama de llaves de la casa?
Enseguida comenzaron a trabajar. Don Alberto estaba instruyendo al joven en el uso de una innovadora técnica para analizar y comparar fibras y pelos: la microscopía. Víctor se inició en el uso de un revolucionario y moderno aparato que el conde llamaba microscopio y que resultaba ser una especie de catalejo lleno de lentes que permitía la visión de objetos de tamaño tan minúsculo que escapaban al poder de resolución del ojo humano. Don Alberto le enseñó a distinguir aspectos morfológicos de diferentes tipos de cabellos y pelos que permitían al observador hábil identificar al autor de una fechoría sólo porque hubiera quedado alguno de ellos en el lugar del crimen. Aprendió también a distinguir los pelos humanos de los pertenecientes a los animales más comunes, así como a identificar algunas peculiaridades típicas de distintas razas de la especie humana, e incluso otras características como sexo, edad y estado físico. Se adiestró asimismo en detectar los síntomas del envenenamiento analizando los cabellos de la víctima, técnica que permitía no sólo saber el tipo de veneno utilizado, sino también desde qué fecha se estaba suministrando. El joven policía se asombró ante la facilidad con que su mentor identificaba diferentes tipos de fibras e hilos pertenecientes ora a una alfombra, ora a una camisa, con lo que era posible determinar la presencia de alguien en el lugar del crimen sin la menor duda. En suma, trabajaron con entusiasmo y verdadera devoción, el uno disfrutando con su tarea de docente e instructor y el otro, maravillado ante el apasionante mundo de conocimientos y las certeras técnicas que su maestro le desvelaba. Hicieron una pausa alrededor de las dos de la madrugada y tomaron un refrigerio en el jardín, bajo un maravilloso cenador que don Alberto había mandado construir en madera del Canadá, tierra que conocía, al parecer, como la palma de su mano. Pronto salió a colación el tema de las prostitutas asesinadas. Víctor contó a su maestro y amigo todos los detalles de lo ocurrido con Cosme de Pelayo, y el conde del Rázes se mostró satisfecho por la línea de investigación que había emprendido su pupilo.
—Una muchacha decente, cualquiera lo diría. Ése es el cabo suelto, querido Víctor, no lo dejes escapar. El asesino cometió un error al matar a una chica que se sale del patrón que esperamos de él. Seguro que la conocía. Tira del hilo y lo cazarás; me temo que en fin de cuentas se tratará de un triste aficionadillo.
A Víctor le parecía algo extraño que su mentor se mostrara tan interesado en el caso de las prostitutas muertas y nada, en cambio, por el de la casa maldita de los Aranda. Para el joven detective éste sí que era un caso especial, ya fuera porque hubiese una aparente participación sobrenatural en los hechos, ya porque una mente privilegiada pudiera hacer creer a todo el mundo que aquello era cosa de brujas. Pero no. Don Alberto no manifestaba interés alguno en ello.
—Don Alberto… —empezó Víctor apurando un vaso de fresca limonada a la vez que su preceptor cargaba la pipa con tabaco de Sumatra.
—Dime, hijo, dime.
—Verá usted, ¿es que no le interesa el caso de los Aranda? Casi nunca me pregunta.
—En absoluto.
—Pero se trata de un caso complejo, fascinante.
—Bah, paparruchas de viejas.
—¡Cómo!
—Lo que oyes Víctor. Piensa. ¿Cuál es el delito de los delitos?
El joven dudó durante un instante antes de responder:
—¿El asesinato?
—Exacto. Y en el caso de las prostitutas nos las vemos con un auténtico asesino. Por lo último que me has contado —prosiguió con auténtico fastidio—, me temo que va a tratarse de un chapucero, pero cazar a un asesino, ¡ah, eso sí que es caza mayor! Lo demás, robos, violaciones, timos…, eso es de guardias urbanos.
—Pero no me negará que el asunto de los Aranda se las trae.
—Es el típico caso que llamaría la atención del gran público, eso sí, pero nunca de los más prestigiados especialistas. Paparruchas, ya te digo.
—Quizá sea así.
—Lo que ocurre es que tienes otros intereses más… digamos románticos en ese caso.
El joven rió divertido.
—No digo que no, don Alberto, no digo que no, pero aunque no le interese, dígame: ¿qué haría usted en mi lugar?
Con expresión de desagrado, el aristócrata dijo con aire resignado:
—A ver, cuéntame qué tienes.
El joven ofreció una breve relación de todo lo ocurrido en el caso que él consideraba de importancia. Pensó que impresionaría a don Alberto, pero éste parecía escuchar sin denotar excesivo interés por aquel embrollo. Cuando el joven concluyó, lo miró divertido y dijo:
—Debo reconocer que es un caso peculiar, sí. Pero es un asunto menor.
—¿Qué haría usted, don Alberto?
—Creo que vas por buen camino. Mira, Víctor, al principio se abrían dos amplias y certeras posibilidades: una, estamos ante una serie de fenómenos del más allá. Dos, hay una mano humana tras esta trama. Tú has elegido, como hombre racional, la segunda. Has hecho bien. Ahora vayamos al quid de la cuestión: ¿a quién beneficia lo ocurrido?
—Eso me pregunté yo desde el primer momento y que me aspen si sé a quién aprovecha esta maldita historia.
—Supongamos que la tal Aurora hubiera matado al marido; a partir de ahí, hagamos una lista de beneficiados.
—El músico.
—Bien. Otro.
—No sé.
—La hermana, Clara.
—¡Don Alberto!
—¡Calma, calma! Tú me dijiste que no es de esa clase de joven que se deja casar contra su voluntad.
—Eso me parece a mí, sí.
—Bien, pues si la hermana mata al marido, seguro que su padre no intentaría con ella un casamiento similar.
—¡Qué locura! —exclamó indignado el joven.
—Es pura conjetura, no te enfades; pero hay otro beneficiario. Supon, por un momento, que el asesinato se hubiera llevado a término con éxito. ¿Quién habría heredado a don Donato?
—Su esposa, antes de casarse había testado en su favor.
—Voilá. Ya tenemos sospechoso. De haber matado a su marido, a la joven le hubieran dado garrote, sin duda. ¿Y quién es el heredero de la joven?
—Don Augusto, su padre.
—Pues ahí tienes a tu hombre. Ése es el negocio redondo: saca una buena tajada por vender un título que luego recuperaría, junto con las posesiones de su yerno, cuando ajusticiaran a Aurora. Pero algo salió mal, claro.
Víctor se quedó estupefacto. ¿Sería todo cosa del mezquino don Augusto? No quiso ni pensar en esa posibilidad, pues temía por Clara. Estaba algo confuso.
—Vamos, hijo, déjate de esas historias y vamos al taller a lo nuestro —dijo su maestro sacándole de sus ensoñaciones.
Eran aproximadamente las once de la mañana siguiente cuando don Víctor recibió una inesperada nota de don Horacio Buendía en la que éste le instaba a que acudiera sin demora a su despacho. Allí, el joven subinspector se encontró con una sorpresa: don Cosme de Pelayo y una señora, que resulto ser doña Alejandra, su esposa, aguardaban sentados frente a la mesita de café en que el comisario Buendía recibía a sus más distinguidas visitas.
—Pase, pase, don Víctor —dijo don Horacio de muy buen humor.
A continuación el comisario aclaró que, tras hablar con el ministro, don Cosme y su esposa habían decidido colaborar, charlando de manera confidencial con el detective que llevaba el caso. La mujer parecía afectada, tenía los ojos rojos y el rostro pálido, y unas acentuadas ojeras delataban que no había dormido mucho.
El joven policía tomó asiento y sacó su bloc para tomar nota de aquella conversación.
—Nada de notas —exigió el gigantón don Cosme.
Víctor miró al comisario y éste ratificó:
—Haga lo que le dice, joven.
—Bien, hablemos entonces —repuso el detective—. Como ya le dijimos, don Cosme, tememos que los restos a que nos referíamos en nuestra conversación pertenecen a su hija María de los Angeles. Necesitamos hablar con ustedes al respecto; cualquier detalle puede ser esencial para capturar al malnacido que mató a su hija. Sé que algunasde las preguntas que pueda hacerles sonarán mal a sus oídos, pero es imprescindible que sean sinceros. Si hacen lo que yo les diga, les doy mi palabra de capturar a ese bastardo para que ustedes y su hija descansen sabiendo que se hace justicia.
La señora miró al detective con expresión bondadosa y dijo:
—Pregunte lo que quiera, joven. Le ayudaremos en lo que podamos.
—Bien. Su hija tuvo un hijo, ¿no? —preguntó Víctor.
Los dos se miraron con temor. Ella hizo un gesto al marido y éste comenzó a hablar:
—Sí. Tuvo un hijo. Fue lejos de aquí, porque cuando descubrimos que estaba embarazada la enviamos a París, con mi cuñada. Tuvo una niña, que fue llevada por manos amigas a un convento.
—¿Y su hija, María de los Angeles?
—La enviamos a un internado inglés. Cerca de York. Al año de aquello volvió a Madrid. Quisimos evitar el escándalo. Un año más tarde desapareció. No hemos tenido noticias hasta ahora. Yo pensaba que se había fugado de casa; desde que la enviamos al extranjero no había vuelto a ser la misma. Nunca nos lo perdonó.
—¿Con quién pensaban ustedes que se había fugado?
—Con ese rufián —masculló el padre entre dientes—. Él la llevó a la perdición.
—¿Quién?
—Gerardo de La Calle. Así se llama el hombre que arruinó la vida de mi hija y la nuestra propia. Un degenerado —espetó doña Alejandra muy indignada.
—Perdonen, pero su relato está resultando algo desordenado. Veamos: deduzco que ese tal Gerardo de La Calle es el hombre que dejó embarazada a María de los Angeles.
—El mismo —asintió sulfurado don Cosme—. El muy canalla se aprovechó de que tenía entrada franca en mi casa y se fue haciendo poco a poco con el dominio de la voluntad de mi hija. Su padre, Bernabé, y yo éramos amigos y en otro tiempo fuimos socios. ¡Si hasta nos llamaba tíos! Ese desalmado no se conformó con deshonrar a mi única hija, sino que luego la dejó tirada como un trapo sucio. Ella sólo quería morir, y encima ¡preñada de un tipo de su calaña! Me consta que ha dado muchos, pero que muchos disgustos al pobre Bernabé, que nunca ha podido con él. Ha tenido siempre que ir arreglando con su dinero las fechorías que hacía el hijo. ¡Menudo crápula!
Víctor y don Horacio cruzaron una mirada de complicidad.
—¿Debo entender que ese tal Gerardo rompió relaciones con su hija al saber que esperaba un hijo suyo? —preguntó el detective.
—Así fue.
—Y entonces, cuando su hija desapareció, ¿por qué pensaban que podía haberse fugado con él?
El ofendido padre respondió:
—Porque después de que ella volvió del extranjero y una vez que habíamos evitado el escándalo, ese sinvergüenza apareció de nuevo en la vida de mi Mari Angeles. Comenzó a vérsele merodeando por nuestra calle y no descansó hasta que volvió a conquistarla. No debió de costarle mucho trabajo, porque mi niña no lo había olvidado. El servicio nos alertó de lo que ocurría y tomamos medidas urgentemente. Ella, al principio, lo negó todo, pero luego se puso como una fiera diciendo que no volveríamos a separarla de «su Gerardo» ni a arrancarle de sus entrañas otro hijo del hombre al que quería. La pobre no recordaba —o no quería recordar— que ese bergante se había desentendido de ella y de su retoño. Discutimos y cruzamos palabras duras. Ella con nosotros y nosotros con ella. Hizo una maleta con algo de ropa y salió por la puerta. Hablé con mi amigo Bernabé. Incluso tuvimos una entrevista con ese degenerado, con Gerardo, pero al parecer mi hija no había aparecido por su casa. Pensamos que nuestra niña había decidido cambiar de aires y malvivir por esos mundos como una perdida, así que tratamos de enterrarla como si hubiera muerto.
—¿Y no volvieron a tener noticias de ella?
—Sólo sabemos que una de nuestras criadas la vio cerca de la calle Mayor en compañía de una anciana de aspecto aristocrático. Nada más.
Víctor miró a su superior y comentó:
—Tenemos que hablar con ese Gerardo; puede que sepa algo más de esta historia.
—No le quepa duda, don Víctor —dijo don Cosme levantándose junto con su esposa.
Antes de que los afligidos padres abandonaran el despacho de don Horacio, Víctor se dirigió a ellos y dijo:
—Quiero agradecerles sobremanera su testimonio. Don Cosme, el otro día…, quiero decir que… que comprendo su reacción. Tuve que presionarle un poco, y sepa que lo siento si le molesté, pero es mi trabajo.
El gigantón se giró antes de salir y mirando fijamente al policía repuso:
—No se preocupe, joven. Es usted bueno, muy bueno. Céntrese en cazar a ese hijo de puta, lo quiero ver en el garrote.
Víctor dedicó la tarde a revisar sus notas. Esperaba que algo ocurriera, por eso había quemado el libro. Necesitaba saber si aquel era un negocio extraterrenal o una estratagema urdida por alguien para conseguir sus inconfesables propósitos. Pensó en lo que don Alberto le había dicho: el máximo beneficiado de aquel crimen habría sido, sin duda, don Augusto. ¿Podría alguien ser tan mezquino como para utilizar a la propia hija en una trama como aquella? Si así era, lo sentía por Aurora y, sobre todo, por Clara. Menudo padre. Había visto de todo en este mundo pese a su juventud y es que la profesión de policía hacía que uno vislumbrara lo peor de la condición humana, y por eso se negaba a creer que aquel caso fuera cuestión de espíritus o santería; allí había algo más. Todo esto se decía Víctor con objeto de acallar las reticencias de una parte de su atribulada mente que, a pesar de su racionalidad, se empeñaba en sembrar sobre el caso una sensación de irrealidad, de fatalismo sobrenatural que hacía que el subinspector temiera enfrentarse a un enemigo de naturaleza no humana. ¿Existían las maldiciones?